Makraff y los hombres-hormiga (VIII): «Hasta el fondo del pantano»

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la #54 en la saga del Dr. Kovayashi.

— “Coincidirá en esto conmigo, doctor: hay ocasiones en que la vida se nos revela precisamente cuando no podemos apreciarla. Algo escapó a nuestros sentidos durante la subida a la represa hormiga; un cambio en la orientación de la pendiente. Podría argumentar que el cambio era imperceptible, aunque me —y los— estaría engañando. Avanzaba cegado por mis ansias de liberar al Timor del pestilente pantano y de los hombres-hormiga. Dios sabe cuánto odiaba el asedio de esas criaturas… Tanto que, de haber podido, los habría aniquilado sin importar la manera. Mas el temor al castigo divino estranguló aquellos instintos. Sin mejores alternativas, debía alejarme rápidamente de ese lugar maldito. Como un cobarde”.

Kovayashi y sus primates amigos mantuvieron un silencio contemplativo. No encontrando obstáculo alguno, el capitán prosiguió.

— “Notamos algo extraño mientras bajábamos a toda carrera hacia el pantano, Xico, Arnolfo y yo, impulsados por el miedo, intentando evitar que la masa de agua nos deglutiera. En cierto punto del plano inclinado que terminaba en el pantano, no muy lejos de la orilla, esa gigantesca ola se bifurcó como la lengua de la anaconda. Cual perseguido por un Dæmonia, crucé la orilla y me hundí en la inmundicia. Fui afortunado, doctor; a babor, Patinho había descolgado la escala que nos permitiría llegar a cubierta. Lo que se dice, un amor de muchacho”.

— “En mi entera vida de surcar aguas de todo tipo y color, nunca había estado recubierto por material orgánico alguno semejante a aquel, tan maloliente y resbaladizo como la piel de las babosas. Bien conocen ustedes mi fortaleza de vientre, amigos, o al menos la suponen”, dijo Makraff animadamente, al tiempo que sacudía los flancos de su voluminosa barriga con ambos codos. «No obstante, he de confesar antes vosotros: fue inútil pretender frenar el asco; hubo una sucesión de arcadas… Mis fauces se convirtieron en un géiser de ácido y culminé eyectando todo el contenido de mi estómago sobre aquellas aguas muertas”.

Bien sea por el crudo relato o por recordar vívidamente las imágenes narradas, la oscura piel de Patinho había virado a la palidez del moribundo. Este detalle no escapó a la fina percepción de Kovayashi.

— “Las dos olas alcanzaron el pantano en el mismo instante. La primera embistió de lleno el casco del Timor por estribor, sacudiéndolo hasta casi el punto de hacernos caer, cosa que, por fortuna o por obra del Todopoderoso, no sucedió. La segunda ola alcanzó el pantano un cuarto de milla delante del barco. Esa agua límpida se deslizó hacia nosotros por sobre la inmundicia tal como si se tratara de una capa inmiscible, como agua sobre aceite. La quietud de aquellas aguas caldosas apenas se alteró».

— «Ahora bien, analicemos en profundidad mis palabras, amigos, para que no hayan sido pronunciadas en vano. Tal vez ustedes se pregunten qué alcance tiene ese apenas. Pues bien, al escurrir superficialmente hacia la proa del Timor, el agua clara puso en movimiento millares de burbujas de gas metano, que luego de explotar enrarecieron aun más la atmósfera con un olor nauseabundo. Nunca se olviden, amigos, de sopesar cada palabra que escuchan”. En este punto, el capitán se dirigía exclusivamente a Nikola y a David.

Los monos asintieron a la par con un gesto inequívoco.

— “Lamento contarle, doctor, que ni la suma de ambas olas fue suficiente para despegar al Timor del fondo. Habíamos jugado la última carta, y la habíamos jugado mal. Nuestros músculos serían cenados por los hombres-hormiga. Entonces tuve una idea maravillosa: alivianaríamos peso tirándonos al agua cual lastres de un globo aerostático. Obvio es, doctor, que mi cuerpo representaba la mayor proporción del peso. De cabeza fui a parar a la ciénaga, y esa vez alcancé ese fondo fétido que nunca vio la luz. Patiño y Arnolfo se zambulleron tras de mí. ¡Cuán difícil es explicar el amor que siento por mi navío! Respondió subiendo casi 30 pulgadas, y así la quilla se liberó del fango. En ese momento, los marineros treparon por la escala y luego yo los seguí, aunque sin subir por completo. No había tiempo. Arnolfo hizo girar 180 grados el barco sin tocar ni un solo neumatóforo y comenzamos a navegar hacia aguas más seguras. Ya llegaría yo a cubierta más adelante, cuando no hubiera hombres-hormiga en la costa”.

Kovayashi, abandonando su postura siddhâsana, escuchó a Makraff relatar cómo había trepado hasta la mitad de la escala con el barco en movimiento, y cómo su espalda había sido alcanzada por una nube de flechas justo antes de cruzar el límite del territorio-hormiga. El capitán perjuró que había quedado cribado como un rallador de queso.

Por su parte, el doctor no necesitó aplicar mucho poder de cálculo para saber que el Timor habría ascendido, a lo sumo, tres cuartos de pulgada en lugar de las 30 que aseguraba Makraff. Aunque semejantes embustes carecían de explicación para él, no tenía la menor intención de interrumpirlo porque llegar al final de aquella fantasía delirante implicaría volver a enfrentarse a otra bandeja repleta de carne asada. Sin dudas, vomitaría sin solución de continuidad y eso lo pondría al mismo nivel que el voluminoso capitán.

En ese momento, Makraff giró sobre sus talones, se dirigió al grupo y dijo animadamente: “Así terminó la historia de mi valiente escape de los dominios de los hombres-hormiga. Ahora sí, a comer. ¡Xico… trae la carne, valiente muchacho!”.

Habiendo escuchado tales palabras, Kovayashi asomó la cabeza por la borda y descargó todo el contenido de su estómago en las claras aguas del río.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (VII): «Un portal a la conciencia»

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la #53 en la saga del Dr. Kovayashi.

La oración por Enriquez se extendió por más de veinte minutos. Desde el principio, Kovayashi había adoptado la postura de los seres realizados. Aunque ideal para la meditación, siddhâsana distaba mucho de ser perfecta: pequeños calambres en las pantorrillas y un dolor punzante, sutil aún, en la zona lumbar lo demostraban. Con cierta nostalgia había palpado la estrella letal entre sus ropas, aunque rechazaba la idea de tener que usarla contra Makraff, incluso en defensa propia. Kovayashi maldecía el momento en el que el Dr. Yang se la había regalado, e injustamente lo culpaba por las aventuras que había tenido que afrontar al poseer semejante arma. Durante los últimos años venía sintiendo el avance de la edad sobre su cuerpo, y esa era la raíz de su frecuente mal humor. Por el contrario, cuando se amigaba con la vida reconocía que Yang le había obsequiado un arma excepcional contra el envejecimiento: eliminar escoria del planeta era un ejercicio, y el ejercicio siempre sienta bien. ¿Terminaría Makraff siendo un bastardo como Kandraski? ¿Alcanzaría en algún momento la categoría de escoria? Imposible saberlo. Hasta el momento sólo había actuado como un decente capitán y anfitrión, además de un inmenso charlatán. No obstante, algo en su personalidad lo prevenía de bajar la guardia y de creer que todos llegarían a Buenos Aires sin problemas.

Como incondicional de la inducción y del falsacionismo, Kovayashi hipotetizó que el capitán reanudaría su relato detallando cómo la ola había desencallado el barco y de qué manera su pericia inigualable al timón le había permitido girar y tomar la ruta correcta hacia el mar.

—¡Boludeces! —gritó el doctor para sus adentros—. La energía cinética de una ola de ochenta millones de litros es suficiente para despedazar un barco de morondanga clavado en el barro. Lo mismo le sucedería a cualquier auto que pasara a más de 60 km/h por las cunetas de Buenos Aires.

Kovayashi aborrecía la mentira tanto como las milanesas de Solanum melongena. Aun cuando admitiera la baja probabilidad de que existieran los hombres-hormiga, que según la descripción de Makraff ni siquiera pertenecerían a la especie sapiens, la historia del escape de ese pantano no podría ser menos que un grosero embuste. Con tal de salir con vida de allí, Makraff debió haber pactado atrocidades con esos seres, incluyendo barco, carga de frutas y tripulación. De hecho, el Timor ni siquiera era aquél del pantano. Todos estos eran hechos que para Kovayashi no necesitaban falsificación popperiana.

Otra de las preocupaciones que ocupaban en simultáneo el cerebro del doctor era el ánimo de sus peludos amiguitos. Desde que habían abordado el Timor miraban con un dejo de melancolía, o al menos eso parecía, la vegetación costera, la selva, los árboles de ramazones altísimas y los brotes y frutos deliciosos que de ellos colgaban. La selva era su hogar, y por más que desearan probar suerte en la ciudad, su destino de cemento sería definitivo: el viaje no tenía boleto de regreso. Por esta razón consideró arrojarlos al agua cuando el barco se acercara a la costa. Los extrañaría, pero sería lo más adecuado para con esas criaturas.

—¡¡Maldito sea, Kovayashi, ¿acaso no desea escuchar el final de mi historia?!! Dígalo y callaré hasta destino. —Makraff sonó amenazante como el refucilo sin trueno que anticipa la piedra.

—Le ruego me disculpe, capitán, soy todo oídos.

Una sonrisa al bies abrió un tajo entre los cachetes del capitán. Después de incorporarse torpemente y sin dedicarle un ápice de atención a Patinho, que había irrumpido en cubierta, Makraff se acomodó la barriga por fuera del cinturón y empezó a hablar.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (VI): «La inundación»

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la #53 en la saga del Dr. Kovayashi.

—Descubrimos los sostenes del dique sin demasiado esfuerzo, una sucesión de troncos inclinados que funcionaban como riostras entre el paredón y el suelo. Con gusto habría trocado mi antebrazo derecho por una caja de dinamita; sólo disponíamos de sogas, fuerza e ingenio. Arnolfo, nuestro grumete, me ayudó a enlazar dos parantes adyacentes, mientras que Xico, el cocinero, instalaba una gran polea en un árbol, terreno abajo.

—¡Excelente! Las poleas maximizan la fuerza.

—Así es, doctor. Pero debíamos aguantar hasta la primera luz del día para actuar; de lo contrario, si nos dejábamos ganar por la ansiedad, estaríamos forzados a bajar corriendo a ciegas por la pendiente, con árboles y vegetación por doquier, con una enorme ola por detrás y con mínimas chances de llegar vivos al barco. Y una vez a bordo, estando ya los motores en marcha, sin margen de error, se debía girar 180 grados entre los millares de neumatóforos de los cipreses calvos y salir a toda máquina por exactamente el mismo río por el que habíamos llegado. Eso siempre y cuando no nos aniquilaran los hombres-hormiga antes de alcanzar el pantano.

—Si no supongo mal, a esa hora comenzaría otra vez el asedio…

—Correcto. Malditamente correcto. Había que moverse rápido. No faltaba mucho para el amanecer. Por eso envié de regreso al barco a uno de mis hombres con instrucciones expresas de poner a cada tripulante en su puesto e intentar deshacerse de todo el lastre posible, lo cual, lamentablemente, incluía la fruta de la bodega.

Makraff hizo una pausa breve. Nikola y David supusieron que el capitán se preparaba para rematar la historia. Pero Kovayashi, con la percepción aguzada por un hambre incipiente, notó una ligera contracción en sus pupilas; estaba seguro de que al mencionar la fruta, Makraff les había recordado a otros primates queridos.

—Escuchar en el estrato más alto de la selva el aullido primitivo de los chorongos y el canto agudo de los batarás nos indicó que el momento de actuar había llegado. Éramos cuatro para tirar del cabo, y lo hicimos tal y como un pack de forwards entero. Puedo asegurarle, doctor, que estuvimos a un tris de abandonar el plan y de darnos por vencidos. Esos condenados sostenes no se movían. Pero el último intento fue salvaje, descontrolado, casi inhumano. Los parantes cedieron, la presión del agua rajó el barro y, finalmente, el muro se abrió. Hubo estruendos encadenados: el del agua escapando a través del dique, el de la empalizada volando en direcciones aleatorias y el de la ola descomunal que bajaba a toda velocidad hacia el pantano. Créame, doctor, que corrimos como si nos persiguieran los mismísimos Dæmonia.

—¿Y los hombres-hormiga?

—Oh, sí, esos seres repugnantes… Sin demasiado orden, algo dormidos tal vez, unos grupitos aparecieron en el sotobosque. Nuestras zancadas eran tan largas y veloces que no les dimos tiempo a reaccionar. Los aplastamos con los pies. Esos tizones del infierno explotaban como cascarudos. A mis hombres más fuertes les ordené que cargaran tantos cuerpitos como pudieran. A juzgar por la cantidad de flechas que se nos clavaron en las espaldas, el número de arqueros no debió ser inferior a mil. Afortunadamente, el alud de barro y troncos arrasó con los que nos atacaban desde el suelo. Sólo siguieron tirando los arqueros en los árboles, pero esos eran menos peligrosos. Nadamos por la inmundicia gelatinosa del pantano y subimos a cubierta con el último aliento.

—¿Todos?

—No… Enriquez nunca llegó a bordo. En su carrera se enganchó el pescuezo con una liana. No pasó mucho tiempo colgando, fue desollado en vida por los hombres-hormiga con sus pequeñas dagas de fémur afilado. ¡Que el Señor lo conserve a su siniestra por toda la endemoniada eternidad! De alguna manera él los entretuvo. Fue un héroe y debemos agradecerle. Juntemos nuestras manos y oremos por Enriquez, amigos.

Entonces, hombres y monos se tomaron respetuosamente de las manos. Nikola y David, intuitivos por naturaleza, sabían que en el cerebro del doctor se había abierto un portal hacia su propia conciencia. Producto de sinapsis imperfectas debidas al exceso de carne en la dieta del Timor, los pensamientos de Kovayashi fluían tormentosos entre la niebla que cubría el porvenir y los groseros embustes del capitán Makraff. Pero si algo habían aprendido Nikola y David acerca del doctor era que no debían preocuparse. Sólo resignarse y rezar. Y eso harían.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (V): «Un plan descabellado»

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la #52 en la saga del Dr. Kovayashi.

—Según cómo se lo viera, el hecho de que ese primer día de sitio hubiera transcurrido sin que cayera una maldita gota de lluvia podía tomarse como desgracia o como fortuna —sentenció el capitán con ademanes gradilocuentes—. El pantano hervía bajo el sol como un espeso caldo de manguruyú. Había burbujas enormes, llenas de metano, que protruían con lentitud la superficie para luego explotar en silencio. El aire en mal estado y la ausencia de viento hacían de la atmósfera un ambiente insoportable. Además, cierto era que las reservas de agua se agotaban y que mis hombres se dejaban vencer por la sed y la desesperanza. Muchos caían dormidos a causa de la deshidratación y la altísima concentración de gases reducidos de nitrógeno y azufre. Podrá usted creerme o no, doctor, pero esa misma falta de agua en las células me iluminó el pensamiento. Los hombres-hormiga también debían depender de diferir agua de lluvia de una estación a otra. Estimando que su población, si bien de menor tamaño corporal que la de los seres humanos, debía ser muchos miles de veces mayor que mi tripulación, y dando por sentado que ese número de criaturas no puede sostenerse con el agua de condensación que cae de los árboles, mi conclusión fue lógica: o se hallaban en serios apuros o disponían de grandes reservas de agua potable.

—Agua en cantidad. Hmmm… Un gran caudal bien orientado resultaría suficiente para desencallar un barco… —dijo Kovayashi, quebrando así un letargo de más de media hora de introspección.

—¡Brillante, doctor! Hubiera apostado la vida de media tripulación a que estas pequeñas aberraciones del demonio poseían una gran reserva de agua; probablemente un embalse en alguna parte de la región.

—Entonces proseguiré con mis suposiciones, capitán. Usted esperó a que se escondiera la luna, tomó dos hombres de su confianza, los armó con pistolas y cuchillos y se aventuraron a los dominios de los hombres-hormiga.

—¡Por todos los Profetas del islam! De haberlo tenido en mi barco, doctor, lo habría puesto al mando de la misión. En efecto, eramos cinco en total los que nadamos en secreto por la sangre podrida. Aún cuando la misión saliera bien, en el mejor de los casos, varios de nosotros moriríamos de alguna enfermedad del pantano.

—Malaria, disenteria, leptospirosis… La selva es implacable.

—Así es. O nos desangrarían las sanguijuelas. Pero fuimos ágiles como anguilas entre los juncos. Llegamos a la costa en el más absoluto sigilo y nos adentramos en dos grupos. Fue fácil encontrar el camino hacia terrenos más elevados ya que la pendiente era notable, más de 5%. En menos de veinte minutos de andar habíamos alcanzado una especie de meseta en la que al tacto descubrimos una pared muy gruesa hecha con troncos de dos metros de altura y revocada con lodo, paja y vísceras de pescado.

—Tal como usted lo había imaginado: una represa.

—¡Y vaya represa! A pesar de la oscuridad, la superficie del embalse reflejaba el fulgor intermitente de las estrellas. La intensidad de esa luz era mínima, pero pude estimar que el área cubierta por agua era de cuatro hectáreas. Si los dos metros de profundidad eran homogéneos, liberaríamos aproximadamente 80.000.000 litros. Con todo, no estaba seguro de que ese volumen alcanzara para mover mi barco. El plan era descabellado pero no teníamos elección: debíamos destruir el muro para intentar escapar con vida de ese pantano infernal.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (IV)

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la #51 en la saga del Dr. Kovayashi.

Kovayashi no escuchó las últimas trescientas palabras del capitán. Sus pensamientos saltaban en vaivén desde el golpeteo del oleaje contra el Timor hasta la niebla amenazadora que cubría el horizonte. Sin darse cuenta había cerrado los puños al considerar la posibilidad cada vez más concreta de perecer en un naufragio absurdo; no estaba dispuesto a tirar por la borda tantas aventuras, esfuerzos y planes llevados a la práctica con brillantez. Sin embargo, Nikola y David, cuya naturaleza primate les garantizaba ligereza de espíritu, habían seguido de cerca el relato de Makraff.

—El sol despertó temprano. Pronto llegaría la hora de transpirar. Mientras tanto, una resolana amarilla crecía al reflejarse en las epidermis espejadas de los aceitunos, las chuchuhuasas y los marimarís. No necesité ver ni sus arcos ni sus flechas diminutas; sabía de sobra que estábamos en tierras de los hombres-hormiga. A media mañana todos escuchamos el silbido de los dardos pinchando el aire hasta el casco. La primera lluvia se clavó a babor. Algunos hombres, los menos espabilados, fueron sorprendidos y perforados (como el marinero Gastello, que perdió un ojo). Por suerte, las heridas nunca revestían peligro de muerte ya que las flechitas no estaban envenenadas ni, por su tamaño y fuerza, penetraban demasiado las carnes.

El doctor asintió distraídamente, como en respuesta a una pregunta nunca formulada. De todos modos, Makraff prosiguió con entusiasmo el relato al entender que contaba con su atención.

—Fuimos asediados durante horas. Por suerte, los torniquetes de la fortuna hicieron que esos salvajes hicieran intervalos entre los ataques, vaya uno a saber por qué, y eso nos permitía relajar tensiones. Las tandas de flechas continuaron cayendo durante la tarde y parte de la noche sin mayores novedades. ¡El barco parecía un erizo de mar, doctor! Durante esa jornada no disparamos ni un solo tiro; conservar las municiones era crucial para resistir. Mientras tanto, la tripulación esperaba que la marea alta nos sacara de allí. Recuerdo al atardecer haberle suplicado al Altísimo piedad para semejantes brutos, porque yo, gracias a las magníficas lecciones aprendidas de mi instructor, sabía que esos pantanos no copiaban la dinámica hidrológica de los grandes ríos. Antes que a diario, el nivel de ese agua fétida variaba según la estación, por lo que esperar una crecida era suicidarse en cuentagotas. ¡Estúpidos, jamás habrían salido solos de allí!

Las miradas de Nikola y David se cruzaron con asombro. Al escuchar al capitán iban descubriendo cuán diferentes podían ser los humanos entre sí.

—Lo más urgente era conseguir víveres. De acuerdo a mis cálculos, las provisiones alcanzaban para sobrevivir un día y medio más. Esa noche, cuando los hombres-hormiga descansaban, acepté que los marineros cazaran y comieran murciélagos, abundantes como insectos, pero enfermos como la atmósfera misma del pantano. También dispuse que se ubicaran barriles vacíos sobre cubierta a fin de capturar el agua de las tormentas que caían todos los días. Sabiamente racionada por mí, cada lluvia nos brindaría a cada uno tres vasos de agua por día. Por último, era indispensable controlar el pánico a bordo, erradicar las fantasías pesimistas y ese murmullo constante que no me dejaba pensar. Estaba dispuesto a despedazar hombres con mis propias manos porque, como usted podrá suponer, doctor, la autoridad de un capitán depende de esa clase de acciones.

Pero Kovayashi, que desconocía ese tipo de cuestiones, ensimismado en el recuerdo de sus días de profesor universitario apenas se hizo un segundo para volver a asentir. Deseaba con desesperación que la travesía terminara lo antes posible.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (III)

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 50ava en la saga del Dr. Kovayashi.

—Navegamos durante cinco días sin novedades. Sabrá usted, doctor, que en la selva eso es un pésimo augurio. La navegación era tranquila y suave como la piel del manatí. Durante el día, el sol nos laceraba el cuero; por las noches, la bruma que envolvía al barco nos curaba las heridas. Entrada la sexta noche, los dæmonia de la selva arrojaron al cielo un manto que ocultó la luna. El orgullo de novel marinero me cegó más que la oscuridad, y si bien percibí desconfianza y temor en algunos hombres, decidí continuar. Mis precauciones fueron pocas, lo reconozco: desacelerar, poner marineros a babor y estribor para evitar las salientes rocosas, y no ofrecer mi espalda a ninguna daga oportunista.

—La oscuridad, que tantos errores fuerza, impidió que me diera cuenta de que el río se había angostado, que había cambiado de color y que la gentil correntada se había convertido en remanso. Marineros hubo que creyeron reconocer en el aire húmedo el olor de la muerte. ¡Ignorantes cual guijarros! No obstante, juzgué conveniente callar antes que espantarlos con mi sabiduría. El metano, fétido, burbujeaba a nuestro paso por un pantano tan denso que el barco fue perdiendo velocidad hasta sumirse en la quietud más absoluta. No se precisaba inteligencia para percatarse de que habíamos encallado en un inmenso banco de lodo. Únicamente el Señor misericordioso sabía cuál era ese arroyo y a cuántas millas del río grande nos encontrábamos.

—Y usted era responsable de esos hombres —reflexionó Kovayashi mientras atusaba el lomo de Nikola.

—Las circunstancias me habían hecho Capitán de mi navío y protector de las bestias que lo tripulaban; mientras me quedara vida, sólo agacharía la cabeza ante Dios, si se dignaba a bajar —apostrofó Makraff—. Durante más de cuatro horas permanecimos sobre cubierta esperando el amanecer, tensos los músculos como cabos de amarre, agitadas las respiraciones por el temor a lo invisible y desconocido. Los jóvenes se refugiaban en la calma de los marineros más avezados, que en voz baja clasificaban cada uno de los ruidos que llegaban desde negra espesura. Debe saber que la buenaventura, doctor, me ha dotado con un oído de tísico. Desde el timón escuché cada uno de esos cuchicheos y descubrí falsedad en las palabras de aquellos viejos; sabían que no todos los aullidos eran monos y que las aves no silbaban en la noche. Pero a mí no podían engañarme. Esos ruidos sólo podían provenir de…

—¡Los hombres-hormiga!

—Ciertamente. Y que el Todopoderoso tenga en la gloria a aquellos que en su ignorancia aguardaron con ilusión el alba para emprender el regreso.

Continuará…

¿Dónde está Kovayashi?

Estándar

Casi un año y medio sin noticias del doctor. Por suerte, las condiciones están dadas para retomar nuevamente la historia. Entonces, nada mejor que recapitular los sucesos que, hasta el momento, lo están sacando con vida de la selva.

Luego de incendiar la choza que habitaba en el medio de la selva, el Dr. Kovayashi, acompañado por sus dos primates amigos Nikola y David, emprendió el viaje que, en el mejor de los escenarios, lo llevaría de regreso a su casa en los suburbios de Buenos Aires. Como era previsible, el camino, lejos de ser simple y seguro, condujo al trío a través de diversos problemas y aventuras.

El primer escollo que debieron sortear fue un campamento de traficantes de fauna. Kovayashi fue hecho prisionero y encerrado durante una noche en un calabozo pestilente. Al amanecer fue despertado por el Sr. X, líder del campamento, con un monólogo en el que le describía cómo había asesinado a su propio padre de un palazo. Luego de salvar su vida casi de milagro, el Dr. fue narcotizado y al despertar descubrió que el campamento había sido abandonado. En la cabaña principal halló el cuerpo sin vida del Sr. X, picado en sus fauces por un escorpión amarillo. Ese atardecer, Kovayashi encontró un sobre con dinero y una carta de puño y letra del Sr. X en la que le confirmaba la existencia de un embarcadero. Ni lento ni perezoso, el Dr. decidió partir cuando antes hacia allí, aunque sin demasiada certeza del rumbo que debía tomar. Como siempre, confiaba en su intuición. Antes de partir le encargó a sus monos encender una hoguera para quemar el dinero, el campamento, las jaulas, las aves muertas y el cadáver del Sr. X.

Después de una azarosa travesía nocturna por la selva, al salir el sol los sorprendió el olor del río, y al ver el embarcadero los viajeros se sintieron aliviados y con renovadas esperanzas. Los acantilados que se cortaban sobre el río eran altísimos, pero lograron llegar al muelle, donde se quedaron a esperar a algún barco que pasara hacia el sur. Tres días y tres noches duró la espera hasta que finalmente pasó por allí el Timor, el catamarán comandado por un hombre tan afable como sospechoso: el capitán Sygmund Makraff.

Con la tranquilidad de saberse llevado hacia el sur, aunque siempre alerta y vigilante de Makraff, Kovayashi se entregó a las cavilaciones acerca del futuro que le esperaba en Buenos Aires. Las estimaciones más optimistas indicaban un mes sobre las aguas. Con este tiempo por delante, el doctor se entregó a la lectura de los manuscritos de Feather & Teller, que incluían la historia de El Gringo y la Lucecita. Arriba del Timor, el doctor debió resignarse a escuchar las retorcidas historias del Capitán Makraff. Así fue cómo se enteró de la existencia del holandés que tráficaba nativos prostituídos a través de puertos de ultramar y de la existencia de los hombres-hormiga.

Y hasta ahí llega la historia. Estén preparados, ¡en breve más capítulos!

Makraff y los hombres-hormiga (II)

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 49ava en la saga del Dr. Kovayashi.

– «Su curiosidad me honra y por eso le contaré la historia completa desde el mismísimo principio.»

En la semioscuridad, Kovayashi se dispuso a escuchar lo que fuera que Makraff deseara vomitar. No tenía sueño ni estaba de ánimo para oponerse. Entrecerró los ojos y subió el mentón, ladeando ligeramente la cabeza como los ciegos cuando prestan atención. Dos gotas de sudor le rodaron cuello abajo. Sólo por las dudas acarició la estrella infame que descansaba en un bolsillo.

– «Sepa, doctor, que he vivido desde siempre en esta selva. Nací y pasé los años dulces de la juventud en los llanos del oeste, cerca de la triple frontera con Venezuela y Colombia. Mis padres poseían allí tanta tierra como la vista podía abarcar desde los árboles más altos. Sí, eran terratenientes. Cultivaban todo tipo de frutas, desde la dulce excentricidad de la guayaba cattley hasta el plátano para la fritura más burda. Miles y miles de toneladas al año, cientos y cientos de empleados, obreros, o como quiera llamarlos. Todo lo producido se vendía en los puertos del este, sobre el mar. Para ello teníamos dos barcos con sus respectivas tripulaciones. Iban y venían de oeste a este por todos y cada uno de los ríos del Amazonas. El comercio florecía anualmente, y la fortuna familiar crecía casi sin control.»

Con la mirada hundida en la bruma distante, Makraff hizo una larga pausa antes de continuar su relato.

– «Vivíamos en una hacienda. La casa principal era un verdadero palacio señorial, una mansión tan grande que que podía ser habitada simultáneamente por 4 o 5 familias completas sin que nadie se cruzara con otro ser humano en días. Resultaba más fácil perderse en sus pasillos y habitaciones que entre los millones de árboles frutales de los campos. En cuanto a mí, mis padres habían contratado de manera permanente a un instructor cuya cultura y conocimientos excedían por mucho a la más voluminosa de las enciclopedias. Lo recuerdo alto y enjuto, con sus camisas blancas de ramio y sus inevitables gafas con marco de ébano. Con él aprendí en profundidad tan pronto las ciencias exactas como las naturales. Las letras y las artes descubrieron sus secretos para mí, al igual que la Historia, la Geografía y la Política. Nada del mundo que había más allá de la selva me era ajeno.”

– «Una situación envidiable…»

– «No lo crea, Kovayashi. Uno siempre anhela lo que no tiene, y yo deseaba con desesperación navegar con esos barcos. Ir hasta Europa o África, inclusive. Durante varios años, y a escondidas de mi familia, visitaba a los marineros. De ellos aprendí el oficio y de mi instructor los fundamentos de trigonometría y astronomía. Todo marchaba a la perfección hasta el día que llegó, cual maldición, una peste. Fue un soplido voraz, una fiebre devastadora que se llevó la vida de toda la hacienda. Primero cayeron los obreros. Apenas si hacíamos a tiempo de cavar las fosas y echarles una palada de cal para que no hedieran. Después les tocó a los marineros y, por último, a mi familia. Usted encontraría lógico que maldijera semejante calamidad.»

– «Desde ya.»

– «El alma del Hombre suele volverse impredecible ante las adversidades. Yo me alegré, doctor, y agradecí al Universo la oportunidad que me daba. El último de los barcos permanecía en la amarra con sus bodegas repletas de fruta, y mi salud aún era plena. Por eso me resultó sencillo persuadir a mi pobre padre en su lecho. Sin perder ni un minuto recluté media docena de hombres sanos y zarpamos con éxito hacia el este.»

– «Rumbo a los dominios de los hombres-hormiga.»

– «No. Puse rumbo a una nueva vida.»

Continuará…


Versión imprimible -> Makraff y los hombres-hormiga (II)

Makraff y los hombres-hormiga (I)

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 48ava en la saga del Dr. Kovayashi.

La suerte está de su lado | Makraff y los hombres-hormiga (II) >

Sobre ese punto lejano del sur en el que el cielo cortaba el negro hilo del río, Kovayashi divisó la bruma. No parecía ni tormenta ni humo ni polvareda, era de noche y se hacía difícil distinguir. Pero fuera lo que fuese, tenía el mismo aspecto difuminado, casi mágico, de los sueños que no queremos soñar. Estimó que su altura doblaba la de los árboles más altos y que superaba el kilómetro y medio de anchura. El Timor navegaba hacia esa nube descomunal, por lo que tarde o temprano tendrían que tomar una decisión al respecto. Sin embargo, decidió postergar sus dudas y no molestar a Makraff con un nuevo interrogante, sobre todo después de la charla que acababan de tener. Ya encontraría una oportunidad favorable. Mientras tanto, el relato del capitán había comenzado y no quería perderse ni un detalle.

– «… Se dice que los hombres-hormiga son viejos como el tiempo, que eran altos y de tez blanca. Que de tanto entrecruzarse, su tamaño se redujo apenas a un tercio y que su piel se oscureció al tono de estas mismas aguas.»

– «Depresión por consanguinidad», acotó el doctor, que recordaba el concepto desde sus días de estudiante mas nunca había podido aplicarlo.

– «Llámelo como quiera, doctor, pero por el amor de Dios ¡no me vuelva a interrumpir!», respondió el capitán notablemente ofuscado. «Con el paso de los siglos, los bastardos se han convertido en seres muy peculiares. Los he visto. La mayoría tiene sólo tres dedos altamente especializados para el uso del arco y la flecha, incluso las mujeres. Son como castores, doctor, ocupan tierras bajas y eso los obliga a construir tajamares larguísimos para frenar las crecidas. De otra manera, desaparecerían bajo las aguas. Son salvajes y crueles. No comen carne de ningún tipo, solamente los vegetales que pueden recolectar en la selva, frutas, hojas, brotes. Pero que Dios libre y guarde al humano que caiga en sus garras, le harán vivir el infierno sobre la tierra. En los puertos he escuchado cientos de historias acerca de cómo esos demonios arrancan la piel de a jirones o cómo desangran cuerpos hasta desecarlos. Algunos marineros me han contado que según la estación, a los extraños los mutilan y les hacer crecer sobre la carne fresca unos hongos tóxicos que van convirtiendo lentamente sus cuerpos en masas putrefactas llenas de esporas. Puede preguntar por ahí si descree de mí… Le dirán que nadie que haya entrado en esos dominios pudo jamás regresar con vida. Es decir, nadie excepto este humilde servidor».

– «Sabrá perdonarme, Makraff, pero lo que más me maravilla no es que usted haya salido ileso sino el hecho de que los hombres-hormiga hayan evolucionado al punto de tener sólo tres dedos y manejar como pocos el arco y la flecha. Puesto que, según usted afirma, son herbívoros, es obvio que su supervivencia no depende de la caza».

– «No lo crea, Kovayashi. Uno siempre anhela lo que no tiene, y yo deseaba con desesperación navegar con esos barcos. Ir hasta Europa o África, inclusive. Durante mucho tiempo y a escondidas de mi familia visitaba a los marineros. De ellos aprendí el oficio y de mi instructor los fundamentos de trigonometría y astronomía. Todo marchaba a la perfección hasta el día que llegó, cual maldición, una peste. Fue un soplido voraz, una fiebre devastadora que se llevó la vida de toda la hacienda. Primero cayeron los obreros. Apenas si hacíamos a tiempo de cavar las fosas y echarles una palada de cal. Después les tocó a los marineros y, por último, a mi familia. Usted encontraría lógico que maldijera a aquel día.»

– «¡Absolutamente fascinante! Ahora quiero escuchar toda su historia, Capitán, incluyendo la parte en la que los hombres-hormiga le hicieron esas marcas en el pecho. Pero sobre todo, quiero escucharlo antes de que nos cubra aquella tremenda nube que tenemos al frente, ¿no le parece?»

– «No se preocupe por la bruma, doctor. Póngase cómodo, será una historia tan larga como la noche”.

Continuará…


Versión imprimible -> Makraff y los hombres-hormiga (I)

La suerte está de su lado

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 47ava en la saga del Dr. Kovayashi.

La luna llena invitaba a la introspección. Opalina, su luz se reflejaba en cada herraje de ese barco que navegaba en penumbras. Al mismo tiempo, desde vientre del Timor llegaba a cubierta el rumor de los motores. Las puertas y escotillas lo apagaban en parte, pero era su carácter constante lo que lo volvía enloquecedor. Frente a semejantes vicisitudes, el doctor se convenció de que enaltecer el espíritu en ese momento carecía por completo de sentido, y se puso a razonar acerca de los pedazos de carne que Makraff le había servido al mediodía. Era imposible que provinieran de algún pescado de río; desde que él estaba a bordo, nadie había tirado las redes, nunca. Muy por el contrario, esos músculos asados eran tan resistentes al tenedor que no podía tratarse de otra carne más que la de un mamífero; una carne rara, rarísima, roja. Además, los trozos eran inmensos. Parecían tronchados de los muslos del animal ya que en su centro tenían un único hueso, seguramente un fémur. Estaba astillado. Kovayashi había comido con fruición hasta no dejar nada en la fuente. Su estómago admirable y una siesta de ocho horas lo protegieron de cualquier trastorno digestivo.

Los dos hombres permanecían sentados frente a frente en posición zen, cual era ya su costumbre. El calor húmedo e inaudito había obligado a Makraff a quitarse la camisa. Sudaba como un beduino extraviado. De repente, la atención del doctor se concentró en una decena de cicatrices circulares que en un giro del río negro brillaron a la luna sobre el pecho de Makraff. «Son viejos queloides. Cicatrices, tal vez», pensó el doctor.

– «¿Picaduras?», preguntó en voz alta Kovayashi mientras apuntaba al pecho del capitán con su índice y lo miraba fijamente con las cejas enarcadas, como incitándolo a hablar. La respuesta de Makraff no se hizo esperar.

– «Hay en estas tierras hombres intrépidos que sabiamente callan ante mi presencia. Los respeto. También existen simpáticos mequetrefes que saben moverse entre la curiosidad y la irreverencia. Ellos me divierten. Sin embargo usted, doctor… usted me desorienta. Pregunta como si desconociera quién soy, como si quisiera mostrarse fuerte en su aparente sutileza y buenos modales. En otra situación lo habría hecho desollar por Patinho, mi servil carnicero. Pero descuide, como invitados de honor del Timor, ni usted ni sus pulguientos amiguetes tienen nada que temer. La suerte está de su lado. Sepa que tampoco le preguntaré por qué ni cómo ha llegado a esta selva y a este barco, no me interesa. Cuando haya terminado de escuchar mis historias, recién entonces llegaremos a destino y será libre de olvidarme, o no. En fin… Por el momento he perdido el hilo de tan amena conversación. ¿Qué me decía usted?»

El doctor había escuchado con atención a Makraff. Tenía la certeza de que el capitán actuaba bajo una especie de miedo atávico a estar equivocado, a mostrar que no era aquel personaje que a sí mismo se describía de una forma tan extrema y despiadada. Eso no estaba mal, era clave para permanecer, para subsistir. Por el contrario, Kovayashi era amigo de las equivocaciones, como cabe esperar del espíritu de todo buen científico. Al reconocer a la equivocación como una arista en común entre ambas vidas, el doctor comenzó a respirar más seguro y aliviado.

– «Me preguntaba, capitán, si esas marcas en su pecho eran picaduras».

– «No, no, en absoluto. Son heridas de mi primera y última incursión a los dominios de los hombres-hormiga».

Continuará…

Versión imprimible -> La suerte está de su lado

Escuchálo online en Soundcloud

La historia del Timor (II)

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 45ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Kovayashi dejó pasar el último comentario. No deseaba interrumpir el hilo del relato y daba por sentado que Makraff evitaría nuevamente las respuestas concretas. Una nube de insectos voladores sobrevoló de lado a lado el Timor. El capitán prosiguió.

– «Van Rees nos cuidaba tanto como se debe cuidar a los buenos empleados; en el fondo, no éramos más que eso. Cada uno de nosotros cumplía con creces su tarea y era recompensado en consecuencia. Al tocar tierra nos agasajaba con sabrosas comidas -pescados, aves y carnes rojas- sazonadas con especias exóticas y vino del mejor. Y a los postres, el momento de la paga. Solía darnos monedas de oro, en ocasiones hasta mejorando lo pactado. Así lograba que siguiéramos consiguiéndole mercancía de muy buena calidad, que mejoraba aun más gracias a nuestras, llamémosle… habilidades. Un mes, como mínimo, pasaba entre la captura y la venta. El Palmera nunca andaba con cosas raras, él siempre por adelante. Pero Patinho… ¡Dios mío! Él las trabajaba por atrás, pacientemente. Era todo un especialista.»

– «¿Y usted, Makraff?»

– «Doctor, doctor… la picardía le impide razonar. Ya le contaré más detalles sobre mí, no sea impaciente. Por el momento, sepa que poseo una formación casi imposible de igualar en estas tierras. Y por esa razón, ora en sesiones con El Palmera, ora con Patinho, yo me sentaba en esa bodega infernal únicamente para contarles historias mientras ellos rustificaban a las indiecitas una y otra vez. Algunas veces yo les hacía imaginar ciudades lejanas con puertos incansables y palacios llenos de lujo y placeres. Otras veces, pueblos de casitas blancas cerca del mar, sobre costas apacibles y soleadas. Estoy seguro de que nunca entendieron nada. Mis palabras resbalaban sobre sus cueros sobados con semen y sudor. Pero creo que les agradaba mi voz; cuando dejaban de gritar les calmaba los ardores del sexo.»

Sygmund Makraff detuvo el relato para concentrarse en los ojos azules del doctor, en cuyo fondo creyó leer una pregunta.

– «Sospecho que ud. sigue intrigado por el destino de Van Rees…», dijo el capitán. «El bastardo permanecía en su camarote y sólo de tanto en tanto bajaba a la bodega a revisar el estado de la mercadería. Su ojo era infalible. Cuando ordenaba poner proa hacia el mar sabíamos que las muchachas estaban listas y que en breve cobraríamos. El holandés bajaba con ellas a tierra y les compraba vestidos coloridos y las hacía maquillar y las adornaba con anillos y ajorcas vistosas. Nos las sacaban de las manos, doctor. En ocasiones debíamos defenderlas a punta de pistola.»

– «Por casualidad ¿el holandés está en el Timor?»

– «Como suele suceder en la vida, doctor, con el correr del tiempo la marcha del negocio comenzó a complicarse. ‘El mercado está cambiando’, nos decía el holandés luego de regresar al Timor, usualmente borracho y desaliñado. ‘Ahora las prefieren chinas o tailandesas, lo mismo les da. Las he visto en tierra, son pequeñas, feas y amarillas. Parecen muchachos. Las traen de a montones en grandes barcos. Mi mercadería ya no vale ni la décima parte de lo que solía.’ El muy bastardo comenzó a pagarnos cada vez menos, pero continuamos confiando en sus promesas hasta el mismo momento en que dejó de pagarnos. Un buen día lo hice seguir por un marinero. Van Rees bajaba a puerto e iba derecho al banco… ¡El maldito debía tener una fortuna! Sin salir de mi asombro repetí el procedimiento en varios puertos como para estar seguro. Efectivamente, el holandés se estaba guardando nuestro dinero. Esa fue su sentencia de muerte.»

Continuará…

Versión imprimible -> La historia del Timor (II)

Escuchálo online en Soundcloud

Viento en popa (II)

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 43ava en la saga del Dr. Kovayashi.

En muy pocas millas el paisaje había cambiado, y ese indicio inequívoco de avance aligeró el espíritu del trío. La margen derecha había pasado de selva cerrada a una sucesión de arbustales bajos, palmeras y playas doradas. Del otro lado, los gigantes de basalto ya no eran tan altos; por encima de sus hombros había aparecido una deslumbrante franja de cielo horizontal. Kovayashi llevaba su mano a modo de visera pues admiraba a dos bandadas que desde el cielo acompañaban la marcha del Timor. «Han de ser guacamayos, tal vez hoacines», aventuró el doctor en función de la manera en que aleteaban. Llevaba largos minutos mirando hacia arriba. Esos plumajes tan coloridos lo entretenían mucho más que la vista del río negro, cuyas aguas sólo mostraban un exceso de materia orgánica descompuesta y hedionda. Tan abstraído se hallaba con las aves que no se percató de la presencia del capitán, quien sigilosamente se le había puesto a pocos centímetros por detrás.

– «¡Cuánta belleza la de esos arasaríes!», reflexionó Makraff con la mirada clavada en el firmamento. En silencio, Kovayashi no tuvo más remedio que reconocer que no era más que un neófito en cuanto a aves tropicales.

– «Ciertamente”, respondió sin volverse, sin demostrar cuánto se había asustado con su vozarrón rasposo. «Me recuerdan, aunque no sé por qué, a aquel albatros que el marinero matara con su ballesta.»

La respuesta de Makraff, con voz afectada, no se hizo esperar:

God save thee, ancient mariner,
from the fiends tha plague thee thus
Why look’st thou so? ‘With my crossbow
I shot the Albatross’

Kovayashi, cariacontecido, dio un giro sobre sus talones para quedar frente a frente con la abundante barriga de Makraff.

– «Oh, Dios, qué desafortunada decisión», reflexionó el capitán.

– «Yo tomaría con pinzas eso de ‘desafortunada decisión'», se aventuró a comentar el doctor. «Después de todo, Coleridge escribía ficciones, fantasías, pero esos avechuchos son tan reales como usted y como yo. Los depredadores las cazan y las comen, y no por eso caen en eterna desgracia.»

Puestos a manejar asuntos corrientes más allá de escritorios y experimentos, algunos hombres de Ciencia a menudo atraviesan estados de obnubilación semejantes a anoxias cerebrales pasajeras. El doctor era tan consciente de esa deformación profesional que se sintió orgulloso de la gansada que había dicho.

– «Tal vez sí, tal vez no, ¿quién puede saberlo? Le ruego no se enfade conmigo, doctor, pero me pregunto qué sería de la poesía si los poetas pensaran como usted. Además, ¿qué hay de las creencias populares, los mitos, la leyendas? Fíjese, si no, que los indígenas de por aquí reverencian a las arasaríes. Las consideran un buen agüero. Este viaje ya ha sido bendecido por esas dos bandadas.»

– «¿Indígenas? ¿Ha dicho indígenas?»

– «Mi Dios, en minutos almorzaremos y yo aún aquí arriba. Discúlpeme…»

El capitán regresó a las entrañas del Timor con el mismo sigilo con el que emergiera minutos antes. No sólo había evadido la respuesta, también había sorprendido al doctor con sus conocimientos de literatura inglesa y había hablado de indígenas. No obstante, la palabra que más inquietara a Kovayashi fue ‘almorzaremos’, puesto que en ese momento descubrió cuán hambriento estaba.

Continuará…

Versión imprimible -> Viento en popa (II)

Escuchálo online en Soundcloud

Viento en popa (I)

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 42ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Una vez concluidos los preparativos, con una celeridad que a juicio del doctor era tan justificable como imperativa, el Timor zarpó rumbo al sur bajo el sol del mediodía. El calor perdía la mesura en la piel del doctor; seguramente más de cuarenta grados, y en aumento. No se requería poseer un doctorado en Física para saber que la carga de radiación solar que alcanzaba la cubierta era tan letal como hundirse en alguno de los remolinos negros que de a ratos se dejaban ver sobre estribor. Kovayashi se bajó las mangas de la camisa para proteger sus antebrazos. Tantos meses de sotobosque umbrío le habían debilitado la piel, ahora blanquecina y ajada.

La corriente fluía hacia el norte en caudaloso descontrol. A los ojos de cualquier viajero desprevenido, esa marcha en la que el mascarón de proa cortaba innumerables olas por minuto habría parecido veloz. Sin embargo, los viajeros desprevenidos escaseaban por esas latitudes. Muy por el contrario, Kovayashi, quien por su espíritu científico se mantenía alerta y asombrado, conocía a la perfección los fundamentos del sistema de posicionamiento global, y pese a que no llevaba consigo ninguno de esos pequeños dispositivos pudo determinar que, en efecto, el avance era lento, excesivamente lento. De haber sabido la distancia que aún tenían por recorrer, cosa que Makraff -astuto diablo de mar- se cuidó muy bien de no revelar, habría podido estimar que tendrían por delante más de un mes sobre las aguas. Y habría desesperado.

El hecho de estar yendo hacia el sur, ese sur tan anhelado, trajo aparejado en el doctor y sus dos micos una especie de tranquilidad inesperada y, como suele sucederle a las personas en situación de haber cumplido un objetivo, incluso uno parcial, la mente del doctor se llenó de pensamientos postergados. Así fue como recordó el sobre de papel madera con los escritos de Feather y Teller. Aunque no todo era de buena calidad literaria, en su momento había leído con fruición las historias de El Gringo y La Lucecita, y aún le quedaban al menos dos capítulos para terminarla. Si el viaje en barco se lo permitía, una vez terminada la saga arrojaría el sobre entero a las turbias aguas del río negro.

Más allá de otros temas menores surgidos al azar, la gran preocupación del doctor era cómo recuperar su vida normal en Buenos Aires. En ese sentido, el retorno a la Facultad y a sus estudiantes era, sin lugar a dudas, la preocupación principal. Hacía un año que había desaparecido sin dejar rastros. Cualquier persona en su sano juicio descartaría la idea de poder reaparecer un buen día y retomar sus tareas donde las había dejado. Kovayashi era en extremo consciente de que él conservaba esa chance: unas cuántas llamadas y zanjaría el asunto. La gratuidad de la educación universitaria no eximía a las Facultades de la UBA de realizar constantemente cierto marketing para captar más alumnos y recursos. Hacía cuatro años que el doctor dirigía el máximo de estudiantes permitido por los reglamentos, y no menos del triple de ese número se quedaban año a año con las ganas. Sí, el prestigio que daba su nombre era un reaseguro, y en los últimos tiempos el doctor había aprendido muy bien cómo moverse sin escrúpulos por la oscura zona que existe más allá de reglamentos y leyes.

Continuará…

Versión imprimible -> Viento en popa (I)

Escuchálo online en Soundcloud

Esperar, esperar, esperar

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 41ava en la saga del Dr. Kovayashi.

El embarcadero no era más que un muelle antiguo hecho con troncos hermanados por lianas. No obstante, su estructura era sólida y, a primera vista parecía que se podía alcanzar la punta sin inconvenientes. La soledad le brindaba a ese paisaje un toque sobrenatural, acrecentado por la luz cenital del mediodía. Sin embargo, para desilusión del grupo, estaba desierto. ¿Cuánto tiempo habría de transcurrir hasta que algún barco pasase por allí? Y si así ocurriera, ¿se avendría el capitán a levantar a un desconocido con 2 monos y mochila? La única respuesta que pudo encontrar el doctor fue esperar.

Por tres días y tres noches vivieron sobre las maderas del viejo muelle, bebieron agua del río y se alimentaron con un dulce de guayabo desecado (de lo poco rescatable que habían dejado los mercenarios de X) que rehidrataban cuidadosamente en la orilla. En la tarde del segundo día, el doctor cayó en la cuenta de que ningún helicóptero había descendido en las inmediaciones, y esa revelación lo llevó a pensar en aquel favor absurdo que le pidiera el difunto Sr. X. ¿Sería posible que existiera gente que supiera que el cadáver de X había sido incinerado? Eso implicaría que, en cierta manera, estaban siendo observados. Lejos de sorprenderse, el doctor encontró en esos pensamientos un refuerzo para su esperanza de ser rescatado.

El sacudón del embarcadero y los gritos fueron una sola cosa. Durante la madrugada del tercer día, voces como truenos retumbaron entre los muros verticales de basalto. Despertado por el alboroto repentino, Kovayashi abrió los ojos tanto como le fue posible. Quizás debería haberse sobresaltado con la extraña silueta del catamarán polinesio que había echado amarras en el embarcadero. No obstante, dando pleno crédito a sus ojos, se incorporó de un salto, tomó sus bártulos, a David, a Nikola y se dirigió con pasos rápidos y decididos hacia el navío.

Al pie de la escalerilla, un hombre de talla imponente y mediana edad parecía estar aguardándolo. Su pelo, mechones ensortijados, se continuaba en una barba entrecana, tan gruesa y larga que parecía recortada de algún retrato de Johannes Brahms. A un breve metro del gigantón, Kovayashi detuvo en seco su carrera. Por segundos, ambos hombres exhibieron en sus miradas una cautelosa desconfianza. Luego, el silencio se quebró como un tallo seco.

– «Soy el Doctor Kovayashi. Mis amigos y yo necesitamos un aventón.»

– «¿Adónde se dirigen?»

– «Al sur, lo más lejos posible.»

El hombre, indudablemente el capitán del catamarán, hizo una mueca detrás de la barba.

«Suban, suban pronto, nos espera un largo viaje.»

Kovayashi trepó la escalerilla. Una vez en cubierta acomodó su equipaje junto a un arcón mientras el capitán terminaba de ascender y se plantaba cuan inmenso era frente al doctor, casi empujándolo con su abdomen prominente.

– «Bienvenidos al Timor. Mi nombre es Makraff. Sygmund Makraff.»


Versión imprimible -> Esperar, esperar, esperar

Embarcadero a la vista

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 40ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Con el sol a sus espaldas, bajo un cielo interminable y despejado, Kovayashi avanzó entre las últimas palmeras antes de que la vegetación se transformara en un colchón verde sobre los ricos sedimentos que tapizaban la rocamadre de basalto. Al igual que α y β, los gorilas que los acompañaran hasta el confín de la selva, cualquier pensamiento oscuro asociado a la muerte había quedado atrás. Ahora, la naturaleza rodeaba al grupo con belleza y febril actividad. David y Nikola perseguían sendas nubes de mariposas que con destellos azules volvían una y otra vez a los varios manchones de flores que por doquier saltaban a la vista. Los escarabajos amasaban estiércol en el pasto, y también se podían ver pequeñas ranas de patas rojas y aves que parecían cortar el aire con sus vuelos en picada. En una especie de pileta que el agua había tallado en la roca, el doctor se detuvo unos instantes a calmar la sed y a lavar el barro que lo cubría. Su rostro en el agua dejaba ver una barba no menos despareja que entrecana, además de una piel que por textura y color parecía un cuero desgastado por el tiempo. Sin embargo, se alegró al reconocer que su postura y predisposición habían vuelto a ser las de antaño, y se sentía tan lleno de vida que por un rato se divirtió con la idea -exagerada, por cierto- de regresar a Buenos Aires caminando.

No habrían marchado más de tres cuartos de hora por ese paraíso cuando llegaron al borde de un acantilado muy alto. Aquellos arroyitos que bajaran de la selva con ellos se precipitaban al vacío desmembrándose otra vez en millones de gotas, en arcoiris, en vapor. Y abajo, bien abajo, como una línea dibujada en lápiz negro sobre el negrísimo negro del basalto, el interminable río y el embarcadero. La emoción se hizo carne en los tres amigos, que no cesaban de mirar, incrédulos, hipnotizados, el tajo de norte a sur proponía el río al paisaje. Sólo restaba descender hasta el embarcadero, que estaba ubicado varios cientos de metros justo por debajo de ellos.

Contrariamente a lo que creía el doctor, no fue por fortuna que descubrieran una escalera tallada en la roca aproximadamente un kilómetro al norte. Esa era la vía natural para descender al embarcadero. En el primer descanso, Kovayashi encontró varios pertrechos del ejército del Sr. X, seguramente abandonados en la huida. Nada de lo que allí había le resultó de utilidad o valor como para ser cargado, pero el hallazgo en sí le permitió comprender cómo habían llegado hasta ese punto y aventurar hipótesis sobre aquellos mercenarios. Media hora más tarde arribaron a la margen izquierda de ese río desconocido, bastante más ancho y caudaloso de lo que habían estimado a vuelo de pájaro. La costa era breve y accidentada, por lo que para recuperar mil metros hacia el sur debieron saltar rocas, esquivar troncos y vadear remansos pestilentes. Finalmente, enclavado entre dos muros que parecían cortados a cincel, el humilde embarcadero apareció ante sus ojos.


Versión imprimible -> Embarcadero a la vista

En camino al amanecer

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 39ava en la saga del Dr. Kovayashi.

La noche envolvía a los vivos y a los muertos con su deslucida oscuridad de wolframio. No había horario para el calor, que aun en plena noche tornaba agobiante la marcha por la selva. Desde el suelo hasta el tope del dosel todo rezumaba agua, no porque hubiera llovido sino porque el aire estaba saturado de humedad. Así avanzaban el doctor y su séquito de micos, calados hasta los huesos. Las gotas caían verticalmente con tanta fuerza que semejaban huevos de ónix. Mas no era por eso que caminaban con las cabezas gachas, no; lo hacían porque así evitaban ir al azar. El barrial se advertía apenas tenuemente bajo sus pies. Por su parte, Nikola y David preferían guiarse por el oído y corrían alrededor del doctor, ora por delante, lanzando aullidos muy agudos, ora por detrás, agitando lianas y provocando que millones de gotas cayeran desde las copas. Sin saberlo, seguían una antigua picada utilizada por el Sr. X y su ejército. Varias horas más tarde, con el ansiado embarcadero a la vista, habrían de creer que la providencia los había guiado.

Tres horas antes del amanecer, el grupo se detuvo a descansar sobre un tronco atravesado en el camino. Ninguno reconoció cuán exhausto se hallaba, aunque tal era el estado de sus fuerzas. Era una de esas situaciones en las que el cerebro necesita destinar una mayor atención al cuerpo para no caer, dejando lugar, en su desatención, a que surjan pensamientos naturalmente ocultos. En las horas anteriores, el doctor había sufrido cambios radicales en su estado de ánimo, como la alegría de saberse vivo, la ira contra David o una profunda e inexplicable tristeza luego de quemar al Sr. X. Ahora, circundado por ruidos de animales invisibles, empapado e indefenso como un anciano ciego, Kovayashi pensó concretamente en la posibilidad de caer muerto allí mismo, de no llegar a ver el sol de ese día, de no volver jamás a su hogar. Y en medio de ese torbellino de miedos, sintió un frío repentino. No obstante, estaba decidido a no darse por vencido antes de intentarlo todo. Sabía por experiencia que pronto amanecería y que entonces el calor, los mosquitos y las alimañas serían tres grandes escollos a sortear. Por eso, después de ese tiempo de quietud decidió reiniciar la marcha.

Paso a paso, metro a metro, el terreno iba ganando en inclinación. La pendiente se hacía cada vez más pronunciada en el mismo sentido de la marcha, y entonces el agua, en lugar de estancarse en charcos barrosos, corría cada vez más rápidamente en forma de pequeños arroyos que cortaban el suelo rumbo a la vaguada. A medida que bajaban, los cambios en la vegetación, aún invisibles para ellos, los obligaban a cambiar el ritmo de la marcha. Así fueron dejando atrás la selva para atravesar densos cañaverales y palmares. De repente, una brisa fresca con olor a río y a cacao los sorprendió de frente. Instintivamente cerraron los ojos y levantaron las cabezas hacia el cielo. Al abrirlos reconocieron la incipiente claridad del nuevo día, y bajo semejante belleza sintieron que la vida circulaba de nuevo por sus venas.


Versión imprimible -> En camino al amanecer

La hoguera devoradora

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 38ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Tanto demoró la pareja de micos en arrastrar el cadáver hasta la hoguera que el doctor comenzó a perder la paciencia. Por su mente se arremolinaban imágenes. Una inundación cubría un caserío. En la hondonada, serena, el agua reflejaba el sol y las nubes. El paso del tiempo y la evaporación hicieron que el pueblo reapareciera. A pesar de que los viejos habitantes se alegraron, ninguno pensó en regresar. Todo allí estaba perdido para siempre. Así creía Kovayashi que era su paciencia, una delgada lámina de agua que por la proximidad de las llamas se transformaba en vapor y dejaba al descubierto un humor agrio con el que era mejor no enfrentarse.

«En ciertas ocasiones, la vida (o la muerte) se emperra en complicarnos los pasos con situaciones difíciles de comprender», pensaba también Kovayashi mientras se agachaba para levantar al Sr. X por la melena. «Este pobre infeliz pudo haberme aniquilado una y mil veces con sólo dar una orden. Encerrado como estuve en esa celda debí esperar su designio. Sin embargo, aquí estamos ambos ante el fuego; yo, vivo, y él frío como el mármol. Decidir el destino de su osamenta atormentada, vaya tarea. Pero el favor que me pide… ¿Será que realmente existe un vínculo entre nuestras almas? Porque de ser así, no lo reconozco. Nada creo, nada siento, nada veo. Esta selva ha convertido mi sensibilidad en un cuero ajado, en una corteza putrefacta.» Poco a poco, aquel sentimiento de impaciencia se había ido modificando, y para el momento en que gritó su decisión, el doctor sentía una gran irritación consigo mismo.

«¡Al fuego con él!» El alarido sorprendió a Nikola y a David, que tomaron al Sr. X por los pies y al tercer balanceo lo soltaron. A causa de la rigidez, el muerto se quemó como una madera dura. Tardó en encenderse, pero luego sus llamas enfurecieron la hoguera y el humo de sus músculos carbonizados ahuyentó a los mosquitos. Los tres miraron cómo se deshacía. Primero sus ropas y el pelo, luego sus facciones, después los miembros y, por último, el tronco. Sentado sobre una de las jaulas, Kovayashi llamó a David y le entregó el sobre con el dinero malhabido. «Tirálo dentro», le ordenó. Mas David, trémulo y cariacontecido, demoró un instante como si viera en esos euros algo de verdadera importancia para un primate.

«¡¡Tirálo ya, mono de mierda!!» Y David arrojó el sobre a la hoguera.

Después de quemar todas las aves y las jaulas, el doctor, Nikola y un desconsolado David partieron en medio de la noche rumbo al embarcadero que mencionara el Sr. X en la nota. Kovayashi debía estar pensando en lo bueno de haber retomado la marcha, aun cuando esa noche sin estrellas fuera la más oscura de su vida, o en los posibles caminos a seguir, o en que el humo del Sr. X tal vez estuviera viajando hacia la tumba de sus familiares para depositarse sobre ella. Pero el doctor no pensaba en nada de eso. Simplemente caminaba en silencio. Aquella irritación había mutado en tristeza. Una tristeza tan inmensa como difícil de comprender.


Por la amistad que nos une

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 37ava en la saga del Dr. Kovayashi.

En determinadas ocasiones, los hombres que se regocijan con el ejercicio intelectual deberían darle cabida a las corazonadas antes de proceder a la acción, aun cuando luego expliquen sus aciertos o fracasos con sólidos argumentos teóricos. Así lo entendía Kovayashi, quien a pesar de no tener claro el por qué de ciertas órdenes, había enviado a sus adláteres a que encendieran una gran hoguera y que descolgaran las jaulas con las aves muertas. Días después, en circunstancias que a su debido momento serán narradas a los lectores, el doctor no encontró más justificación para los hechos que el instinto de supervivencia y la necesidad de retomar la marcha.

Anochecía. Kovayashi se hallaba mesmerizado por la sensualidad de las llamas cuando una idea fugaz lo impulsó a abrir de nuevo el sobre. Al meter la mano, esta vez hasta el fondo, sus yemas reconocieron una textura diferente, un papel suave que aun doblado al medio sobresalía entre los billetes. Su mente racional entendió que no podía ser otra cosa más que una nota del Sr. X, y por eso se apresuró a leerla.

«Una excelente respuesta, doctor. Algún día el mundo comprenderá, como usted, que se puede prescindir de la verdad pero no del amor. Espero que sepa disculparme, he sido muy descortés al sedarlo como a un animal salvaje y luego partir sin decir adiós. Pero sé que hice lo correcto. No puedo mentirle, anoche no le perdoné la vida, aunque lo habría hecho de haberme contestado usted incorrectamente. Por eso, mi amigo, dado que nada puedo exigirle sólo habré de pedirle un favor muy importante: encuentre la tumba donde yace mi familia y permítame descansar sobre sus restos. Mañana por la tarde -ya he arreglado los detalles- un helicóptero lo estará esperando en el embarcadero sobre el río negro para transportarlo hacia el noroeste. El piloto lo bajará cerca del lugar, que la selva debe de haber cerrado por completo. En el sobre encontrará dinero suficiente para compensar los gastos y las molestias. Más allá de eso, sólo le deseo buena suerte. Por la amistad que nos une, X.»

La nota se desligó de la mano y cayó al suelo como una hoja marchita. Él la siguió con atención mientras pensaba que esos vaivenes no eran sino un eco de sus vacilaciones. «¿Qué debo hacer?», se preguntó una y otra vez, sabiendo que ninguno de los que lo rodeaban -ni los micos, ni los fantasmas de Scalisi, W y Rómulo- podían ayudarlo en su decisión. Un solo detalle de lo leído lo había alegrado: estaba a un día de un embarcadero, y un embarcadero implicaba la chance de conseguir una barcaza que lo llevara lejos de allí. Pero el resto era indigerible como un trago de fuel-oil. De cumplir el pedido del Sr. X terminaría quién sabe dónde hacia el noroeste, cada vez más lejos de su casa. Cierto era que había desarrollado una simpatía por ese infeliz y que dejarlo en el campamento sin los huesos de aquellos familiares a los que había masacrado a sangre fría quizás fuera condenarlo al desamor eterno.

Tras varios minutos de silencio y concentración, Kovayashi volvió en sí y a voz en cuello ordenó a David y Nikola que le trajeran el cadáver del Sr. X. Sin importarle que la noche se había cerrado, se echó al hombro la mochila.

– «¡Muévanse, bestias, que el camino será largo y la noche muy negra!»


Atardecer

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 36ava en la saga del Dr. Kovayashi.

– «Un escorpión amarillo», exclamó K., satisfecho de haber confirmado su diagnóstico.

Minutos después, al no encontrar mayores motivos para permanecer en la choza, giró sobre sus talones y con pasos exagerados volvió al exterior. Ya fuera por el manoseo o por la evolución normal del rigor mortis, el cadáver del Sr. X dio un pequeño respingo en la tumbona, y la esquina de un sobre de papel madera asomó bajo su trasero. Los ojos de David, quien aún sentía hostilidad hacia el muerto por cómo había tratado al doctor, se iluminaron. Tomó con premura el sobre y al ver que llevaba una inscripción manuscrita en el dorso corrió a toda carrera hasta donde se encontraba Kovayashi.

Impulsado por la curiosidad y el asombro, como todo buen científico, lo abrió sin demorar. Ante la mirada impávida de los dos monos, Kovayashi extrajo un grueso fajo de euros, tan compacto que los billetes, todos de 500 €, parecían recién fabricados. Con precisión de banquero suizo, el doctor dividió el fajo «a ojo» en siete partes iguales. Las dos primeras se las entregó en mano a Nikola, quien acusó con un chillido apagado el peso de la responsabilidad. Lo mismo sucedió al darle el segundo par de fajos a David. Un tercer par fue a parar bajo su propio calzado, mientras que el séptimo restante fue el único en ser obsesivamente contado y recontado. Después de realizar mentalmente dos multiplicaciones sucesivas, K. tuvo la certeza de que aquel sobre contenía, en total, la nada despreciable cantidad de 280.000 euros. Una vez devuelto al sobre el 100% de los billetes, ambos primates comenzaron a dar brincos y a corretear por el campamento, ajenos a la mirada reconcentrada de Kovayashi.

Por ese entonces, la luz del sol penetraba en la selva de manera tan oblicua que el contraste entre las áreas sombreadas y las iluminadas obligaba a entrecerrar los ojos. Era el instante mágico que precede al crepúsculo, cuando cada árbol, cada animal y cada bruma que se desprende del suelo se tiñe con tonalidades que van desde el anaranjado hasta el rosa. No obstante, esa tarde la selva oscureció prematuramente, como si el silencio amargo que reinaba desde de la matanza de las aves hubiera ahogado toda luz, todo perfume y toda magia. Era la misma amargura que se había adueñado del alma de Kovayashi, para quien la palabra doctor en el sobre encerraba un mensaje que excedía lo obvio, un significado que recién alcanzaría a vislumbrar con la llegada de la noche.


Un rinoceronte macho adulto

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 35ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Mucho tiempo después de que el sol tocara el cenit, Kovayashi abrió los ojos. Yacía boca arriba sobre el suelo, fuera de la celda, donde había llegado gracias a la obstinación de sus compañeros primates. Desconfiados del destino fatal del doctor lo habían arrastrado al exterior, prodigándole estimulación circulatoria y respiración boca a boca según fuera necesario. En consecuencia, verlo ponerse de pie y recobrar el control de su cuerpo representó para ellos una alegría incontenible. Por su parte, Kovayashi experimentaba una agradable paz interior, semejante a la que logran quienes templan su espíritu con el arte milenario del ayuno. No obstante, en su brazo izquierdo latía espasmódicamente un área amoratada, de cuyo centro debió desclavarse un gran dardo con plumas.

– «Membutal», masculló entre dientes el doctor, cuyos sólidos conocimientos de química y farmacología le permitieron conservar la tranquilidad. «Esta droga puede dormir a un rinoceronte macho adulto en cuestión de minutos», reflexionó en voz alta. Nikola y David, que habían escuchado con sus ojos bien abiertos, nunca se sintieron tan protegidos como en ese momento.

Los efectos secundarios del Membutal tampoco le eran desconocidos. Sabía que en dosis moderadas podía existir un desfasaje entre el dominio pleno del físico y del intelecto, y por esa razón se sorprendió menos de estar caminando que de descubrir que el campamento había sido abandonado. Hacía calor. El aire se movía tan lentamente que apenas agitaba el olor dulzón de los frutos del guásimo y el hedor de los animales en cautiverio. Los dos micos, mientras tanto, habían trepado a las ramas más altas del dosel y desde ahí arrojaban semillas y frutos contundentes para atraer la atención del doctor. Cuando finalmente inclinó la cabeza vio que las jaulas estaban rotas y que de sus restos colgaban, inánimes, aquellas aves coloridas que lo cautivaran a su llegada a la base. Habían sido fusiladas; sus picos ya no emitían gorgeos sino tristes gotas de sangre. ¿Habría sido la masacre obra del Belga y su ejército? ¿Y qué se había hecho del Sr. X? Nikola y David descendieron a toda velocidad hasta la puerta de la choza principal, desde donde, una vez más, atrajeron la atención de Kovayashi con chillidos y piruetas.

El ambiente de la choza era a la vez umbrío y amable, lo que reconfortó al doctor. Sin embargo, su piel se había erizado como si hubiera atravesado el aura helada de la parca. Al cabo de unos segundos, no bien se hubo acostumbrado a la penumbra, la habitación entera se reveló ante sus ojos como una fotografía vieja, y así se encontró frente a frente con el cuerpo frío del Sr. X. Había sido amarrado con sogas a una tumbona de caña; sus extremidades estaban tan contraídas y arqueadas que si se lo miraba distraídamente parecía una araña grande pisoteada. Como suele ocurrirle a los hombres de ciencia que conocen bien las vastas leyes de la Naturaleza, Kovayashi no se mostró sorprendido al notar en la piel del Sr. X. el mismo tono azulino visto en las alas de los guacamayos.

– «No caben dudas, el edema de pulmón y la contorsión sólo pudieron haber sido causados por un neurotóxico potente como el de…»

Pero el doctor no tuvo necesidad de terminar la deducción. Al abrir Nikola la boca del cadáver, un ejemplar mediano, aunque letal, de escorpión amarillo rodó pecho abajo hasta estrellarse en el suelo.