Makraff y los hombres-hormiga (VIII): «Hasta el fondo del pantano»

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Esta es una anécdota en partes: la #54 en la saga del Dr. Kovayashi.

— “Coincidirá en esto conmigo, doctor: hay ocasiones en que la vida se nos revela precisamente cuando no podemos apreciarla. Algo escapó a nuestros sentidos durante la subida a la represa hormiga; un cambio en la orientación de la pendiente. Podría argumentar que el cambio era imperceptible, aunque me —y los— estaría engañando. Avanzaba cegado por mis ansias de liberar al Timor del pestilente pantano y de los hombres-hormiga. Dios sabe cuánto odiaba el asedio de esas criaturas… Tanto que, de haber podido, los habría aniquilado sin importar la manera. Mas el temor al castigo divino estranguló aquellos instintos. Sin mejores alternativas, debía alejarme rápidamente de ese lugar maldito. Como un cobarde”.

Kovayashi y sus primates amigos mantuvieron un silencio contemplativo. No encontrando obstáculo alguno, el capitán prosiguió.

— “Notamos algo extraño mientras bajábamos a toda carrera hacia el pantano, Xico, Arnolfo y yo, impulsados por el miedo, intentando evitar que la masa de agua nos deglutiera. En cierto punto del plano inclinado que terminaba en el pantano, no muy lejos de la orilla, esa gigantesca ola se bifurcó como la lengua de la anaconda. Cual perseguido por un Dæmonia, crucé la orilla y me hundí en la inmundicia. Fui afortunado, doctor; a babor, Patinho había descolgado la escala que nos permitiría llegar a cubierta. Lo que se dice, un amor de muchacho”.

— “En mi entera vida de surcar aguas de todo tipo y color, nunca había estado recubierto por material orgánico alguno semejante a aquel, tan maloliente y resbaladizo como la piel de las babosas. Bien conocen ustedes mi fortaleza de vientre, amigos, o al menos la suponen”, dijo Makraff animadamente, al tiempo que sacudía los flancos de su voluminosa barriga con ambos codos. «No obstante, he de confesar antes vosotros: fue inútil pretender frenar el asco; hubo una sucesión de arcadas… Mis fauces se convirtieron en un géiser de ácido y culminé eyectando todo el contenido de mi estómago sobre aquellas aguas muertas”.

Bien sea por el crudo relato o por recordar vívidamente las imágenes narradas, la oscura piel de Patinho había virado a la palidez del moribundo. Este detalle no escapó a la fina percepción de Kovayashi.

— “Las dos olas alcanzaron el pantano en el mismo instante. La primera embistió de lleno el casco del Timor por estribor, sacudiéndolo hasta casi el punto de hacernos caer, cosa que, por fortuna o por obra del Todopoderoso, no sucedió. La segunda ola alcanzó el pantano un cuarto de milla delante del barco. Esa agua límpida se deslizó hacia nosotros por sobre la inmundicia tal como si se tratara de una capa inmiscible, como agua sobre aceite. La quietud de aquellas aguas caldosas apenas se alteró».

— «Ahora bien, analicemos en profundidad mis palabras, amigos, para que no hayan sido pronunciadas en vano. Tal vez ustedes se pregunten qué alcance tiene ese apenas. Pues bien, al escurrir superficialmente hacia la proa del Timor, el agua clara puso en movimiento millares de burbujas de gas metano, que luego de explotar enrarecieron aun más la atmósfera con un olor nauseabundo. Nunca se olviden, amigos, de sopesar cada palabra que escuchan”. En este punto, el capitán se dirigía exclusivamente a Nikola y a David.

Los monos asintieron a la par con un gesto inequívoco.

— “Lamento contarle, doctor, que ni la suma de ambas olas fue suficiente para despegar al Timor del fondo. Habíamos jugado la última carta, y la habíamos jugado mal. Nuestros músculos serían cenados por los hombres-hormiga. Entonces tuve una idea maravillosa: alivianaríamos peso tirándonos al agua cual lastres de un globo aerostático. Obvio es, doctor, que mi cuerpo representaba la mayor proporción del peso. De cabeza fui a parar a la ciénaga, y esa vez alcancé ese fondo fétido que nunca vio la luz. Patiño y Arnolfo se zambulleron tras de mí. ¡Cuán difícil es explicar el amor que siento por mi navío! Respondió subiendo casi 30 pulgadas, y así la quilla se liberó del fango. En ese momento, los marineros treparon por la escala y luego yo los seguí, aunque sin subir por completo. No había tiempo. Arnolfo hizo girar 180 grados el barco sin tocar ni un solo neumatóforo y comenzamos a navegar hacia aguas más seguras. Ya llegaría yo a cubierta más adelante, cuando no hubiera hombres-hormiga en la costa”.

Kovayashi, abandonando su postura siddhâsana, escuchó a Makraff relatar cómo había trepado hasta la mitad de la escala con el barco en movimiento, y cómo su espalda había sido alcanzada por una nube de flechas justo antes de cruzar el límite del territorio-hormiga. El capitán perjuró que había quedado cribado como un rallador de queso.

Por su parte, el doctor no necesitó aplicar mucho poder de cálculo para saber que el Timor habría ascendido, a lo sumo, tres cuartos de pulgada en lugar de las 30 que aseguraba Makraff. Aunque semejantes embustes carecían de explicación para él, no tenía la menor intención de interrumpirlo porque llegar al final de aquella fantasía delirante implicaría volver a enfrentarse a otra bandeja repleta de carne asada. Sin dudas, vomitaría sin solución de continuidad y eso lo pondría al mismo nivel que el voluminoso capitán.

En ese momento, Makraff giró sobre sus talones, se dirigió al grupo y dijo animadamente: “Así terminó la historia de mi valiente escape de los dominios de los hombres-hormiga. Ahora sí, a comer. ¡Xico… trae la carne, valiente muchacho!”.

Habiendo escuchado tales palabras, Kovayashi asomó la cabeza por la borda y descargó todo el contenido de su estómago en las claras aguas del río.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (VII): «Un portal a la conciencia»

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Esta es una anécdota en partes: la #53 en la saga del Dr. Kovayashi.

La oración por Enriquez se extendió por más de veinte minutos. Desde el principio, Kovayashi había adoptado la postura de los seres realizados. Aunque ideal para la meditación, siddhâsana distaba mucho de ser perfecta: pequeños calambres en las pantorrillas y un dolor punzante, sutil aún, en la zona lumbar lo demostraban. Con cierta nostalgia había palpado la estrella letal entre sus ropas, aunque rechazaba la idea de tener que usarla contra Makraff, incluso en defensa propia. Kovayashi maldecía el momento en el que el Dr. Yang se la había regalado, e injustamente lo culpaba por las aventuras que había tenido que afrontar al poseer semejante arma. Durante los últimos años venía sintiendo el avance de la edad sobre su cuerpo, y esa era la raíz de su frecuente mal humor. Por el contrario, cuando se amigaba con la vida reconocía que Yang le había obsequiado un arma excepcional contra el envejecimiento: eliminar escoria del planeta era un ejercicio, y el ejercicio siempre sienta bien. ¿Terminaría Makraff siendo un bastardo como Kandraski? ¿Alcanzaría en algún momento la categoría de escoria? Imposible saberlo. Hasta el momento sólo había actuado como un decente capitán y anfitrión, además de un inmenso charlatán. No obstante, algo en su personalidad lo prevenía de bajar la guardia y de creer que todos llegarían a Buenos Aires sin problemas.

Como incondicional de la inducción y del falsacionismo, Kovayashi hipotetizó que el capitán reanudaría su relato detallando cómo la ola había desencallado el barco y de qué manera su pericia inigualable al timón le había permitido girar y tomar la ruta correcta hacia el mar.

—¡Boludeces! —gritó el doctor para sus adentros—. La energía cinética de una ola de ochenta millones de litros es suficiente para despedazar un barco de morondanga clavado en el barro. Lo mismo le sucedería a cualquier auto que pasara a más de 60 km/h por las cunetas de Buenos Aires.

Kovayashi aborrecía la mentira tanto como las milanesas de Solanum melongena. Aun cuando admitiera la baja probabilidad de que existieran los hombres-hormiga, que según la descripción de Makraff ni siquiera pertenecerían a la especie sapiens, la historia del escape de ese pantano no podría ser menos que un grosero embuste. Con tal de salir con vida de allí, Makraff debió haber pactado atrocidades con esos seres, incluyendo barco, carga de frutas y tripulación. De hecho, el Timor ni siquiera era aquél del pantano. Todos estos eran hechos que para Kovayashi no necesitaban falsificación popperiana.

Otra de las preocupaciones que ocupaban en simultáneo el cerebro del doctor era el ánimo de sus peludos amiguitos. Desde que habían abordado el Timor miraban con un dejo de melancolía, o al menos eso parecía, la vegetación costera, la selva, los árboles de ramazones altísimas y los brotes y frutos deliciosos que de ellos colgaban. La selva era su hogar, y por más que desearan probar suerte en la ciudad, su destino de cemento sería definitivo: el viaje no tenía boleto de regreso. Por esta razón consideró arrojarlos al agua cuando el barco se acercara a la costa. Los extrañaría, pero sería lo más adecuado para con esas criaturas.

—¡¡Maldito sea, Kovayashi, ¿acaso no desea escuchar el final de mi historia?!! Dígalo y callaré hasta destino. —Makraff sonó amenazante como el refucilo sin trueno que anticipa la piedra.

—Le ruego me disculpe, capitán, soy todo oídos.

Una sonrisa al bies abrió un tajo entre los cachetes del capitán. Después de incorporarse torpemente y sin dedicarle un ápice de atención a Patinho, que había irrumpido en cubierta, Makraff se acomodó la barriga por fuera del cinturón y empezó a hablar.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (VI): «La inundación»

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Esta es una anécdota en partes: la #53 en la saga del Dr. Kovayashi.

—Descubrimos los sostenes del dique sin demasiado esfuerzo, una sucesión de troncos inclinados que funcionaban como riostras entre el paredón y el suelo. Con gusto habría trocado mi antebrazo derecho por una caja de dinamita; sólo disponíamos de sogas, fuerza e ingenio. Arnolfo, nuestro grumete, me ayudó a enlazar dos parantes adyacentes, mientras que Xico, el cocinero, instalaba una gran polea en un árbol, terreno abajo.

—¡Excelente! Las poleas maximizan la fuerza.

—Así es, doctor. Pero debíamos aguantar hasta la primera luz del día para actuar; de lo contrario, si nos dejábamos ganar por la ansiedad, estaríamos forzados a bajar corriendo a ciegas por la pendiente, con árboles y vegetación por doquier, con una enorme ola por detrás y con mínimas chances de llegar vivos al barco. Y una vez a bordo, estando ya los motores en marcha, sin margen de error, se debía girar 180 grados entre los millares de neumatóforos de los cipreses calvos y salir a toda máquina por exactamente el mismo río por el que habíamos llegado. Eso siempre y cuando no nos aniquilaran los hombres-hormiga antes de alcanzar el pantano.

—Si no supongo mal, a esa hora comenzaría otra vez el asedio…

—Correcto. Malditamente correcto. Había que moverse rápido. No faltaba mucho para el amanecer. Por eso envié de regreso al barco a uno de mis hombres con instrucciones expresas de poner a cada tripulante en su puesto e intentar deshacerse de todo el lastre posible, lo cual, lamentablemente, incluía la fruta de la bodega.

Makraff hizo una pausa breve. Nikola y David supusieron que el capitán se preparaba para rematar la historia. Pero Kovayashi, con la percepción aguzada por un hambre incipiente, notó una ligera contracción en sus pupilas; estaba seguro de que al mencionar la fruta, Makraff les había recordado a otros primates queridos.

—Escuchar en el estrato más alto de la selva el aullido primitivo de los chorongos y el canto agudo de los batarás nos indicó que el momento de actuar había llegado. Éramos cuatro para tirar del cabo, y lo hicimos tal y como un pack de forwards entero. Puedo asegurarle, doctor, que estuvimos a un tris de abandonar el plan y de darnos por vencidos. Esos condenados sostenes no se movían. Pero el último intento fue salvaje, descontrolado, casi inhumano. Los parantes cedieron, la presión del agua rajó el barro y, finalmente, el muro se abrió. Hubo estruendos encadenados: el del agua escapando a través del dique, el de la empalizada volando en direcciones aleatorias y el de la ola descomunal que bajaba a toda velocidad hacia el pantano. Créame, doctor, que corrimos como si nos persiguieran los mismísimos Dæmonia.

—¿Y los hombres-hormiga?

—Oh, sí, esos seres repugnantes… Sin demasiado orden, algo dormidos tal vez, unos grupitos aparecieron en el sotobosque. Nuestras zancadas eran tan largas y veloces que no les dimos tiempo a reaccionar. Los aplastamos con los pies. Esos tizones del infierno explotaban como cascarudos. A mis hombres más fuertes les ordené que cargaran tantos cuerpitos como pudieran. A juzgar por la cantidad de flechas que se nos clavaron en las espaldas, el número de arqueros no debió ser inferior a mil. Afortunadamente, el alud de barro y troncos arrasó con los que nos atacaban desde el suelo. Sólo siguieron tirando los arqueros en los árboles, pero esos eran menos peligrosos. Nadamos por la inmundicia gelatinosa del pantano y subimos a cubierta con el último aliento.

—¿Todos?

—No… Enriquez nunca llegó a bordo. En su carrera se enganchó el pescuezo con una liana. No pasó mucho tiempo colgando, fue desollado en vida por los hombres-hormiga con sus pequeñas dagas de fémur afilado. ¡Que el Señor lo conserve a su siniestra por toda la endemoniada eternidad! De alguna manera él los entretuvo. Fue un héroe y debemos agradecerle. Juntemos nuestras manos y oremos por Enriquez, amigos.

Entonces, hombres y monos se tomaron respetuosamente de las manos. Nikola y David, intuitivos por naturaleza, sabían que en el cerebro del doctor se había abierto un portal hacia su propia conciencia. Producto de sinapsis imperfectas debidas al exceso de carne en la dieta del Timor, los pensamientos de Kovayashi fluían tormentosos entre la niebla que cubría el porvenir y los groseros embustes del capitán Makraff. Pero si algo habían aprendido Nikola y David acerca del doctor era que no debían preocuparse. Sólo resignarse y rezar. Y eso harían.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (V): «Un plan descabellado»

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Esta es una anécdota en partes: la #52 en la saga del Dr. Kovayashi.

—Según cómo se lo viera, el hecho de que ese primer día de sitio hubiera transcurrido sin que cayera una maldita gota de lluvia podía tomarse como desgracia o como fortuna —sentenció el capitán con ademanes gradilocuentes—. El pantano hervía bajo el sol como un espeso caldo de manguruyú. Había burbujas enormes, llenas de metano, que protruían con lentitud la superficie para luego explotar en silencio. El aire en mal estado y la ausencia de viento hacían de la atmósfera un ambiente insoportable. Además, cierto era que las reservas de agua se agotaban y que mis hombres se dejaban vencer por la sed y la desesperanza. Muchos caían dormidos a causa de la deshidratación y la altísima concentración de gases reducidos de nitrógeno y azufre. Podrá usted creerme o no, doctor, pero esa misma falta de agua en las células me iluminó el pensamiento. Los hombres-hormiga también debían depender de diferir agua de lluvia de una estación a otra. Estimando que su población, si bien de menor tamaño corporal que la de los seres humanos, debía ser muchos miles de veces mayor que mi tripulación, y dando por sentado que ese número de criaturas no puede sostenerse con el agua de condensación que cae de los árboles, mi conclusión fue lógica: o se hallaban en serios apuros o disponían de grandes reservas de agua potable.

—Agua en cantidad. Hmmm… Un gran caudal bien orientado resultaría suficiente para desencallar un barco… —dijo Kovayashi, quebrando así un letargo de más de media hora de introspección.

—¡Brillante, doctor! Hubiera apostado la vida de media tripulación a que estas pequeñas aberraciones del demonio poseían una gran reserva de agua; probablemente un embalse en alguna parte de la región.

—Entonces proseguiré con mis suposiciones, capitán. Usted esperó a que se escondiera la luna, tomó dos hombres de su confianza, los armó con pistolas y cuchillos y se aventuraron a los dominios de los hombres-hormiga.

—¡Por todos los Profetas del islam! De haberlo tenido en mi barco, doctor, lo habría puesto al mando de la misión. En efecto, eramos cinco en total los que nadamos en secreto por la sangre podrida. Aún cuando la misión saliera bien, en el mejor de los casos, varios de nosotros moriríamos de alguna enfermedad del pantano.

—Malaria, disenteria, leptospirosis… La selva es implacable.

—Así es. O nos desangrarían las sanguijuelas. Pero fuimos ágiles como anguilas entre los juncos. Llegamos a la costa en el más absoluto sigilo y nos adentramos en dos grupos. Fue fácil encontrar el camino hacia terrenos más elevados ya que la pendiente era notable, más de 5%. En menos de veinte minutos de andar habíamos alcanzado una especie de meseta en la que al tacto descubrimos una pared muy gruesa hecha con troncos de dos metros de altura y revocada con lodo, paja y vísceras de pescado.

—Tal como usted lo había imaginado: una represa.

—¡Y vaya represa! A pesar de la oscuridad, la superficie del embalse reflejaba el fulgor intermitente de las estrellas. La intensidad de esa luz era mínima, pero pude estimar que el área cubierta por agua era de cuatro hectáreas. Si los dos metros de profundidad eran homogéneos, liberaríamos aproximadamente 80.000.000 litros. Con todo, no estaba seguro de que ese volumen alcanzara para mover mi barco. El plan era descabellado pero no teníamos elección: debíamos destruir el muro para intentar escapar con vida de ese pantano infernal.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (IV)

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Esta es una anécdota en partes: la #51 en la saga del Dr. Kovayashi.

Kovayashi no escuchó las últimas trescientas palabras del capitán. Sus pensamientos saltaban en vaivén desde el golpeteo del oleaje contra el Timor hasta la niebla amenazadora que cubría el horizonte. Sin darse cuenta había cerrado los puños al considerar la posibilidad cada vez más concreta de perecer en un naufragio absurdo; no estaba dispuesto a tirar por la borda tantas aventuras, esfuerzos y planes llevados a la práctica con brillantez. Sin embargo, Nikola y David, cuya naturaleza primate les garantizaba ligereza de espíritu, habían seguido de cerca el relato de Makraff.

—El sol despertó temprano. Pronto llegaría la hora de transpirar. Mientras tanto, una resolana amarilla crecía al reflejarse en las epidermis espejadas de los aceitunos, las chuchuhuasas y los marimarís. No necesité ver ni sus arcos ni sus flechas diminutas; sabía de sobra que estábamos en tierras de los hombres-hormiga. A media mañana todos escuchamos el silbido de los dardos pinchando el aire hasta el casco. La primera lluvia se clavó a babor. Algunos hombres, los menos espabilados, fueron sorprendidos y perforados (como el marinero Gastello, que perdió un ojo). Por suerte, las heridas nunca revestían peligro de muerte ya que las flechitas no estaban envenenadas ni, por su tamaño y fuerza, penetraban demasiado las carnes.

El doctor asintió distraídamente, como en respuesta a una pregunta nunca formulada. De todos modos, Makraff prosiguió con entusiasmo el relato al entender que contaba con su atención.

—Fuimos asediados durante horas. Por suerte, los torniquetes de la fortuna hicieron que esos salvajes hicieran intervalos entre los ataques, vaya uno a saber por qué, y eso nos permitía relajar tensiones. Las tandas de flechas continuaron cayendo durante la tarde y parte de la noche sin mayores novedades. ¡El barco parecía un erizo de mar, doctor! Durante esa jornada no disparamos ni un solo tiro; conservar las municiones era crucial para resistir. Mientras tanto, la tripulación esperaba que la marea alta nos sacara de allí. Recuerdo al atardecer haberle suplicado al Altísimo piedad para semejantes brutos, porque yo, gracias a las magníficas lecciones aprendidas de mi instructor, sabía que esos pantanos no copiaban la dinámica hidrológica de los grandes ríos. Antes que a diario, el nivel de ese agua fétida variaba según la estación, por lo que esperar una crecida era suicidarse en cuentagotas. ¡Estúpidos, jamás habrían salido solos de allí!

Las miradas de Nikola y David se cruzaron con asombro. Al escuchar al capitán iban descubriendo cuán diferentes podían ser los humanos entre sí.

—Lo más urgente era conseguir víveres. De acuerdo a mis cálculos, las provisiones alcanzaban para sobrevivir un día y medio más. Esa noche, cuando los hombres-hormiga descansaban, acepté que los marineros cazaran y comieran murciélagos, abundantes como insectos, pero enfermos como la atmósfera misma del pantano. También dispuse que se ubicaran barriles vacíos sobre cubierta a fin de capturar el agua de las tormentas que caían todos los días. Sabiamente racionada por mí, cada lluvia nos brindaría a cada uno tres vasos de agua por día. Por último, era indispensable controlar el pánico a bordo, erradicar las fantasías pesimistas y ese murmullo constante que no me dejaba pensar. Estaba dispuesto a despedazar hombres con mis propias manos porque, como usted podrá suponer, doctor, la autoridad de un capitán depende de esa clase de acciones.

Pero Kovayashi, que desconocía ese tipo de cuestiones, ensimismado en el recuerdo de sus días de profesor universitario apenas se hizo un segundo para volver a asentir. Deseaba con desesperación que la travesía terminara lo antes posible.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (III)

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Esta es una anécdota en partes: la 50ava en la saga del Dr. Kovayashi.

—Navegamos durante cinco días sin novedades. Sabrá usted, doctor, que en la selva eso es un pésimo augurio. La navegación era tranquila y suave como la piel del manatí. Durante el día, el sol nos laceraba el cuero; por las noches, la bruma que envolvía al barco nos curaba las heridas. Entrada la sexta noche, los dæmonia de la selva arrojaron al cielo un manto que ocultó la luna. El orgullo de novel marinero me cegó más que la oscuridad, y si bien percibí desconfianza y temor en algunos hombres, decidí continuar. Mis precauciones fueron pocas, lo reconozco: desacelerar, poner marineros a babor y estribor para evitar las salientes rocosas, y no ofrecer mi espalda a ninguna daga oportunista.

—La oscuridad, que tantos errores fuerza, impidió que me diera cuenta de que el río se había angostado, que había cambiado de color y que la gentil correntada se había convertido en remanso. Marineros hubo que creyeron reconocer en el aire húmedo el olor de la muerte. ¡Ignorantes cual guijarros! No obstante, juzgué conveniente callar antes que espantarlos con mi sabiduría. El metano, fétido, burbujeaba a nuestro paso por un pantano tan denso que el barco fue perdiendo velocidad hasta sumirse en la quietud más absoluta. No se precisaba inteligencia para percatarse de que habíamos encallado en un inmenso banco de lodo. Únicamente el Señor misericordioso sabía cuál era ese arroyo y a cuántas millas del río grande nos encontrábamos.

—Y usted era responsable de esos hombres —reflexionó Kovayashi mientras atusaba el lomo de Nikola.

—Las circunstancias me habían hecho Capitán de mi navío y protector de las bestias que lo tripulaban; mientras me quedara vida, sólo agacharía la cabeza ante Dios, si se dignaba a bajar —apostrofó Makraff—. Durante más de cuatro horas permanecimos sobre cubierta esperando el amanecer, tensos los músculos como cabos de amarre, agitadas las respiraciones por el temor a lo invisible y desconocido. Los jóvenes se refugiaban en la calma de los marineros más avezados, que en voz baja clasificaban cada uno de los ruidos que llegaban desde negra espesura. Debe saber que la buenaventura, doctor, me ha dotado con un oído de tísico. Desde el timón escuché cada uno de esos cuchicheos y descubrí falsedad en las palabras de aquellos viejos; sabían que no todos los aullidos eran monos y que las aves no silbaban en la noche. Pero a mí no podían engañarme. Esos ruidos sólo podían provenir de…

—¡Los hombres-hormiga!

—Ciertamente. Y que el Todopoderoso tenga en la gloria a aquellos que en su ignorancia aguardaron con ilusión el alba para emprender el regreso.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (II)

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Esta es una anécdota en partes: la 49ava en la saga del Dr. Kovayashi.

– «Su curiosidad me honra y por eso le contaré la historia completa desde el mismísimo principio.»

En la semioscuridad, Kovayashi se dispuso a escuchar lo que fuera que Makraff deseara vomitar. No tenía sueño ni estaba de ánimo para oponerse. Entrecerró los ojos y subió el mentón, ladeando ligeramente la cabeza como los ciegos cuando prestan atención. Dos gotas de sudor le rodaron cuello abajo. Sólo por las dudas acarició la estrella infame que descansaba en un bolsillo.

– «Sepa, doctor, que he vivido desde siempre en esta selva. Nací y pasé los años dulces de la juventud en los llanos del oeste, cerca de la triple frontera con Venezuela y Colombia. Mis padres poseían allí tanta tierra como la vista podía abarcar desde los árboles más altos. Sí, eran terratenientes. Cultivaban todo tipo de frutas, desde la dulce excentricidad de la guayaba cattley hasta el plátano para la fritura más burda. Miles y miles de toneladas al año, cientos y cientos de empleados, obreros, o como quiera llamarlos. Todo lo producido se vendía en los puertos del este, sobre el mar. Para ello teníamos dos barcos con sus respectivas tripulaciones. Iban y venían de oeste a este por todos y cada uno de los ríos del Amazonas. El comercio florecía anualmente, y la fortuna familiar crecía casi sin control.»

Con la mirada hundida en la bruma distante, Makraff hizo una larga pausa antes de continuar su relato.

– «Vivíamos en una hacienda. La casa principal era un verdadero palacio señorial, una mansión tan grande que que podía ser habitada simultáneamente por 4 o 5 familias completas sin que nadie se cruzara con otro ser humano en días. Resultaba más fácil perderse en sus pasillos y habitaciones que entre los millones de árboles frutales de los campos. En cuanto a mí, mis padres habían contratado de manera permanente a un instructor cuya cultura y conocimientos excedían por mucho a la más voluminosa de las enciclopedias. Lo recuerdo alto y enjuto, con sus camisas blancas de ramio y sus inevitables gafas con marco de ébano. Con él aprendí en profundidad tan pronto las ciencias exactas como las naturales. Las letras y las artes descubrieron sus secretos para mí, al igual que la Historia, la Geografía y la Política. Nada del mundo que había más allá de la selva me era ajeno.”

– «Una situación envidiable…»

– «No lo crea, Kovayashi. Uno siempre anhela lo que no tiene, y yo deseaba con desesperación navegar con esos barcos. Ir hasta Europa o África, inclusive. Durante varios años, y a escondidas de mi familia, visitaba a los marineros. De ellos aprendí el oficio y de mi instructor los fundamentos de trigonometría y astronomía. Todo marchaba a la perfección hasta el día que llegó, cual maldición, una peste. Fue un soplido voraz, una fiebre devastadora que se llevó la vida de toda la hacienda. Primero cayeron los obreros. Apenas si hacíamos a tiempo de cavar las fosas y echarles una palada de cal para que no hedieran. Después les tocó a los marineros y, por último, a mi familia. Usted encontraría lógico que maldijera semejante calamidad.»

– «Desde ya.»

– «El alma del Hombre suele volverse impredecible ante las adversidades. Yo me alegré, doctor, y agradecí al Universo la oportunidad que me daba. El último de los barcos permanecía en la amarra con sus bodegas repletas de fruta, y mi salud aún era plena. Por eso me resultó sencillo persuadir a mi pobre padre en su lecho. Sin perder ni un minuto recluté media docena de hombres sanos y zarpamos con éxito hacia el este.»

– «Rumbo a los dominios de los hombres-hormiga.»

– «No. Puse rumbo a una nueva vida.»

Continuará…


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La historia del Timor (I)

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Esta es una anécdota en partes: la 44ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Makraff reapareció en la cubierta antes de que el doctor pudiera recitar de memoria el número atómico de los metales alcalinotérreos. Traía consigo una bandeja con dos jarros de cerámica, utensilios y dos platos de alpaca obsesivamente bruñida. Con un ademán, el capitán señaló en la popa un área de sombra bajo un bote salvavidas; allí se sentaron a esperar un almuerzo que, hasta entonces, brillaba por su ausencia. «Esta situación», razonó Kovayashi, «podría significar tres cosas. Primero: la interrupción para comer es una excusa para evitar mi curiosidad por los indígenas. Segundo: el Timor posee más tripulantes, como mínimo un cocinero. Tercero: Makraff siente una necesidad imperiosa de hablar con alguien y ha encontrado en mis monos y en mí seis orejas abiertas.» Sea como fuere, la inquietud del doctor se había expandido como la luz luego del chispazo en un arco voltaico. Por eso, y sin dejar de considerar la probabilidad conjunta de las tres alternativas, Kovayashi decidió darle al capitán la chance de explayarse sobre lo que deseara hablar.

– «La historia de este barco es larga, y como usted imaginará, repleta de aventuras, peligros y sinsabores, doctor. No espere relatos de loros, ni patas de palo, ni cubas de ron, puesto que aquí no hay piratas; al menos no de aquéllos. El Timor y yo hemos convivido por más de 35 años sobre las aguas de este mismo río y todos sus afluentes, desde las nacientes hasta el inmenso mar. Fue justamente en la costa del Caribe donde una noche, siendo yo apenas un adolescente vanidoso y graniento, logré encontrar a Van Rees.»

– «¿Y quién diablos es Van Rees?», preguntó intrigado Kovayashi, especulando que tal vez se tratara del cocinero.

– «Era un holandés, el dueño original del Timor, un bastardo semienano y colorado que durante sus momentos de sobriedad hacía florecer el comercio de indígenas en la cuenca del Amazonas. Seré preciso, Van Rees recorría los ríos en busca de tribus con indiecitas turgentes, de piel cobriza y lustrosa. Y era muy diestro en lo suyo, por cierto. Sus mercancías alcanzaban precios altísimos en los puertos de ultramar. En ocasiones juntaba hasta 2 ó 3 en la bodega y las iba rustificando hasta que, a su juicio, ya estaban suficientemente acondicionadas para la venta, usted me entiende… Pero no vaya a pensar que lo considero un bastardo por eso. Por Dios, no.»

– «¿Es usted católico, Sygmund?», preguntó de repente Kovayashi al notar la cantidad de veces que el capitán había puesto a Dios en su boca, y dejando un tanto de lado el relato.

– «¡Válgame Dios, que no! Sólo que me encanta usar ese nombre. No creo en él, ni en su amor ni en su justicia. Es más, si existiera, ya tendría que haberme hecho fulminar por un rayo o devorar por una criatura de los remolinos.» Makraff hizo una pausa, entrecerró los ojos y apoyó la mirada sobre el horizonte, signo de una intensa actividad mental. Luego prosiguió. «El caso es que encontré a Van Rees en una taberna de mala muerte. Tuve que sobornar al negro de la entrada, era la forma habitual de ingresar. El cantinero me lo señaló enarcando una ceja mientras me servía un brandy. El local estaba mal iluminado, lleno de humo respirado. Pero mi vista era buena. Volcado sobre una mesa del fondo y borracho como una cuba divisé al holandés. Lógicamente, me acerqué con cautela. El muy zorro abrió los ojos cuando me senté a su lado. Escuchó en silencio y con atención mi historia y, vaya a saber por qué razón, tal vez por mi porte, asintió. A la madrugada del día siguiente ya habíamos zarpado. Sólo pedí una litera, comida diaria y unas pocas monedas que me permitieran hacer mis cosas en cada puerto. Claro está, a cambio yo debía facilitarle el trabajo, ya sabe, el comercio, los secuestros, las indias y algunas actividades más. En esas condiciones trabajé varios años para Van Rees.»

– «¿Y qué pasó después? ¿Qué se hizo de Van Rees?»

– «Por todos los santos, sea paciente, doctor… Con Van Rees aprendí el negocio a la perfección y estaba seguro de poder llevarlo adelante por las mías, incluso mucho mejor que él. Pero el bastardo había cumplido siempre su palabra, tanto conmigo como con el resto de la tripulación, y…»

– «¿El resto de la tripulación? ¿Es que hay más personas en este barco?» , interrumpió Kovayashi, satisfecho de ver confirmado el segundo de sus razonamientos.

– «Válgame Dios que sí. ¡Qué olvido el mío! Ellos son Patinho y El Palmera. Ambos trabajan en la cocina, limpian, bajan a tierra, cumplen órdenes diversas. Los muy malditos son gente de temer, pero sin ellos estaríamos muertos en muy poco tiempo. Es decir, tal vez pronto lo estemos de todas maneras; y en particular, yo.»

Las colas de David y Nikola, que habían escuchado con atención el relato del capitán Makraff, se enroscaron sobre sí mismas ante la simple idea de perecer en el intento de llegar a Buenos Aires.

Continuará…

Versión imprimible -> La historia del Timor (I)

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Viento en popa (I)

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Esta es una anécdota en partes: la 42ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Una vez concluidos los preparativos, con una celeridad que a juicio del doctor era tan justificable como imperativa, el Timor zarpó rumbo al sur bajo el sol del mediodía. El calor perdía la mesura en la piel del doctor; seguramente más de cuarenta grados, y en aumento. No se requería poseer un doctorado en Física para saber que la carga de radiación solar que alcanzaba la cubierta era tan letal como hundirse en alguno de los remolinos negros que de a ratos se dejaban ver sobre estribor. Kovayashi se bajó las mangas de la camisa para proteger sus antebrazos. Tantos meses de sotobosque umbrío le habían debilitado la piel, ahora blanquecina y ajada.

La corriente fluía hacia el norte en caudaloso descontrol. A los ojos de cualquier viajero desprevenido, esa marcha en la que el mascarón de proa cortaba innumerables olas por minuto habría parecido veloz. Sin embargo, los viajeros desprevenidos escaseaban por esas latitudes. Muy por el contrario, Kovayashi, quien por su espíritu científico se mantenía alerta y asombrado, conocía a la perfección los fundamentos del sistema de posicionamiento global, y pese a que no llevaba consigo ninguno de esos pequeños dispositivos pudo determinar que, en efecto, el avance era lento, excesivamente lento. De haber sabido la distancia que aún tenían por recorrer, cosa que Makraff -astuto diablo de mar- se cuidó muy bien de no revelar, habría podido estimar que tendrían por delante más de un mes sobre las aguas. Y habría desesperado.

El hecho de estar yendo hacia el sur, ese sur tan anhelado, trajo aparejado en el doctor y sus dos micos una especie de tranquilidad inesperada y, como suele sucederle a las personas en situación de haber cumplido un objetivo, incluso uno parcial, la mente del doctor se llenó de pensamientos postergados. Así fue como recordó el sobre de papel madera con los escritos de Feather y Teller. Aunque no todo era de buena calidad literaria, en su momento había leído con fruición las historias de El Gringo y La Lucecita, y aún le quedaban al menos dos capítulos para terminarla. Si el viaje en barco se lo permitía, una vez terminada la saga arrojaría el sobre entero a las turbias aguas del río negro.

Más allá de otros temas menores surgidos al azar, la gran preocupación del doctor era cómo recuperar su vida normal en Buenos Aires. En ese sentido, el retorno a la Facultad y a sus estudiantes era, sin lugar a dudas, la preocupación principal. Hacía un año que había desaparecido sin dejar rastros. Cualquier persona en su sano juicio descartaría la idea de poder reaparecer un buen día y retomar sus tareas donde las había dejado. Kovayashi era en extremo consciente de que él conservaba esa chance: unas cuántas llamadas y zanjaría el asunto. La gratuidad de la educación universitaria no eximía a las Facultades de la UBA de realizar constantemente cierto marketing para captar más alumnos y recursos. Hacía cuatro años que el doctor dirigía el máximo de estudiantes permitido por los reglamentos, y no menos del triple de ese número se quedaban año a año con las ganas. Sí, el prestigio que daba su nombre era un reaseguro, y en los últimos tiempos el doctor había aprendido muy bien cómo moverse sin escrúpulos por la oscura zona que existe más allá de reglamentos y leyes.

Continuará…

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