Makraff y los hombres-hormiga (VIII): «Hasta el fondo del pantano»

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Esta es una anécdota en partes: la #54 en la saga del Dr. Kovayashi.

— “Coincidirá en esto conmigo, doctor: hay ocasiones en que la vida se nos revela precisamente cuando no podemos apreciarla. Algo escapó a nuestros sentidos durante la subida a la represa hormiga; un cambio en la orientación de la pendiente. Podría argumentar que el cambio era imperceptible, aunque me —y los— estaría engañando. Avanzaba cegado por mis ansias de liberar al Timor del pestilente pantano y de los hombres-hormiga. Dios sabe cuánto odiaba el asedio de esas criaturas… Tanto que, de haber podido, los habría aniquilado sin importar la manera. Mas el temor al castigo divino estranguló aquellos instintos. Sin mejores alternativas, debía alejarme rápidamente de ese lugar maldito. Como un cobarde”.

Kovayashi y sus primates amigos mantuvieron un silencio contemplativo. No encontrando obstáculo alguno, el capitán prosiguió.

— “Notamos algo extraño mientras bajábamos a toda carrera hacia el pantano, Xico, Arnolfo y yo, impulsados por el miedo, intentando evitar que la masa de agua nos deglutiera. En cierto punto del plano inclinado que terminaba en el pantano, no muy lejos de la orilla, esa gigantesca ola se bifurcó como la lengua de la anaconda. Cual perseguido por un Dæmonia, crucé la orilla y me hundí en la inmundicia. Fui afortunado, doctor; a babor, Patinho había descolgado la escala que nos permitiría llegar a cubierta. Lo que se dice, un amor de muchacho”.

— “En mi entera vida de surcar aguas de todo tipo y color, nunca había estado recubierto por material orgánico alguno semejante a aquel, tan maloliente y resbaladizo como la piel de las babosas. Bien conocen ustedes mi fortaleza de vientre, amigos, o al menos la suponen”, dijo Makraff animadamente, al tiempo que sacudía los flancos de su voluminosa barriga con ambos codos. «No obstante, he de confesar antes vosotros: fue inútil pretender frenar el asco; hubo una sucesión de arcadas… Mis fauces se convirtieron en un géiser de ácido y culminé eyectando todo el contenido de mi estómago sobre aquellas aguas muertas”.

Bien sea por el crudo relato o por recordar vívidamente las imágenes narradas, la oscura piel de Patinho había virado a la palidez del moribundo. Este detalle no escapó a la fina percepción de Kovayashi.

— “Las dos olas alcanzaron el pantano en el mismo instante. La primera embistió de lleno el casco del Timor por estribor, sacudiéndolo hasta casi el punto de hacernos caer, cosa que, por fortuna o por obra del Todopoderoso, no sucedió. La segunda ola alcanzó el pantano un cuarto de milla delante del barco. Esa agua límpida se deslizó hacia nosotros por sobre la inmundicia tal como si se tratara de una capa inmiscible, como agua sobre aceite. La quietud de aquellas aguas caldosas apenas se alteró».

— «Ahora bien, analicemos en profundidad mis palabras, amigos, para que no hayan sido pronunciadas en vano. Tal vez ustedes se pregunten qué alcance tiene ese apenas. Pues bien, al escurrir superficialmente hacia la proa del Timor, el agua clara puso en movimiento millares de burbujas de gas metano, que luego de explotar enrarecieron aun más la atmósfera con un olor nauseabundo. Nunca se olviden, amigos, de sopesar cada palabra que escuchan”. En este punto, el capitán se dirigía exclusivamente a Nikola y a David.

Los monos asintieron a la par con un gesto inequívoco.

— “Lamento contarle, doctor, que ni la suma de ambas olas fue suficiente para despegar al Timor del fondo. Habíamos jugado la última carta, y la habíamos jugado mal. Nuestros músculos serían cenados por los hombres-hormiga. Entonces tuve una idea maravillosa: alivianaríamos peso tirándonos al agua cual lastres de un globo aerostático. Obvio es, doctor, que mi cuerpo representaba la mayor proporción del peso. De cabeza fui a parar a la ciénaga, y esa vez alcancé ese fondo fétido que nunca vio la luz. Patiño y Arnolfo se zambulleron tras de mí. ¡Cuán difícil es explicar el amor que siento por mi navío! Respondió subiendo casi 30 pulgadas, y así la quilla se liberó del fango. En ese momento, los marineros treparon por la escala y luego yo los seguí, aunque sin subir por completo. No había tiempo. Arnolfo hizo girar 180 grados el barco sin tocar ni un solo neumatóforo y comenzamos a navegar hacia aguas más seguras. Ya llegaría yo a cubierta más adelante, cuando no hubiera hombres-hormiga en la costa”.

Kovayashi, abandonando su postura siddhâsana, escuchó a Makraff relatar cómo había trepado hasta la mitad de la escala con el barco en movimiento, y cómo su espalda había sido alcanzada por una nube de flechas justo antes de cruzar el límite del territorio-hormiga. El capitán perjuró que había quedado cribado como un rallador de queso.

Por su parte, el doctor no necesitó aplicar mucho poder de cálculo para saber que el Timor habría ascendido, a lo sumo, tres cuartos de pulgada en lugar de las 30 que aseguraba Makraff. Aunque semejantes embustes carecían de explicación para él, no tenía la menor intención de interrumpirlo porque llegar al final de aquella fantasía delirante implicaría volver a enfrentarse a otra bandeja repleta de carne asada. Sin dudas, vomitaría sin solución de continuidad y eso lo pondría al mismo nivel que el voluminoso capitán.

En ese momento, Makraff giró sobre sus talones, se dirigió al grupo y dijo animadamente: “Así terminó la historia de mi valiente escape de los dominios de los hombres-hormiga. Ahora sí, a comer. ¡Xico… trae la carne, valiente muchacho!”.

Habiendo escuchado tales palabras, Kovayashi asomó la cabeza por la borda y descargó todo el contenido de su estómago en las claras aguas del río.

Continuará…

Lo que se va con la corriente

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Último capítulo de la saga telúrica «El Gringo y la Lucecita», escrita a dúo entre el Sr. Max «cuento * chino» Asterión y yo.

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El auto pasó la tranquera principal cortando el aire como la sudestada, sin mendigar permiso ni ponerse a pensar en lo que se lleva por delante. La borrasca desmañada, como instrumento del destino, había cubierto con agua las huellas del Rastrojero de Barzola. Carlini lamentó los minutos perdidos en volver al camino de entrada, en las instancias decisivas cualquier retraso puede ser fatídico. La patrulla surcó por el diámetro la pista donde un rato antes habían explotado el jolgorio y el alcohol. Dicen los que saben que después de grandes festejos hay que andar prevenido, porque el equilibrio del mundo se acomoda en un instante, y el revés de la desgracia nunca tarda mucho en llegar. Carlini y Becerra lo sabían, y ya no les importaba el sigilo, ni las luces prendidas del móvil, y ni siquiera se molestaron en escudarse en su rol de pesquisas. El hombre frente al hombre. Era el momento de actuar. La tormenta clamaba con todas sus fuerzas por el final de la historia. Los frenos mojados apenas accionaron en un charco infinito frente a la casa. El chapoteo de Becerra en la marejada amainó al entrar en el living vacío, donde el agua había removido del mueblaje muchos años de olor rancio del capataz. Nadie se lo había enseñado, pero él sabía que ese olor era un pésimo augurio. La ventana se abrió de par en par y un relámpago larguísimo cortó al bies la espesura negra de la pampa. Carlini tropezó con un tronco y se sumergió de jeta en el barrial.

—¡Vamos, Carlini, puta madre, están en el barranco!

El grito del comisario acompañó el tirón salvaje que puso al ayudante otra vez de pie. A campo traviesa salieron disparados en dirección a aquellas siluetas grises que de a ratos se encendían sobre el horizonte. Poco le duraron las piernas al comisario, que a mitad de camino, empapado hasta el tuétano pero detrás de su 9 mm, llevaba en la boca el dulzor de la adrenalina y el amargor del inminente retiro de la fuerza. ¿O acaso se le estaban confundiendo los sabores? Poco más de una centena de metros habrían corrido cuando su ayudante lo sobrepasó. En ese momento el comisario Becerra pudo ver en el rostro de su fiel escudero un gesto, una mueca, o algo parecido que no pudo definir, era como si ese tipo que conocía bien de cerca ya no fuera el mismo joven, torpe e inexperto, sino que ahora llevaba estampada en toda la cara la furia del convencido. A su vez, en ese segundo plagado de epifanías, Carlini supo que en ese sprint fallido su querido comisario estaba dejando más de lo que parecía. Ninguno de ellos, sin embargo, notó a una quinta figura que corría con desmaño rumbo a la cárcava. Una vez más, como un eco de sí misma en el devenir de la humanidad, la noche cobijaba por igual a benditos y sotretas.

—Reconocélo, pedazo de mierda, ¡vos achuraste al Lorenzo!

Con la cara encendida, el Gringo se iba acercando al capataz. La hoja de la faca, brillante como un hueso descarnado al sol, desafiaba las ráfagas en la diestra inapelable del peón. Entre ambos hombres, un escaso metro. A espaldas de Barzola, el río descontrolado. ¡Qué caravana de ideas pasaron por la cabeza del asesino! No desconocía que sus posibilidades eran mínimas, pero ya era tarde para arrepentirse de algo por primera vez en la vida, y mucho más lo era para empezar a creer en Dios. El corazón le hinchaba el costillar por dentro como a las vacas viejas cuando entran al matadero. El Gringo, cegado por la furia, nunca iba a enterarse de que Barzola, desencajado, veía un sinfin de colores algodonosos que giraban a su alrededor cual espectros de varieté, ni que por sus bombachas empapadas había bajado una catarata de meo caliente. No, el Gringo nunca se enteraría, y el pensar en aquella gurisa hermosa que llevaba sangre Barzola en las venas lo encendía como un tizón en la fragua. Tenía enfrente a la única persona que podía impedirles un futuro de felicidad. Un paso más, sólo un paso más.

—¡Paráte, Gringo! —gritó Carlini. Se había parado a una distancia que le aseguraba un disparo certero, aunque no tuviera claro quién sería el destinatario.

Sin embargo, la zurda de Barzola fue más rápida que el rayo. Quizás era el que mejor sabía que no existen las retiradas elegantes, y que a lo irreversible es mejor no dilatarlo, ¿qué más puede pretender un hombre como él, al que nunca nadie le dijo como vivir, que decidir su propio final? Tomó del antebrazo al gringo y jalando con todas sus fuerzas se clavó la faca en las tripas. Al Gringo sólo le quedó revolver hasta que el cuerpo del capataz cayó hacia atrás por la cárcava y se hundió en el agua. Después tiró la faca al pasto y giró hacia Carlini, que con el dedo resbaloso sobre el gatillo y la mirada de piedra le alcanzó las esposas; “hasta acá nomás…y basta” cuentan que le dijo, pero en el campo no hay que confiar en los cuentos de las viejas. El Gringo se esposó solo y se arrodilló manso frente a Carlini justo en el momento en que el comisario, exhausto, llegó acompañado de la Lucecita. Al verla, el Gringo cerró los ojos. Ninguno de los otros supo del frío que le subió por la médula, y el pobre diablo nunca se enteraría que las gotas en la cara de la muchacha eran sólo de agua dulce.

—Felicitaciones, Topito—, cerró con voz amarga el comisario Becerra.

El resto es una historia que quedará para siempre en el campo de Don Miguel, y a la que los años le pondrán distintas variantes y condimentos. O tal vez no.

De leyendas, cuentos y fábulas se nutre la mística de ciudades, pueblos y lugares perdidos en la nada como este, y en la cabeza de cada uno de sus habitantes quedará la responsabilidad de qué hacer con la memoria. A nadie le quitará el sueño no saber qué pasó con el cuerpo nunca hallado de Barzola, tampoco se tratará de adivinar por mucho tiempo la suerte de la Lucecita en la gran ciudad, tal vez haya encontrado lo que tanto anhelaba, tal vez no, pero ya no importa; y por supuesto, las noticias sobre los días negros de encierro del Gringo se volverán cada día más escuetas, casi ínfimas, hasta desaparecer primero de las conversaciones de las viejas, luego de los pensamientos erráticos de los peones, y por último de toda la memoria colectiva de un caserío apartado, con ínfulas de pueblo noble, con gente amable y agradecida, trabajadores, estudiantes, amas de casa, guitarreros, hacendados, malandrines, hombres de ley. Un amasijo de gente común y corriente que de vez en cuando, como todos, tiene que esconder la mugre debajo del felpudo y esperar que amaine la tormenta.

FIN.

Makraff y los hombres-hormiga (VII): «Un portal a la conciencia»

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Esta es una anécdota en partes: la #53 en la saga del Dr. Kovayashi.

La oración por Enriquez se extendió por más de veinte minutos. Desde el principio, Kovayashi había adoptado la postura de los seres realizados. Aunque ideal para la meditación, siddhâsana distaba mucho de ser perfecta: pequeños calambres en las pantorrillas y un dolor punzante, sutil aún, en la zona lumbar lo demostraban. Con cierta nostalgia había palpado la estrella letal entre sus ropas, aunque rechazaba la idea de tener que usarla contra Makraff, incluso en defensa propia. Kovayashi maldecía el momento en el que el Dr. Yang se la había regalado, e injustamente lo culpaba por las aventuras que había tenido que afrontar al poseer semejante arma. Durante los últimos años venía sintiendo el avance de la edad sobre su cuerpo, y esa era la raíz de su frecuente mal humor. Por el contrario, cuando se amigaba con la vida reconocía que Yang le había obsequiado un arma excepcional contra el envejecimiento: eliminar escoria del planeta era un ejercicio, y el ejercicio siempre sienta bien. ¿Terminaría Makraff siendo un bastardo como Kandraski? ¿Alcanzaría en algún momento la categoría de escoria? Imposible saberlo. Hasta el momento sólo había actuado como un decente capitán y anfitrión, además de un inmenso charlatán. No obstante, algo en su personalidad lo prevenía de bajar la guardia y de creer que todos llegarían a Buenos Aires sin problemas.

Como incondicional de la inducción y del falsacionismo, Kovayashi hipotetizó que el capitán reanudaría su relato detallando cómo la ola había desencallado el barco y de qué manera su pericia inigualable al timón le había permitido girar y tomar la ruta correcta hacia el mar.

—¡Boludeces! —gritó el doctor para sus adentros—. La energía cinética de una ola de ochenta millones de litros es suficiente para despedazar un barco de morondanga clavado en el barro. Lo mismo le sucedería a cualquier auto que pasara a más de 60 km/h por las cunetas de Buenos Aires.

Kovayashi aborrecía la mentira tanto como las milanesas de Solanum melongena. Aun cuando admitiera la baja probabilidad de que existieran los hombres-hormiga, que según la descripción de Makraff ni siquiera pertenecerían a la especie sapiens, la historia del escape de ese pantano no podría ser menos que un grosero embuste. Con tal de salir con vida de allí, Makraff debió haber pactado atrocidades con esos seres, incluyendo barco, carga de frutas y tripulación. De hecho, el Timor ni siquiera era aquél del pantano. Todos estos eran hechos que para Kovayashi no necesitaban falsificación popperiana.

Otra de las preocupaciones que ocupaban en simultáneo el cerebro del doctor era el ánimo de sus peludos amiguitos. Desde que habían abordado el Timor miraban con un dejo de melancolía, o al menos eso parecía, la vegetación costera, la selva, los árboles de ramazones altísimas y los brotes y frutos deliciosos que de ellos colgaban. La selva era su hogar, y por más que desearan probar suerte en la ciudad, su destino de cemento sería definitivo: el viaje no tenía boleto de regreso. Por esta razón consideró arrojarlos al agua cuando el barco se acercara a la costa. Los extrañaría, pero sería lo más adecuado para con esas criaturas.

—¡¡Maldito sea, Kovayashi, ¿acaso no desea escuchar el final de mi historia?!! Dígalo y callaré hasta destino. —Makraff sonó amenazante como el refucilo sin trueno que anticipa la piedra.

—Le ruego me disculpe, capitán, soy todo oídos.

Una sonrisa al bies abrió un tajo entre los cachetes del capitán. Después de incorporarse torpemente y sin dedicarle un ápice de atención a Patinho, que había irrumpido en cubierta, Makraff se acomodó la barriga por fuera del cinturón y empezó a hablar.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (VI): «La inundación»

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Esta es una anécdota en partes: la #53 en la saga del Dr. Kovayashi.

—Descubrimos los sostenes del dique sin demasiado esfuerzo, una sucesión de troncos inclinados que funcionaban como riostras entre el paredón y el suelo. Con gusto habría trocado mi antebrazo derecho por una caja de dinamita; sólo disponíamos de sogas, fuerza e ingenio. Arnolfo, nuestro grumete, me ayudó a enlazar dos parantes adyacentes, mientras que Xico, el cocinero, instalaba una gran polea en un árbol, terreno abajo.

—¡Excelente! Las poleas maximizan la fuerza.

—Así es, doctor. Pero debíamos aguantar hasta la primera luz del día para actuar; de lo contrario, si nos dejábamos ganar por la ansiedad, estaríamos forzados a bajar corriendo a ciegas por la pendiente, con árboles y vegetación por doquier, con una enorme ola por detrás y con mínimas chances de llegar vivos al barco. Y una vez a bordo, estando ya los motores en marcha, sin margen de error, se debía girar 180 grados entre los millares de neumatóforos de los cipreses calvos y salir a toda máquina por exactamente el mismo río por el que habíamos llegado. Eso siempre y cuando no nos aniquilaran los hombres-hormiga antes de alcanzar el pantano.

—Si no supongo mal, a esa hora comenzaría otra vez el asedio…

—Correcto. Malditamente correcto. Había que moverse rápido. No faltaba mucho para el amanecer. Por eso envié de regreso al barco a uno de mis hombres con instrucciones expresas de poner a cada tripulante en su puesto e intentar deshacerse de todo el lastre posible, lo cual, lamentablemente, incluía la fruta de la bodega.

Makraff hizo una pausa breve. Nikola y David supusieron que el capitán se preparaba para rematar la historia. Pero Kovayashi, con la percepción aguzada por un hambre incipiente, notó una ligera contracción en sus pupilas; estaba seguro de que al mencionar la fruta, Makraff les había recordado a otros primates queridos.

—Escuchar en el estrato más alto de la selva el aullido primitivo de los chorongos y el canto agudo de los batarás nos indicó que el momento de actuar había llegado. Éramos cuatro para tirar del cabo, y lo hicimos tal y como un pack de forwards entero. Puedo asegurarle, doctor, que estuvimos a un tris de abandonar el plan y de darnos por vencidos. Esos condenados sostenes no se movían. Pero el último intento fue salvaje, descontrolado, casi inhumano. Los parantes cedieron, la presión del agua rajó el barro y, finalmente, el muro se abrió. Hubo estruendos encadenados: el del agua escapando a través del dique, el de la empalizada volando en direcciones aleatorias y el de la ola descomunal que bajaba a toda velocidad hacia el pantano. Créame, doctor, que corrimos como si nos persiguieran los mismísimos Dæmonia.

—¿Y los hombres-hormiga?

—Oh, sí, esos seres repugnantes… Sin demasiado orden, algo dormidos tal vez, unos grupitos aparecieron en el sotobosque. Nuestras zancadas eran tan largas y veloces que no les dimos tiempo a reaccionar. Los aplastamos con los pies. Esos tizones del infierno explotaban como cascarudos. A mis hombres más fuertes les ordené que cargaran tantos cuerpitos como pudieran. A juzgar por la cantidad de flechas que se nos clavaron en las espaldas, el número de arqueros no debió ser inferior a mil. Afortunadamente, el alud de barro y troncos arrasó con los que nos atacaban desde el suelo. Sólo siguieron tirando los arqueros en los árboles, pero esos eran menos peligrosos. Nadamos por la inmundicia gelatinosa del pantano y subimos a cubierta con el último aliento.

—¿Todos?

—No… Enriquez nunca llegó a bordo. En su carrera se enganchó el pescuezo con una liana. No pasó mucho tiempo colgando, fue desollado en vida por los hombres-hormiga con sus pequeñas dagas de fémur afilado. ¡Que el Señor lo conserve a su siniestra por toda la endemoniada eternidad! De alguna manera él los entretuvo. Fue un héroe y debemos agradecerle. Juntemos nuestras manos y oremos por Enriquez, amigos.

Entonces, hombres y monos se tomaron respetuosamente de las manos. Nikola y David, intuitivos por naturaleza, sabían que en el cerebro del doctor se había abierto un portal hacia su propia conciencia. Producto de sinapsis imperfectas debidas al exceso de carne en la dieta del Timor, los pensamientos de Kovayashi fluían tormentosos entre la niebla que cubría el porvenir y los groseros embustes del capitán Makraff. Pero si algo habían aprendido Nikola y David acerca del doctor era que no debían preocuparse. Sólo resignarse y rezar. Y eso harían.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (V): «Un plan descabellado»

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Esta es una anécdota en partes: la #52 en la saga del Dr. Kovayashi.

—Según cómo se lo viera, el hecho de que ese primer día de sitio hubiera transcurrido sin que cayera una maldita gota de lluvia podía tomarse como desgracia o como fortuna —sentenció el capitán con ademanes gradilocuentes—. El pantano hervía bajo el sol como un espeso caldo de manguruyú. Había burbujas enormes, llenas de metano, que protruían con lentitud la superficie para luego explotar en silencio. El aire en mal estado y la ausencia de viento hacían de la atmósfera un ambiente insoportable. Además, cierto era que las reservas de agua se agotaban y que mis hombres se dejaban vencer por la sed y la desesperanza. Muchos caían dormidos a causa de la deshidratación y la altísima concentración de gases reducidos de nitrógeno y azufre. Podrá usted creerme o no, doctor, pero esa misma falta de agua en las células me iluminó el pensamiento. Los hombres-hormiga también debían depender de diferir agua de lluvia de una estación a otra. Estimando que su población, si bien de menor tamaño corporal que la de los seres humanos, debía ser muchos miles de veces mayor que mi tripulación, y dando por sentado que ese número de criaturas no puede sostenerse con el agua de condensación que cae de los árboles, mi conclusión fue lógica: o se hallaban en serios apuros o disponían de grandes reservas de agua potable.

—Agua en cantidad. Hmmm… Un gran caudal bien orientado resultaría suficiente para desencallar un barco… —dijo Kovayashi, quebrando así un letargo de más de media hora de introspección.

—¡Brillante, doctor! Hubiera apostado la vida de media tripulación a que estas pequeñas aberraciones del demonio poseían una gran reserva de agua; probablemente un embalse en alguna parte de la región.

—Entonces proseguiré con mis suposiciones, capitán. Usted esperó a que se escondiera la luna, tomó dos hombres de su confianza, los armó con pistolas y cuchillos y se aventuraron a los dominios de los hombres-hormiga.

—¡Por todos los Profetas del islam! De haberlo tenido en mi barco, doctor, lo habría puesto al mando de la misión. En efecto, eramos cinco en total los que nadamos en secreto por la sangre podrida. Aún cuando la misión saliera bien, en el mejor de los casos, varios de nosotros moriríamos de alguna enfermedad del pantano.

—Malaria, disenteria, leptospirosis… La selva es implacable.

—Así es. O nos desangrarían las sanguijuelas. Pero fuimos ágiles como anguilas entre los juncos. Llegamos a la costa en el más absoluto sigilo y nos adentramos en dos grupos. Fue fácil encontrar el camino hacia terrenos más elevados ya que la pendiente era notable, más de 5%. En menos de veinte minutos de andar habíamos alcanzado una especie de meseta en la que al tacto descubrimos una pared muy gruesa hecha con troncos de dos metros de altura y revocada con lodo, paja y vísceras de pescado.

—Tal como usted lo había imaginado: una represa.

—¡Y vaya represa! A pesar de la oscuridad, la superficie del embalse reflejaba el fulgor intermitente de las estrellas. La intensidad de esa luz era mínima, pero pude estimar que el área cubierta por agua era de cuatro hectáreas. Si los dos metros de profundidad eran homogéneos, liberaríamos aproximadamente 80.000.000 litros. Con todo, no estaba seguro de que ese volumen alcanzara para mover mi barco. El plan era descabellado pero no teníamos elección: debíamos destruir el muro para intentar escapar con vida de ese pantano infernal.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (IV)

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Esta es una anécdota en partes: la #51 en la saga del Dr. Kovayashi.

Kovayashi no escuchó las últimas trescientas palabras del capitán. Sus pensamientos saltaban en vaivén desde el golpeteo del oleaje contra el Timor hasta la niebla amenazadora que cubría el horizonte. Sin darse cuenta había cerrado los puños al considerar la posibilidad cada vez más concreta de perecer en un naufragio absurdo; no estaba dispuesto a tirar por la borda tantas aventuras, esfuerzos y planes llevados a la práctica con brillantez. Sin embargo, Nikola y David, cuya naturaleza primate les garantizaba ligereza de espíritu, habían seguido de cerca el relato de Makraff.

—El sol despertó temprano. Pronto llegaría la hora de transpirar. Mientras tanto, una resolana amarilla crecía al reflejarse en las epidermis espejadas de los aceitunos, las chuchuhuasas y los marimarís. No necesité ver ni sus arcos ni sus flechas diminutas; sabía de sobra que estábamos en tierras de los hombres-hormiga. A media mañana todos escuchamos el silbido de los dardos pinchando el aire hasta el casco. La primera lluvia se clavó a babor. Algunos hombres, los menos espabilados, fueron sorprendidos y perforados (como el marinero Gastello, que perdió un ojo). Por suerte, las heridas nunca revestían peligro de muerte ya que las flechitas no estaban envenenadas ni, por su tamaño y fuerza, penetraban demasiado las carnes.

El doctor asintió distraídamente, como en respuesta a una pregunta nunca formulada. De todos modos, Makraff prosiguió con entusiasmo el relato al entender que contaba con su atención.

—Fuimos asediados durante horas. Por suerte, los torniquetes de la fortuna hicieron que esos salvajes hicieran intervalos entre los ataques, vaya uno a saber por qué, y eso nos permitía relajar tensiones. Las tandas de flechas continuaron cayendo durante la tarde y parte de la noche sin mayores novedades. ¡El barco parecía un erizo de mar, doctor! Durante esa jornada no disparamos ni un solo tiro; conservar las municiones era crucial para resistir. Mientras tanto, la tripulación esperaba que la marea alta nos sacara de allí. Recuerdo al atardecer haberle suplicado al Altísimo piedad para semejantes brutos, porque yo, gracias a las magníficas lecciones aprendidas de mi instructor, sabía que esos pantanos no copiaban la dinámica hidrológica de los grandes ríos. Antes que a diario, el nivel de ese agua fétida variaba según la estación, por lo que esperar una crecida era suicidarse en cuentagotas. ¡Estúpidos, jamás habrían salido solos de allí!

Las miradas de Nikola y David se cruzaron con asombro. Al escuchar al capitán iban descubriendo cuán diferentes podían ser los humanos entre sí.

—Lo más urgente era conseguir víveres. De acuerdo a mis cálculos, las provisiones alcanzaban para sobrevivir un día y medio más. Esa noche, cuando los hombres-hormiga descansaban, acepté que los marineros cazaran y comieran murciélagos, abundantes como insectos, pero enfermos como la atmósfera misma del pantano. También dispuse que se ubicaran barriles vacíos sobre cubierta a fin de capturar el agua de las tormentas que caían todos los días. Sabiamente racionada por mí, cada lluvia nos brindaría a cada uno tres vasos de agua por día. Por último, era indispensable controlar el pánico a bordo, erradicar las fantasías pesimistas y ese murmullo constante que no me dejaba pensar. Estaba dispuesto a despedazar hombres con mis propias manos porque, como usted podrá suponer, doctor, la autoridad de un capitán depende de esa clase de acciones.

Pero Kovayashi, que desconocía ese tipo de cuestiones, ensimismado en el recuerdo de sus días de profesor universitario apenas se hizo un segundo para volver a asentir. Deseaba con desesperación que la travesía terminara lo antes posible.

Continuará…

Makraff y los hombres-hormiga (III)

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Esta es una anécdota en partes: la 50ava en la saga del Dr. Kovayashi.

—Navegamos durante cinco días sin novedades. Sabrá usted, doctor, que en la selva eso es un pésimo augurio. La navegación era tranquila y suave como la piel del manatí. Durante el día, el sol nos laceraba el cuero; por las noches, la bruma que envolvía al barco nos curaba las heridas. Entrada la sexta noche, los dæmonia de la selva arrojaron al cielo un manto que ocultó la luna. El orgullo de novel marinero me cegó más que la oscuridad, y si bien percibí desconfianza y temor en algunos hombres, decidí continuar. Mis precauciones fueron pocas, lo reconozco: desacelerar, poner marineros a babor y estribor para evitar las salientes rocosas, y no ofrecer mi espalda a ninguna daga oportunista.

—La oscuridad, que tantos errores fuerza, impidió que me diera cuenta de que el río se había angostado, que había cambiado de color y que la gentil correntada se había convertido en remanso. Marineros hubo que creyeron reconocer en el aire húmedo el olor de la muerte. ¡Ignorantes cual guijarros! No obstante, juzgué conveniente callar antes que espantarlos con mi sabiduría. El metano, fétido, burbujeaba a nuestro paso por un pantano tan denso que el barco fue perdiendo velocidad hasta sumirse en la quietud más absoluta. No se precisaba inteligencia para percatarse de que habíamos encallado en un inmenso banco de lodo. Únicamente el Señor misericordioso sabía cuál era ese arroyo y a cuántas millas del río grande nos encontrábamos.

—Y usted era responsable de esos hombres —reflexionó Kovayashi mientras atusaba el lomo de Nikola.

—Las circunstancias me habían hecho Capitán de mi navío y protector de las bestias que lo tripulaban; mientras me quedara vida, sólo agacharía la cabeza ante Dios, si se dignaba a bajar —apostrofó Makraff—. Durante más de cuatro horas permanecimos sobre cubierta esperando el amanecer, tensos los músculos como cabos de amarre, agitadas las respiraciones por el temor a lo invisible y desconocido. Los jóvenes se refugiaban en la calma de los marineros más avezados, que en voz baja clasificaban cada uno de los ruidos que llegaban desde negra espesura. Debe saber que la buenaventura, doctor, me ha dotado con un oído de tísico. Desde el timón escuché cada uno de esos cuchicheos y descubrí falsedad en las palabras de aquellos viejos; sabían que no todos los aullidos eran monos y que las aves no silbaban en la noche. Pero a mí no podían engañarme. Esos ruidos sólo podían provenir de…

—¡Los hombres-hormiga!

—Ciertamente. Y que el Todopoderoso tenga en la gloria a aquellos que en su ignorancia aguardaron con ilusión el alba para emprender el regreso.

Continuará…

¿Dónde está Kovayashi?

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Casi un año y medio sin noticias del doctor. Por suerte, las condiciones están dadas para retomar nuevamente la historia. Entonces, nada mejor que recapitular los sucesos que, hasta el momento, lo están sacando con vida de la selva.

Luego de incendiar la choza que habitaba en el medio de la selva, el Dr. Kovayashi, acompañado por sus dos primates amigos Nikola y David, emprendió el viaje que, en el mejor de los escenarios, lo llevaría de regreso a su casa en los suburbios de Buenos Aires. Como era previsible, el camino, lejos de ser simple y seguro, condujo al trío a través de diversos problemas y aventuras.

El primer escollo que debieron sortear fue un campamento de traficantes de fauna. Kovayashi fue hecho prisionero y encerrado durante una noche en un calabozo pestilente. Al amanecer fue despertado por el Sr. X, líder del campamento, con un monólogo en el que le describía cómo había asesinado a su propio padre de un palazo. Luego de salvar su vida casi de milagro, el Dr. fue narcotizado y al despertar descubrió que el campamento había sido abandonado. En la cabaña principal halló el cuerpo sin vida del Sr. X, picado en sus fauces por un escorpión amarillo. Ese atardecer, Kovayashi encontró un sobre con dinero y una carta de puño y letra del Sr. X en la que le confirmaba la existencia de un embarcadero. Ni lento ni perezoso, el Dr. decidió partir cuando antes hacia allí, aunque sin demasiada certeza del rumbo que debía tomar. Como siempre, confiaba en su intuición. Antes de partir le encargó a sus monos encender una hoguera para quemar el dinero, el campamento, las jaulas, las aves muertas y el cadáver del Sr. X.

Después de una azarosa travesía nocturna por la selva, al salir el sol los sorprendió el olor del río, y al ver el embarcadero los viajeros se sintieron aliviados y con renovadas esperanzas. Los acantilados que se cortaban sobre el río eran altísimos, pero lograron llegar al muelle, donde se quedaron a esperar a algún barco que pasara hacia el sur. Tres días y tres noches duró la espera hasta que finalmente pasó por allí el Timor, el catamarán comandado por un hombre tan afable como sospechoso: el capitán Sygmund Makraff.

Con la tranquilidad de saberse llevado hacia el sur, aunque siempre alerta y vigilante de Makraff, Kovayashi se entregó a las cavilaciones acerca del futuro que le esperaba en Buenos Aires. Las estimaciones más optimistas indicaban un mes sobre las aguas. Con este tiempo por delante, el doctor se entregó a la lectura de los manuscritos de Feather & Teller, que incluían la historia de El Gringo y la Lucecita. Arriba del Timor, el doctor debió resignarse a escuchar las retorcidas historias del Capitán Makraff. Así fue cómo se enteró de la existencia del holandés que tráficaba nativos prostituídos a través de puertos de ultramar y de la existencia de los hombres-hormiga.

Y hasta ahí llega la historia. Estén preparados, ¡en breve más capítulos!

Un malabarista

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Cuento leído en la Fiesta Psicofango #12 el 24/11/2013. <Ver el video>.

La clava se detuvo en el aire a más de 10 metros sobre el semáforo. Hasta donde podía recordar, el malabarista jamás la había arrojado tan alto. Me alegré por él. Desempolvar viejas pruebas y sacudir otra vez el límite entre la ilusión y la Física podría rendirle más monedas. Yo sabía que las propinas, por costumbre o por compasión, salían siempre de los mismos autos, lo conocían de memoria, y él parecía estar contento así. Pero era imposible que pudiera vivir con tan exiguas ganancias. Además, la rutina con las clavas ya no sorprendía a nadie, y como a su edad no se anda improvisando, la posibilidad de que la renovara era nula. Hacía un tiempo que su obsesión por los tres círculos de color se había esfumado, y sentado en el cordón con la cabeza en las manos y la clava entre las piernas contemplaba el mar de autos. Para colmo, el artista de la bola de cristal era la nueva estrella de la esquina.

—¿De dónde sacó esa fuerza? —preguntó el encargado del edificio vecino, que había entrado al kiosco a manguearme fasos.

La rutina del malabarista era tan de la esquina como el palo borracho y el viejo buzón. Se plantaba frente a un auto, así como ahora ante la 4×4, y hacía girar las tres clavas apenas sobre su cabeza. No las controlaba; con su mirada fascinaba al conductor mientras abría un bolsillo elástico disimulado entre los pliegues de la camisa. Segundos después, las clavas caían en fila india dentro del buche. Hasta la segunda fila solía darle monedas. Le respondí que no sabía, que —creía— tenía que ver con la llegada del artista de la bola de cristal, y que maldito el momento en que lo dejó entrar.

Al principio, y seguro que porque al flaquito le daba cosa, se turnaban las luces rojas y dividían las ganancias en partes iguales. Ese arreglo le cayó del cielo al malabarista, que pasó a disfrutar de un descanso pago cada dos minutos. Menos por diestro que por novedoso, el artista de la bola de cristal pronto se convirtió en la gran atracción. Fue entonces cuando copó la parada, y con los bolsillos repletos de monedas no dudó en dejarle al viejo únicamente los descansos.

Todo el asunto me sirvió para darme cuenta de lo poco que conocía al malabarista más allá de sus canas, su aspecto gastado y su aparente desgano. Alguna razón habría para que yo, injustamente, supusiera la aspereza de su espíritu. Por eso un día, con el pretexto de facilitarle un sánguche me senté a su lado en el cordón. A esa altura se respira asfalto, se sufren estridencias y los autos pasan tan cerca que hay que cogotear para ver las nubes y el cemento de los edificios de enfrente.

—¡¿Que cómo se llama?! —le grité al oído.

Aceptó el regalo. Masticaba tan despacio, o tragaba tan lento, que la boca nunca se le vaciaba. Tuve la impresión de que el sánguche lo había hecho sincronizar de nuevo con el semáforo. El almuerzo le duró justo una luz verde y el amarillo le dio el tiempo exacto para alcanzar el medio de la calle. Desde ahí, levantando el tono de su voz ahogada me respondió algo parecido a gracias. Al regresar a mi mundo de golosinas decidí que desde ese entonces lo llamaría Gracias.

Fue evidente que perder la mitad de los ingresos lo golpeó duro a Gracias, que al no reaccionar y sacar a patadas a ese intruso parecía haber confundido a la mala suerte con el destino. Día tras día, sus descansos se hicieron más largos; por poco no eran pequeñas siestas de varias luces rojas. Entonces, el muchacho de la bola de cristal aprovechaba para hacer tiradas más largas o para invitar a otros artistas como el rubiecito de las argollas o la chica de las cintas de colores. En esos días, Gracias, lo que nunca, adquirió el hábito de irse a las cinco. Eso fue después del choreo de las clavas, en una de esas siestas. No tendrían más de doce, trece años los pibes. Iban en en bicicleta. Se llevaron dos de las tres y el viejo ni siquiera mosqueó.

—El que es bueno, es bueno con cinco, con tres o con una, como Bobby May —dijo el encargado restándole importancia al problema. Pero al notar mi silencio agregó…

—Olvidáte, el viejo ya es historia. Además, la esquina se puso bárbara con este flaco.

Odié ese comentario porque desnudó un dilema, porque algo de razón tenía. Los autos se habían multiplicado, cada vez más gente venía a cruzar por esta esquina y no por otra, y mi kiosco florecía. Por suerte, aunque sólo de vez en cuando, el artista de la bola de cristal se hacía a un lado y dejaba que el viejo ganara una monedas. Como ahora.

—¡Ahí cae! —gritó el barrendero, con la nuca apuntando al piso y la diestra como visera. No mentiré que la esquina se paralizó, ni que a los peatones se les cayó la mandíbula. Sólo el encargado y yo contuvimos la respiración cuando vimos el bolsillo elástico relajado y la señal amarilla para poner primera.

Por un instante, la clava en picada se tiñó de verde, y no hay malabar que pueda con la luz verde. Con los brazos colgando y los ojos apretados, Gracias se había hecho uno con el asfalto para sentir en su cuerpo el golpe y el rodar de la clava. La primera fila aceleró. Como un rayo, el artista de la bola de cristal saltó a la calle y rodeando al malabarista con sus brazos lo arrastró a la vereda. La clava descuidada le hizo un bollito al capot de la 4×4. El hombre lo puteó un rato al pobre viejo aturdido en la vereda, metió la clava en la cabina y arrancó. Nos era imposible no percibir la desolación en el alma de Gracias.

—¿Cómo está? ¡Hable, hombre! —lo apuraron los peatones, que se calmaron con un absurdo bien.

Debieron pasar tres o cuatro semáforos para que la esquina volviera a ser la misma, o casi. Los curiosos se habían ido. El encargado tiró la colilla al cordón y el barrendero se alejó empujándola. El artista de la bola de cristal, que había empezado una rutina muy entretenida con la chica de las cintas, ya tenía un público nuevo que los aplaudía con admiración. Y mezclado con la gente, lo admito, estaba yo, tan fascinado por el nuevo número que apenas le presté atención a ese anciano que con el bolsito vacío al hombro, en ese mismo instante, justo a las cinco de la tarde, dio vuelta la esquina y se dejó llevar por la marea.

Tercer programa de Psicofango radio

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¿Se perdieron el tercer programa de Psicofango Radio (26/10/2013)? No importa, acá están los tres bloques. Ahora no tenés excusa.

Bloque 1: Psicofango Radio, programa 3, bloque 1 (26/09/2013)
Bloque 2: Psicofango Radio, programa 3, bloque 2 (26/09/2013)
Bloque 3: Psicofango Radio, programa 3, bloque 3 (26/09/2013)

El jueves que viene (03/10/2013) a las 23 h (GMT-3) los quiero ahí, escuchando a través de www.radiodelaazotea.com.ar.

En la conducción: Alejo Salem, Lisandro Parodi y Gonzalo Viñao
En la producción: los anteriores más Carolina Bugnone, Gabriela Cancellaro, Maximiliano Provenzani y Pablo Roset

Fue emitido por FM De La Azotea, 88.7 MHz, Mar del Plata, Argentina. Web: www.radiodelaazotea.com.ar

Más información sobre Psicofango -> Psicofango en FacebookPsicofango en YouTube

Primer programa de Psicofango radio

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¿No pudieron escuchar el primer programa de Radio Psicofango? Basta de llorar, acá están los cuatro bloques.

Parte 1: Psicofango Radio, programa 1, bloque 1 (12/09/2013)
Parte 2: Psicofango Radio, programa 1, bloque 2 (12/09/2013)
Parte 3: Psicofango Radio, programa 1, bloque 3 (12/09/2013)
Parte 4: Psicofango Radio, programa 1, bloque 4 (12/09/2013)

El jueves que viene a las 23 h (GMT-3) los quiero ahí, escuchando.

En la conducción: Alejo Salem, Lisandro Parodi y Gonzalo Viñao
En la producción: los anteriores más Carolina Bugnone, Gabriela Cancellaro, Maximiliano Provenzani y Pablo Roset

Fue emitido por FM De La Azotea, 88.7 MHz, Mar del Plata, Argentina. Web: www.radiodelaazotea.com.ar

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Makraff y los hombres-hormiga (II)

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Esta es una anécdota en partes: la 49ava en la saga del Dr. Kovayashi.

– «Su curiosidad me honra y por eso le contaré la historia completa desde el mismísimo principio.»

En la semioscuridad, Kovayashi se dispuso a escuchar lo que fuera que Makraff deseara vomitar. No tenía sueño ni estaba de ánimo para oponerse. Entrecerró los ojos y subió el mentón, ladeando ligeramente la cabeza como los ciegos cuando prestan atención. Dos gotas de sudor le rodaron cuello abajo. Sólo por las dudas acarició la estrella infame que descansaba en un bolsillo.

– «Sepa, doctor, que he vivido desde siempre en esta selva. Nací y pasé los años dulces de la juventud en los llanos del oeste, cerca de la triple frontera con Venezuela y Colombia. Mis padres poseían allí tanta tierra como la vista podía abarcar desde los árboles más altos. Sí, eran terratenientes. Cultivaban todo tipo de frutas, desde la dulce excentricidad de la guayaba cattley hasta el plátano para la fritura más burda. Miles y miles de toneladas al año, cientos y cientos de empleados, obreros, o como quiera llamarlos. Todo lo producido se vendía en los puertos del este, sobre el mar. Para ello teníamos dos barcos con sus respectivas tripulaciones. Iban y venían de oeste a este por todos y cada uno de los ríos del Amazonas. El comercio florecía anualmente, y la fortuna familiar crecía casi sin control.»

Con la mirada hundida en la bruma distante, Makraff hizo una larga pausa antes de continuar su relato.

– «Vivíamos en una hacienda. La casa principal era un verdadero palacio señorial, una mansión tan grande que que podía ser habitada simultáneamente por 4 o 5 familias completas sin que nadie se cruzara con otro ser humano en días. Resultaba más fácil perderse en sus pasillos y habitaciones que entre los millones de árboles frutales de los campos. En cuanto a mí, mis padres habían contratado de manera permanente a un instructor cuya cultura y conocimientos excedían por mucho a la más voluminosa de las enciclopedias. Lo recuerdo alto y enjuto, con sus camisas blancas de ramio y sus inevitables gafas con marco de ébano. Con él aprendí en profundidad tan pronto las ciencias exactas como las naturales. Las letras y las artes descubrieron sus secretos para mí, al igual que la Historia, la Geografía y la Política. Nada del mundo que había más allá de la selva me era ajeno.”

– «Una situación envidiable…»

– «No lo crea, Kovayashi. Uno siempre anhela lo que no tiene, y yo deseaba con desesperación navegar con esos barcos. Ir hasta Europa o África, inclusive. Durante varios años, y a escondidas de mi familia, visitaba a los marineros. De ellos aprendí el oficio y de mi instructor los fundamentos de trigonometría y astronomía. Todo marchaba a la perfección hasta el día que llegó, cual maldición, una peste. Fue un soplido voraz, una fiebre devastadora que se llevó la vida de toda la hacienda. Primero cayeron los obreros. Apenas si hacíamos a tiempo de cavar las fosas y echarles una palada de cal para que no hedieran. Después les tocó a los marineros y, por último, a mi familia. Usted encontraría lógico que maldijera semejante calamidad.»

– «Desde ya.»

– «El alma del Hombre suele volverse impredecible ante las adversidades. Yo me alegré, doctor, y agradecí al Universo la oportunidad que me daba. El último de los barcos permanecía en la amarra con sus bodegas repletas de fruta, y mi salud aún era plena. Por eso me resultó sencillo persuadir a mi pobre padre en su lecho. Sin perder ni un minuto recluté media docena de hombres sanos y zarpamos con éxito hacia el este.»

– «Rumbo a los dominios de los hombres-hormiga.»

– «No. Puse rumbo a una nueva vida.»

Continuará…


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Makraff y los hombres-hormiga (I)

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Esta es una anécdota en partes: la 48ava en la saga del Dr. Kovayashi.

La suerte está de su lado | Makraff y los hombres-hormiga (II) >

Sobre ese punto lejano del sur en el que el cielo cortaba el negro hilo del río, Kovayashi divisó la bruma. No parecía ni tormenta ni humo ni polvareda, era de noche y se hacía difícil distinguir. Pero fuera lo que fuese, tenía el mismo aspecto difuminado, casi mágico, de los sueños que no queremos soñar. Estimó que su altura doblaba la de los árboles más altos y que superaba el kilómetro y medio de anchura. El Timor navegaba hacia esa nube descomunal, por lo que tarde o temprano tendrían que tomar una decisión al respecto. Sin embargo, decidió postergar sus dudas y no molestar a Makraff con un nuevo interrogante, sobre todo después de la charla que acababan de tener. Ya encontraría una oportunidad favorable. Mientras tanto, el relato del capitán había comenzado y no quería perderse ni un detalle.

– «… Se dice que los hombres-hormiga son viejos como el tiempo, que eran altos y de tez blanca. Que de tanto entrecruzarse, su tamaño se redujo apenas a un tercio y que su piel se oscureció al tono de estas mismas aguas.»

– «Depresión por consanguinidad», acotó el doctor, que recordaba el concepto desde sus días de estudiante mas nunca había podido aplicarlo.

– «Llámelo como quiera, doctor, pero por el amor de Dios ¡no me vuelva a interrumpir!», respondió el capitán notablemente ofuscado. «Con el paso de los siglos, los bastardos se han convertido en seres muy peculiares. Los he visto. La mayoría tiene sólo tres dedos altamente especializados para el uso del arco y la flecha, incluso las mujeres. Son como castores, doctor, ocupan tierras bajas y eso los obliga a construir tajamares larguísimos para frenar las crecidas. De otra manera, desaparecerían bajo las aguas. Son salvajes y crueles. No comen carne de ningún tipo, solamente los vegetales que pueden recolectar en la selva, frutas, hojas, brotes. Pero que Dios libre y guarde al humano que caiga en sus garras, le harán vivir el infierno sobre la tierra. En los puertos he escuchado cientos de historias acerca de cómo esos demonios arrancan la piel de a jirones o cómo desangran cuerpos hasta desecarlos. Algunos marineros me han contado que según la estación, a los extraños los mutilan y les hacer crecer sobre la carne fresca unos hongos tóxicos que van convirtiendo lentamente sus cuerpos en masas putrefactas llenas de esporas. Puede preguntar por ahí si descree de mí… Le dirán que nadie que haya entrado en esos dominios pudo jamás regresar con vida. Es decir, nadie excepto este humilde servidor».

– «Sabrá perdonarme, Makraff, pero lo que más me maravilla no es que usted haya salido ileso sino el hecho de que los hombres-hormiga hayan evolucionado al punto de tener sólo tres dedos y manejar como pocos el arco y la flecha. Puesto que, según usted afirma, son herbívoros, es obvio que su supervivencia no depende de la caza».

– «No lo crea, Kovayashi. Uno siempre anhela lo que no tiene, y yo deseaba con desesperación navegar con esos barcos. Ir hasta Europa o África, inclusive. Durante mucho tiempo y a escondidas de mi familia visitaba a los marineros. De ellos aprendí el oficio y de mi instructor los fundamentos de trigonometría y astronomía. Todo marchaba a la perfección hasta el día que llegó, cual maldición, una peste. Fue un soplido voraz, una fiebre devastadora que se llevó la vida de toda la hacienda. Primero cayeron los obreros. Apenas si hacíamos a tiempo de cavar las fosas y echarles una palada de cal. Después les tocó a los marineros y, por último, a mi familia. Usted encontraría lógico que maldijera a aquel día.»

– «¡Absolutamente fascinante! Ahora quiero escuchar toda su historia, Capitán, incluyendo la parte en la que los hombres-hormiga le hicieron esas marcas en el pecho. Pero sobre todo, quiero escucharlo antes de que nos cubra aquella tremenda nube que tenemos al frente, ¿no le parece?»

– «No se preocupe por la bruma, doctor. Póngase cómodo, será una historia tan larga como la noche”.

Continuará…


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La suerte está de su lado

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Esta es una anécdota en partes: la 47ava en la saga del Dr. Kovayashi.

La luna llena invitaba a la introspección. Opalina, su luz se reflejaba en cada herraje de ese barco que navegaba en penumbras. Al mismo tiempo, desde vientre del Timor llegaba a cubierta el rumor de los motores. Las puertas y escotillas lo apagaban en parte, pero era su carácter constante lo que lo volvía enloquecedor. Frente a semejantes vicisitudes, el doctor se convenció de que enaltecer el espíritu en ese momento carecía por completo de sentido, y se puso a razonar acerca de los pedazos de carne que Makraff le había servido al mediodía. Era imposible que provinieran de algún pescado de río; desde que él estaba a bordo, nadie había tirado las redes, nunca. Muy por el contrario, esos músculos asados eran tan resistentes al tenedor que no podía tratarse de otra carne más que la de un mamífero; una carne rara, rarísima, roja. Además, los trozos eran inmensos. Parecían tronchados de los muslos del animal ya que en su centro tenían un único hueso, seguramente un fémur. Estaba astillado. Kovayashi había comido con fruición hasta no dejar nada en la fuente. Su estómago admirable y una siesta de ocho horas lo protegieron de cualquier trastorno digestivo.

Los dos hombres permanecían sentados frente a frente en posición zen, cual era ya su costumbre. El calor húmedo e inaudito había obligado a Makraff a quitarse la camisa. Sudaba como un beduino extraviado. De repente, la atención del doctor se concentró en una decena de cicatrices circulares que en un giro del río negro brillaron a la luna sobre el pecho de Makraff. «Son viejos queloides. Cicatrices, tal vez», pensó el doctor.

– «¿Picaduras?», preguntó en voz alta Kovayashi mientras apuntaba al pecho del capitán con su índice y lo miraba fijamente con las cejas enarcadas, como incitándolo a hablar. La respuesta de Makraff no se hizo esperar.

– «Hay en estas tierras hombres intrépidos que sabiamente callan ante mi presencia. Los respeto. También existen simpáticos mequetrefes que saben moverse entre la curiosidad y la irreverencia. Ellos me divierten. Sin embargo usted, doctor… usted me desorienta. Pregunta como si desconociera quién soy, como si quisiera mostrarse fuerte en su aparente sutileza y buenos modales. En otra situación lo habría hecho desollar por Patinho, mi servil carnicero. Pero descuide, como invitados de honor del Timor, ni usted ni sus pulguientos amiguetes tienen nada que temer. La suerte está de su lado. Sepa que tampoco le preguntaré por qué ni cómo ha llegado a esta selva y a este barco, no me interesa. Cuando haya terminado de escuchar mis historias, recién entonces llegaremos a destino y será libre de olvidarme, o no. En fin… Por el momento he perdido el hilo de tan amena conversación. ¿Qué me decía usted?»

El doctor había escuchado con atención a Makraff. Tenía la certeza de que el capitán actuaba bajo una especie de miedo atávico a estar equivocado, a mostrar que no era aquel personaje que a sí mismo se describía de una forma tan extrema y despiadada. Eso no estaba mal, era clave para permanecer, para subsistir. Por el contrario, Kovayashi era amigo de las equivocaciones, como cabe esperar del espíritu de todo buen científico. Al reconocer a la equivocación como una arista en común entre ambas vidas, el doctor comenzó a respirar más seguro y aliviado.

– «Me preguntaba, capitán, si esas marcas en su pecho eran picaduras».

– «No, no, en absoluto. Son heridas de mi primera y última incursión a los dominios de los hombres-hormiga».

Continuará…

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La crecida

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Decimosegundo capítulo de la saga telúrica «El Gringo y la Lucecita», escrita a dúo entre el Sr. Max «cuento * chino» Asterión y yo.

Sangre y harina  |  Continuará…

La chacarera embravecida que el negro Funes rasgueaba en el escenario mantenía sobre la pista a la única pareja que se negaba a aceptar el final de la fiesta. Don Miguel se preguntaba si tanto jolgorio y festejo habrían valido la pena, para responderse -con la experiencia del hombre curtido a lonjazos- que de nada sirve sacar conclusiones tempranas de los hechos que todavía no terminan de acabarse. Y Don Miguel sabía que todo acaba en el nuevo amanecer. Los invitados se fueron retirando como torcazas al borde del día. Primero partieron los productores de las estancias vecinas; más tarde, vacilantes por la bebida y ajenos a la vergüenza, los peones enfilaron para el galpón. Por momentos, la noche se hacía día de tanto refucilar. Muy pronto el cielo caería de plano sobre los surcos.

Pero no todo era abandono. A contramano de los que escapaban de la fiesta, un vehículo ingresó por la tranquera del fondo y de él bajó una silueta escurridiza y fugaz que se perdió entre las sombras. Barzola sonrió, sabiendo que la oscuridad y los estertores de la fiesta habían apañado el secreto de su llegada. Siguió a paso firme y preciso hasta su puerta, conocía de memoria cada centímetro del camino, la empujó y entró. Ya en el centro de la sala, cuando enfilaba para la pieza, escuchó claramente una respiración que no era la suya, tranquila y profunda, que desde la penumbra del rincón sur lo invitaba a un diálogo inevitable. La sonrisa de Barzola se deshizo y su mano derecha inició el tan familiar recorrido por la cintura.

– «Tranquilo, Barzola, que te estoy viendo…», dijo el Gringo mientras hacía campanear contra el piso de cemento el acero de su faca. «Te estoy viendo y te vi… yo sé lo que hiciste… y también sé qué es lo que vas a hacer…»

– «¿Vos en mi casa, piojoso de mierda? ¡Rajá de acá!», dijo Barzola en voz baja y firme, como apretando con odio los dientes, tragando la misma ponzoña amarga con que impartía las órdenes cada mañana. No lo sorprendía tanto esa presencia molesta a sus planes como el tuteo rasposo con el que el Gringo le hablaba. De repente comprendió que la llanura en el trato y la tormenta irrespetuosa traían consigo una desgracia inevitable.

– «Callate y date vuelta despacio. Vamos a caminar un rato.» Una vez de pie, se acercó al capataz hasta hincarle apenitas la punta de la faca en la espalda. Barzola apenas reaccionó, como si en vez de piel la naturaleza le hubiera puesto un cuero de buey. El Gringo lo desarmó con lentitud y dejó el acero de Barzola apoyado sobre la mesa. «Caminá, vamos para la cárcava…

– «Le estás errando fiero, muy fiero.» Barzola disparaba amenazas aún confiado en su valor y en la imagen que creía que conservaba. Pero su imaginación nunca había contemplado el hecho de que el Gringo hacía ya un buen rato que había dejado de ser un piojoso como los otros, lleno de miedo y angustia, para dar paso al hombre duro, decidido e impiadoso que era en el fondo.

– «Caminá», susurró una vez más en un tono tan frío y cortante que el capataz obedeció sin agregar una sola palabra.

Una seguidilla de relámpagos violáceos recortó contra las nubes los perfiles de ambos hombres. Caminaban hacia la cárcava uno detrás del otro, rasgando la bruma que los empapaba sin preguntar. A medida que se iban acercando a destino el viento ganaba en intensidad. El sombrero de Barzola voló lejos y el Gringo debió agarrarse el saco y la camisa con la mano libre. Un trueno ensordecedor estalló de repente y ambos -por instinto- elevaron sus miradas al cielo. Ramas de eucaliptos añejos rodaban por el pasto con un fondo sonoro de relinchos aterrorizados. Cincuenta metros adelante las gotas empezaron a golpear la tierra como guijarros de granito, y segundos después, el aguacero infinito. El arroyo había comenzado a correr más fuerte por el fondo de la cárcava, desde donde brotaban melodías erráticas pero acompasadas. Barzola y el Gringo siguieron su camino como si el Apocalipsis no estuviera ocurriendo, como si ellos fueran simples personajes siguiendo un destino escrito e ineludible.

 

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La historia del Timor (III)

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Esta es una anécdota en partes: la 46ava en la saga del Dr. Kovayashi.

– «Créame, doctor, que realmente había llegado a apreciar a ese holandés. Mi alma estaba compungida por lo extremo de la situación, pero no tenía sentido buscar alternativas. Él había quebrantado su palabra como un vulgar bribón de taberna. Para nosotros, la palabra vale tanto como un barril de agua dulce en medio del mar. Con paciencia dejamos que el tiempo transcurriera hasta el momento adecuado. Eso ocurrió una mañana después de navegar cauce arriba el Xingú hasta los recodos solitarios del Tanguro. Hallamos los primeros remansos bajo el sol de la media tarde. Entonces lo sacamos de su camarote, donde dormía inconsciente abrazado a dos botellones vacíos de Shandy Sorrel, y lo subimos a cubierta. Cada uno cumplía su parte, debíamos actuar rápido. Yo lo sostenía por los cabellos a 50 cm del piso, El Palmera le arrancaba la ropa y Patinho le cortajeaba las carnes con su cuchilla de cocina. No se imagina cómo aullaba el hombrecito al recobrar la conciencia, agudo y largo como un cochino. Abría sus pequeños ojos enrojecidos y daba coces cual pony asustado. Antes de que la sangre nos arruinara la madera del piso lo hice bascular un rato por babor y después de la despedida abrí la mano. El agua se conmovió con borbollones rosados.»

– «¿Pirañas?», preguntó el doctor, levemente agitado. Makraff asintió.

– «Se lo deglutieron en pocos minutos. Una semana después, usando los documentos del muerto, El Palmera bajó a tierra y consiguió retirar del banco la totalidad del dinero, que, como sospechábamos, era una pequeña fortuna, o más. Nos lo dividimos en partes iguales.»

– «Debo suponer que luego usted se autoproclamó Capitán del Timor…»

– «Por todos los dioses del firmamento y los que estén en esta tierra… ¡déjeme seguir con mi historia! Obviamente, yo era el único capaz de continuar al mando del barco y el negocio. Yo tenía mis propias ideas al respecto, y además, si bien El Palmera y Patinho siempre han sido buenos marineros, son tan brutos como bestias de noria, o más. El Timor es propiedad de los tres, sí, pero en muy poco tiempo será solamente mío. Usted me entiende…»

Makraff hizo un ademán con su dedo índice, frotándoselo horizontalmente de izquierda a derecha por su inconmensurable epiglotis. Luego prosiguió el relato.

– «Ese par de viejos no siempre funcionan, usted me entiende… Hoy en día, mi mercadería sigue siendo de altísima calidad, y no puedo permitir que decaiga. Además, de dos años a esta parte he comenzado a vender muchachitos indios. Se los llevan a Europa, donde los prefieren antes que a las orientales, y… Espere un momento, se me acaba de ocurrir una idea genial. Usted es un hombre vigoroso, doctor. Le propongo que se sume a mi tripulación y me ayude en la rustificación de la mercadería. ¿Qué le parece?»

– «Me honra con su proposición, Makraff, pero yo soy un científico antes que un lobo de mar, o de río.»

– «Lo entiendo y comprendo a la perfección, doctor.»

En ese instante, pleno mediodía a juzgar por la brevedad de las sombras, el sonido de una campana de bronce templado llegó a cubierta. El capitán se excusó y bajó a la cocina para controlar personalmente el almuerzo. David y Nikola no le habían quitado los ojos de encima durante todo el relato. Aprovechando el momento de soledad, el doctor les aclaró las ideas.

– «Antes de sodomizar un indiecito en la bodega prefiero bajar a tierra y que me reduzcan la cabeza. O que me devoren las pirañas. Nosotros vamos derechito a Buenos Aires, ¿entendido?»

En eso, los pesados dos metros de altura del capitán saltaron ágilmente a cubierta. Apoyada en su gran barriga llevaba la bandeja repleta de trozos de carne roja asada. Sólo carne.

– «Vuestro almuerzo. Espero hagan provecho de él», dijo con su vozarrón de trueno y regresó a las vísceras del Timor, donde permaneció hasta el anochecer.

Continuará…

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La historia del Timor (II)

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Esta es una anécdota en partes: la 45ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Kovayashi dejó pasar el último comentario. No deseaba interrumpir el hilo del relato y daba por sentado que Makraff evitaría nuevamente las respuestas concretas. Una nube de insectos voladores sobrevoló de lado a lado el Timor. El capitán prosiguió.

– «Van Rees nos cuidaba tanto como se debe cuidar a los buenos empleados; en el fondo, no éramos más que eso. Cada uno de nosotros cumplía con creces su tarea y era recompensado en consecuencia. Al tocar tierra nos agasajaba con sabrosas comidas -pescados, aves y carnes rojas- sazonadas con especias exóticas y vino del mejor. Y a los postres, el momento de la paga. Solía darnos monedas de oro, en ocasiones hasta mejorando lo pactado. Así lograba que siguiéramos consiguiéndole mercancía de muy buena calidad, que mejoraba aun más gracias a nuestras, llamémosle… habilidades. Un mes, como mínimo, pasaba entre la captura y la venta. El Palmera nunca andaba con cosas raras, él siempre por adelante. Pero Patinho… ¡Dios mío! Él las trabajaba por atrás, pacientemente. Era todo un especialista.»

– «¿Y usted, Makraff?»

– «Doctor, doctor… la picardía le impide razonar. Ya le contaré más detalles sobre mí, no sea impaciente. Por el momento, sepa que poseo una formación casi imposible de igualar en estas tierras. Y por esa razón, ora en sesiones con El Palmera, ora con Patinho, yo me sentaba en esa bodega infernal únicamente para contarles historias mientras ellos rustificaban a las indiecitas una y otra vez. Algunas veces yo les hacía imaginar ciudades lejanas con puertos incansables y palacios llenos de lujo y placeres. Otras veces, pueblos de casitas blancas cerca del mar, sobre costas apacibles y soleadas. Estoy seguro de que nunca entendieron nada. Mis palabras resbalaban sobre sus cueros sobados con semen y sudor. Pero creo que les agradaba mi voz; cuando dejaban de gritar les calmaba los ardores del sexo.»

Sygmund Makraff detuvo el relato para concentrarse en los ojos azules del doctor, en cuyo fondo creyó leer una pregunta.

– «Sospecho que ud. sigue intrigado por el destino de Van Rees…», dijo el capitán. «El bastardo permanecía en su camarote y sólo de tanto en tanto bajaba a la bodega a revisar el estado de la mercadería. Su ojo era infalible. Cuando ordenaba poner proa hacia el mar sabíamos que las muchachas estaban listas y que en breve cobraríamos. El holandés bajaba con ellas a tierra y les compraba vestidos coloridos y las hacía maquillar y las adornaba con anillos y ajorcas vistosas. Nos las sacaban de las manos, doctor. En ocasiones debíamos defenderlas a punta de pistola.»

– «Por casualidad ¿el holandés está en el Timor?»

– «Como suele suceder en la vida, doctor, con el correr del tiempo la marcha del negocio comenzó a complicarse. ‘El mercado está cambiando’, nos decía el holandés luego de regresar al Timor, usualmente borracho y desaliñado. ‘Ahora las prefieren chinas o tailandesas, lo mismo les da. Las he visto en tierra, son pequeñas, feas y amarillas. Parecen muchachos. Las traen de a montones en grandes barcos. Mi mercadería ya no vale ni la décima parte de lo que solía.’ El muy bastardo comenzó a pagarnos cada vez menos, pero continuamos confiando en sus promesas hasta el mismo momento en que dejó de pagarnos. Un buen día lo hice seguir por un marinero. Van Rees bajaba a puerto e iba derecho al banco… ¡El maldito debía tener una fortuna! Sin salir de mi asombro repetí el procedimiento en varios puertos como para estar seguro. Efectivamente, el holandés se estaba guardando nuestro dinero. Esa fue su sentencia de muerte.»

Continuará…

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La historia del Timor (I)

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Esta es una anécdota en partes: la 44ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Makraff reapareció en la cubierta antes de que el doctor pudiera recitar de memoria el número atómico de los metales alcalinotérreos. Traía consigo una bandeja con dos jarros de cerámica, utensilios y dos platos de alpaca obsesivamente bruñida. Con un ademán, el capitán señaló en la popa un área de sombra bajo un bote salvavidas; allí se sentaron a esperar un almuerzo que, hasta entonces, brillaba por su ausencia. «Esta situación», razonó Kovayashi, «podría significar tres cosas. Primero: la interrupción para comer es una excusa para evitar mi curiosidad por los indígenas. Segundo: el Timor posee más tripulantes, como mínimo un cocinero. Tercero: Makraff siente una necesidad imperiosa de hablar con alguien y ha encontrado en mis monos y en mí seis orejas abiertas.» Sea como fuere, la inquietud del doctor se había expandido como la luz luego del chispazo en un arco voltaico. Por eso, y sin dejar de considerar la probabilidad conjunta de las tres alternativas, Kovayashi decidió darle al capitán la chance de explayarse sobre lo que deseara hablar.

– «La historia de este barco es larga, y como usted imaginará, repleta de aventuras, peligros y sinsabores, doctor. No espere relatos de loros, ni patas de palo, ni cubas de ron, puesto que aquí no hay piratas; al menos no de aquéllos. El Timor y yo hemos convivido por más de 35 años sobre las aguas de este mismo río y todos sus afluentes, desde las nacientes hasta el inmenso mar. Fue justamente en la costa del Caribe donde una noche, siendo yo apenas un adolescente vanidoso y graniento, logré encontrar a Van Rees.»

– «¿Y quién diablos es Van Rees?», preguntó intrigado Kovayashi, especulando que tal vez se tratara del cocinero.

– «Era un holandés, el dueño original del Timor, un bastardo semienano y colorado que durante sus momentos de sobriedad hacía florecer el comercio de indígenas en la cuenca del Amazonas. Seré preciso, Van Rees recorría los ríos en busca de tribus con indiecitas turgentes, de piel cobriza y lustrosa. Y era muy diestro en lo suyo, por cierto. Sus mercancías alcanzaban precios altísimos en los puertos de ultramar. En ocasiones juntaba hasta 2 ó 3 en la bodega y las iba rustificando hasta que, a su juicio, ya estaban suficientemente acondicionadas para la venta, usted me entiende… Pero no vaya a pensar que lo considero un bastardo por eso. Por Dios, no.»

– «¿Es usted católico, Sygmund?», preguntó de repente Kovayashi al notar la cantidad de veces que el capitán había puesto a Dios en su boca, y dejando un tanto de lado el relato.

– «¡Válgame Dios, que no! Sólo que me encanta usar ese nombre. No creo en él, ni en su amor ni en su justicia. Es más, si existiera, ya tendría que haberme hecho fulminar por un rayo o devorar por una criatura de los remolinos.» Makraff hizo una pausa, entrecerró los ojos y apoyó la mirada sobre el horizonte, signo de una intensa actividad mental. Luego prosiguió. «El caso es que encontré a Van Rees en una taberna de mala muerte. Tuve que sobornar al negro de la entrada, era la forma habitual de ingresar. El cantinero me lo señaló enarcando una ceja mientras me servía un brandy. El local estaba mal iluminado, lleno de humo respirado. Pero mi vista era buena. Volcado sobre una mesa del fondo y borracho como una cuba divisé al holandés. Lógicamente, me acerqué con cautela. El muy zorro abrió los ojos cuando me senté a su lado. Escuchó en silencio y con atención mi historia y, vaya a saber por qué razón, tal vez por mi porte, asintió. A la madrugada del día siguiente ya habíamos zarpado. Sólo pedí una litera, comida diaria y unas pocas monedas que me permitieran hacer mis cosas en cada puerto. Claro está, a cambio yo debía facilitarle el trabajo, ya sabe, el comercio, los secuestros, las indias y algunas actividades más. En esas condiciones trabajé varios años para Van Rees.»

– «¿Y qué pasó después? ¿Qué se hizo de Van Rees?»

– «Por todos los santos, sea paciente, doctor… Con Van Rees aprendí el negocio a la perfección y estaba seguro de poder llevarlo adelante por las mías, incluso mucho mejor que él. Pero el bastardo había cumplido siempre su palabra, tanto conmigo como con el resto de la tripulación, y…»

– «¿El resto de la tripulación? ¿Es que hay más personas en este barco?» , interrumpió Kovayashi, satisfecho de ver confirmado el segundo de sus razonamientos.

– «Válgame Dios que sí. ¡Qué olvido el mío! Ellos son Patinho y El Palmera. Ambos trabajan en la cocina, limpian, bajan a tierra, cumplen órdenes diversas. Los muy malditos son gente de temer, pero sin ellos estaríamos muertos en muy poco tiempo. Es decir, tal vez pronto lo estemos de todas maneras; y en particular, yo.»

Las colas de David y Nikola, que habían escuchado con atención el relato del capitán Makraff, se enroscaron sobre sí mismas ante la simple idea de perecer en el intento de llegar a Buenos Aires.

Continuará…

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Viento en popa (II)

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Esta es una anécdota en partes: la 43ava en la saga del Dr. Kovayashi.

En muy pocas millas el paisaje había cambiado, y ese indicio inequívoco de avance aligeró el espíritu del trío. La margen derecha había pasado de selva cerrada a una sucesión de arbustales bajos, palmeras y playas doradas. Del otro lado, los gigantes de basalto ya no eran tan altos; por encima de sus hombros había aparecido una deslumbrante franja de cielo horizontal. Kovayashi llevaba su mano a modo de visera pues admiraba a dos bandadas que desde el cielo acompañaban la marcha del Timor. «Han de ser guacamayos, tal vez hoacines», aventuró el doctor en función de la manera en que aleteaban. Llevaba largos minutos mirando hacia arriba. Esos plumajes tan coloridos lo entretenían mucho más que la vista del río negro, cuyas aguas sólo mostraban un exceso de materia orgánica descompuesta y hedionda. Tan abstraído se hallaba con las aves que no se percató de la presencia del capitán, quien sigilosamente se le había puesto a pocos centímetros por detrás.

– «¡Cuánta belleza la de esos arasaríes!», reflexionó Makraff con la mirada clavada en el firmamento. En silencio, Kovayashi no tuvo más remedio que reconocer que no era más que un neófito en cuanto a aves tropicales.

– «Ciertamente”, respondió sin volverse, sin demostrar cuánto se había asustado con su vozarrón rasposo. «Me recuerdan, aunque no sé por qué, a aquel albatros que el marinero matara con su ballesta.»

La respuesta de Makraff, con voz afectada, no se hizo esperar:

God save thee, ancient mariner,
from the fiends tha plague thee thus
Why look’st thou so? ‘With my crossbow
I shot the Albatross’

Kovayashi, cariacontecido, dio un giro sobre sus talones para quedar frente a frente con la abundante barriga de Makraff.

– «Oh, Dios, qué desafortunada decisión», reflexionó el capitán.

– «Yo tomaría con pinzas eso de ‘desafortunada decisión'», se aventuró a comentar el doctor. «Después de todo, Coleridge escribía ficciones, fantasías, pero esos avechuchos son tan reales como usted y como yo. Los depredadores las cazan y las comen, y no por eso caen en eterna desgracia.»

Puestos a manejar asuntos corrientes más allá de escritorios y experimentos, algunos hombres de Ciencia a menudo atraviesan estados de obnubilación semejantes a anoxias cerebrales pasajeras. El doctor era tan consciente de esa deformación profesional que se sintió orgulloso de la gansada que había dicho.

– «Tal vez sí, tal vez no, ¿quién puede saberlo? Le ruego no se enfade conmigo, doctor, pero me pregunto qué sería de la poesía si los poetas pensaran como usted. Además, ¿qué hay de las creencias populares, los mitos, la leyendas? Fíjese, si no, que los indígenas de por aquí reverencian a las arasaríes. Las consideran un buen agüero. Este viaje ya ha sido bendecido por esas dos bandadas.»

– «¿Indígenas? ¿Ha dicho indígenas?»

– «Mi Dios, en minutos almorzaremos y yo aún aquí arriba. Discúlpeme…»

El capitán regresó a las entrañas del Timor con el mismo sigilo con el que emergiera minutos antes. No sólo había evadido la respuesta, también había sorprendido al doctor con sus conocimientos de literatura inglesa y había hablado de indígenas. No obstante, la palabra que más inquietara a Kovayashi fue ‘almorzaremos’, puesto que en ese momento descubrió cuán hambriento estaba.

Continuará…

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Viento en popa (I)

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Esta es una anécdota en partes: la 42ava en la saga del Dr. Kovayashi.

Una vez concluidos los preparativos, con una celeridad que a juicio del doctor era tan justificable como imperativa, el Timor zarpó rumbo al sur bajo el sol del mediodía. El calor perdía la mesura en la piel del doctor; seguramente más de cuarenta grados, y en aumento. No se requería poseer un doctorado en Física para saber que la carga de radiación solar que alcanzaba la cubierta era tan letal como hundirse en alguno de los remolinos negros que de a ratos se dejaban ver sobre estribor. Kovayashi se bajó las mangas de la camisa para proteger sus antebrazos. Tantos meses de sotobosque umbrío le habían debilitado la piel, ahora blanquecina y ajada.

La corriente fluía hacia el norte en caudaloso descontrol. A los ojos de cualquier viajero desprevenido, esa marcha en la que el mascarón de proa cortaba innumerables olas por minuto habría parecido veloz. Sin embargo, los viajeros desprevenidos escaseaban por esas latitudes. Muy por el contrario, Kovayashi, quien por su espíritu científico se mantenía alerta y asombrado, conocía a la perfección los fundamentos del sistema de posicionamiento global, y pese a que no llevaba consigo ninguno de esos pequeños dispositivos pudo determinar que, en efecto, el avance era lento, excesivamente lento. De haber sabido la distancia que aún tenían por recorrer, cosa que Makraff -astuto diablo de mar- se cuidó muy bien de no revelar, habría podido estimar que tendrían por delante más de un mes sobre las aguas. Y habría desesperado.

El hecho de estar yendo hacia el sur, ese sur tan anhelado, trajo aparejado en el doctor y sus dos micos una especie de tranquilidad inesperada y, como suele sucederle a las personas en situación de haber cumplido un objetivo, incluso uno parcial, la mente del doctor se llenó de pensamientos postergados. Así fue como recordó el sobre de papel madera con los escritos de Feather y Teller. Aunque no todo era de buena calidad literaria, en su momento había leído con fruición las historias de El Gringo y La Lucecita, y aún le quedaban al menos dos capítulos para terminarla. Si el viaje en barco se lo permitía, una vez terminada la saga arrojaría el sobre entero a las turbias aguas del río negro.

Más allá de otros temas menores surgidos al azar, la gran preocupación del doctor era cómo recuperar su vida normal en Buenos Aires. En ese sentido, el retorno a la Facultad y a sus estudiantes era, sin lugar a dudas, la preocupación principal. Hacía un año que había desaparecido sin dejar rastros. Cualquier persona en su sano juicio descartaría la idea de poder reaparecer un buen día y retomar sus tareas donde las había dejado. Kovayashi era en extremo consciente de que él conservaba esa chance: unas cuántas llamadas y zanjaría el asunto. La gratuidad de la educación universitaria no eximía a las Facultades de la UBA de realizar constantemente cierto marketing para captar más alumnos y recursos. Hacía cuatro años que el doctor dirigía el máximo de estudiantes permitido por los reglamentos, y no menos del triple de ese número se quedaban año a año con las ganas. Sí, el prestigio que daba su nombre era un reaseguro, y en los últimos tiempos el doctor había aprendido muy bien cómo moverse sin escrúpulos por la oscura zona que existe más allá de reglamentos y leyes.

Continuará…

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