Por la amistad que nos une

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 37ava en la saga del Dr. Kovayashi.

En determinadas ocasiones, los hombres que se regocijan con el ejercicio intelectual deberían darle cabida a las corazonadas antes de proceder a la acción, aun cuando luego expliquen sus aciertos o fracasos con sólidos argumentos teóricos. Así lo entendía Kovayashi, quien a pesar de no tener claro el por qué de ciertas órdenes, había enviado a sus adláteres a que encendieran una gran hoguera y que descolgaran las jaulas con las aves muertas. Días después, en circunstancias que a su debido momento serán narradas a los lectores, el doctor no encontró más justificación para los hechos que el instinto de supervivencia y la necesidad de retomar la marcha.

Anochecía. Kovayashi se hallaba mesmerizado por la sensualidad de las llamas cuando una idea fugaz lo impulsó a abrir de nuevo el sobre. Al meter la mano, esta vez hasta el fondo, sus yemas reconocieron una textura diferente, un papel suave que aun doblado al medio sobresalía entre los billetes. Su mente racional entendió que no podía ser otra cosa más que una nota del Sr. X, y por eso se apresuró a leerla.

«Una excelente respuesta, doctor. Algún día el mundo comprenderá, como usted, que se puede prescindir de la verdad pero no del amor. Espero que sepa disculparme, he sido muy descortés al sedarlo como a un animal salvaje y luego partir sin decir adiós. Pero sé que hice lo correcto. No puedo mentirle, anoche no le perdoné la vida, aunque lo habría hecho de haberme contestado usted incorrectamente. Por eso, mi amigo, dado que nada puedo exigirle sólo habré de pedirle un favor muy importante: encuentre la tumba donde yace mi familia y permítame descansar sobre sus restos. Mañana por la tarde -ya he arreglado los detalles- un helicóptero lo estará esperando en el embarcadero sobre el río negro para transportarlo hacia el noroeste. El piloto lo bajará cerca del lugar, que la selva debe de haber cerrado por completo. En el sobre encontrará dinero suficiente para compensar los gastos y las molestias. Más allá de eso, sólo le deseo buena suerte. Por la amistad que nos une, X.»

La nota se desligó de la mano y cayó al suelo como una hoja marchita. Él la siguió con atención mientras pensaba que esos vaivenes no eran sino un eco de sus vacilaciones. «¿Qué debo hacer?», se preguntó una y otra vez, sabiendo que ninguno de los que lo rodeaban -ni los micos, ni los fantasmas de Scalisi, W y Rómulo- podían ayudarlo en su decisión. Un solo detalle de lo leído lo había alegrado: estaba a un día de un embarcadero, y un embarcadero implicaba la chance de conseguir una barcaza que lo llevara lejos de allí. Pero el resto era indigerible como un trago de fuel-oil. De cumplir el pedido del Sr. X terminaría quién sabe dónde hacia el noroeste, cada vez más lejos de su casa. Cierto era que había desarrollado una simpatía por ese infeliz y que dejarlo en el campamento sin los huesos de aquellos familiares a los que había masacrado a sangre fría quizás fuera condenarlo al desamor eterno.

Tras varios minutos de silencio y concentración, Kovayashi volvió en sí y a voz en cuello ordenó a David y Nikola que le trajeran el cadáver del Sr. X. Sin importarle que la noche se había cerrado, se echó al hombro la mochila.

– «¡Muévanse, bestias, que el camino será largo y la noche muy negra!»


Autobombo narrativo

Estándar

Les quería comentar que un cuento mío fue publicado en la revista Narrativas. El cuento se llama La cita estaba agendada y había salido antes en este blog como parte de la saga del Dr. Kovayashi. De hecho, nobleza obliga, debería cederles el crédito a Heriberto Feather y Ferdibaldo Teller, verdaderos autores del cuento.

Y no mucho más que eso, estoy contento.

Portada de Narrativas oct-dic 2011

Portada de Narrativas Nro. 23

 


Clandestino

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 31a en la saga del Dr. Kovayashi.

«Nikola… David… ¡Su dulce!»

Como consecuencia del pasaje a la clandestinidad, el humor del Dr. Kovayashi había sufrido cambios como nunca antes en su vida. Podía moverse con facilidad entre extremos tales como la felicidad de ser libre y la angustia asfixiante de la soledad. Dos primates lo habían aceptado bajo su tutela, visitándolo a diario para llevarle frutas y prodigarle cuidados; a cambio, sólo le exigían generosas porciones de dulce de guayaba, que él compartía de buena gana. Había llegado al borde de su existencia. No tenía con quién hablar excepto Nikola y David, cuyas energías vitales le recordaban a Tesla y a Bowie. Con frecuencia, harto de mirar las cuatro paredes de caña de su choza, salía a caminar por la selva enmarañada. Llevaba consigo la estrella ninja y practicaba puntería contra el grupo de monos que no se animaban a visitarlo. Nikola y David se abstenían de gesticular al respecto pues entendían que esas muertes no eran en vano: con ellos, el Doctor preparaba exquisitos consomés.

Desde que escapó de Argentina, el Doctor debió sortear problemas complicados, desde cruzar fronteras por pasos ilegales, improvisar canoas con troncos de bombacáceas, atravesar ríos de aguas turbillonarias, enfrentarse con traficantes de fauna a machetazo limpio, o extraviarse en pantanos infectos, al límite de sus fuerzas.

No obstante, sus ansias de libertad lo fortalecieron y estimularon. El aguantadero selvático donde vivía era una choza construida sobre un terreno elevado, donde casi todos los días caían aguaceros de corta duración. Al salir el sol, el vapor de agua subía desde el suelo en forma de neblinas lechosas. En esos momentos, el Doctor imaginaba que al levantarse la humedad volvería a encontrarse cara a cara con el homúnculo de la bolsa de bruma y su amigo de la túnica iridiscente. Después, al regresar de su ensueño, era capaz de arrojar la estrella mil veces más fuerte. Pero matar animales no lo hacía menos infeliz.

¡En qué poco tiempo el alma de Kovayashi había caído en la angustia y la tribulación! Después de siete meses ya no le alcanzaba con saber que allí estaba seguro. Las mañanas, las tardes y las noches habían perdido su atractivo natural y apenas le servían de fondo para evocar los tiempos idos. En ocasiones creía ver al viejo Scalisi y a la Sra. W. y su esposo Rómulo errando como Curajhy-Yarás por el laberinto de hojas y lianas. Sus gemidos de fantasmas en pena lograban socavabar la culpa del Doctor ya que, de alguna manera, él los había ayudado a morir. Su antigua estima por la raza humana había flaqueado al extremo de confundirse con el odio. Y en el sinsabor del ostracismo juró por sí mismo y por el verdor que lo rodeaba regresar pronto a su barrio para rehacer su vida, o lo que le quedaba de ella.

En ese estado cercano a la depresión, Kovayashi se preguntó muchas veces qué sería de Heriberto Feather y Ferdibaldo Teller, a quienes se sentía hermanado por haber ajusticiado a Jorgito Kandraski. De ellos conservaba el recuerdo de sus rostros y un voluminoso manuscrito que tenía menos de novela que de collage de textos. El Doctor se consideraba a sí mismo un excelente crítico literario, por lo cual sufría al no poder decirles personalmente a esa pareja de mequetrefes cuán execrables le resultaban sus escritos. Había discurrido por las páginas de cuentos como Dos guitarras y un cajón peruano y La cita estaba agendada, sintiéndose no menos que indignado por tamaña mediocridad. Incluso había comenzado a leer otro cuento, El perro era dulce, pero decidió abandonarlo por su longitud exagerada. No dudaba de que Feather y Teller eran tan malos con la pluma como con la 9mm.

De repente, Nikola y David se descolgaron desde las ramas de un inmenso árbol de San Francisco para caer sobre las piernas del Doctor, que todavía se medía la voluntad en su camastro de pieles de mono. Ambos traían en sus diestras sendos frutos maduros de pitajaya para compartir con su protegido. Sin abandonar su posición horizontal, Kovayashi partió los frutos con sus manos y levantándolos cual ofrenda a un dios en el que no creería nunca más, brindó con sus peludos amigos.

«Nikola, David… brindo porque el regreso sea pronto e inmensa nuestra alegría. Porque quiero que sepan, mis fieles amigos…» declamó el Doctor llevándose una mano al corazón «…que no me iré solo de este lugar.»

Las palabras sonaron tan emotivas que Nikola, David y el mismísimo Kovayashi comenzaron a sacudirse con las vergonzosas convulsiones del llanto. Después de consolarse en un abrazo colectivo, los primates huyeron a la selva para engullir el dulce de guayabo. Mientras tanto, el Doctor había conciliado un sueño depresivo que lo retuvo en su camastro por el resto del día.


Una luz en la oscuridad

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 29a en la saga del Dr. Kovayashi.

La noche discurrió sin mayores sobresaltos, pero no sin revelaciones sorprendentes. Charlaron calmadamente, cada uno a su tiempo. Habían pasado del té a la ginebra, servida en las mismas tacitas a falta de vasos adecuados. Feather llevaba la voz cantante del dúo, y Teller (a quien se debía suponer «el diamante en bruto de las letras») guardaba silencio salvo para aportar precisiones innecesarias. La primera de las sorpresas la recibió Kovayashi.

_ «¿¡¡Jorgito!!? ¿Están seguros?» La mandíbula de Kovayashi volvió a caer en picada.

_ «No queremos ni nombrarlo por su nombre de pila. Es un hombre demasiado poderoso. Apenas si nos atrevemos a llamarlo Kandrasky, y en voz baja…» A Feather se le notaba el miedo en la manera que revoleaba los ojos, como si el mismísimo diarero estuviera escondido en el departamento, presto para saltarle al cuello y desgarrárselo con los dientes. Había que hablar, efectivamente, en voz muy baja.

_ «¿Jorgito, el diarero?», repreguntó Kovayashi, incrédulo. «Debí suponerlo… El muy hijo de puta se hace llamar Kandrasky…» Los pensamientos giraban en su cabeza como en el tambor de un secarropas. Hasta que no se detuvieran, el asombro lo mantendría parcialmente atento a las palabras de Feather y Teller.

_ «En efecto. Él…» dijo Feather mientras dibujaba con el índice una K en el aire para no mencionar a Jorgito, «…nos encontró, no sé cómo diablos. Nosotros no sabíamos que teníamos un… ejem… tío lejano. Nos reunimos en un lugar neutral, muy lejos, en Matheu, en un bar viejísimo a la vuelta de la plaza. Teníamos que ir solos. Tomamos el tren, que se rompió tres veces; se nos hizo eterno el viaje… Una vez en el bar nos dimos cuenta de que él había llevado a dos de los suyos.»

_ «Jugaban al billar», acotó Ferdibaldo.

_ «Él nos describió nuestro parentesco con el tío y nos dijo que ya tenía todo arreglado en el Municipio para que este piso fuera nuestro, nos mostró papeles, habló de agregar dinero para ciertos funcionarios que trabajaban para él… en fin. Hicimos una cuenta rápida con Ferdibaldo y no lo dudamos: con el dinero de la venta del piso podríamos costearnos la edicion de la novela que Ud. está leyendo.» Al mencionar la palabra «novela», los ojos de Teller cobraron un brillo particular. Ni él ni Heriberto podían imaginar que esa novela estaba esparcida por todo el living del Doctor. «Así que nuestra respuesta fue inmediata y… ejem… afirmativa. En menos de diez minutos ya habíamos firmado media docena de documentos, escrituras, declaratorias de herederos, todo falso como billete de tres… ejem… de tres pesos. Pero una vez que esos papeles llegaran a las manos de sus funcionarios corruptos, se transormarían en documentos legales.»

_ «Si el parentesco es verdadero, tarde o temprano el departamento iba a ser de ustedes. No deberían haber firmado nada…» Las ideas del Doctor se iban desacelerando, al tiempo que un plan empezaba a tomar forma en su cabeza.

_ «Cierto… Debimos sospechar cuando se frotó las manos como una mosca en la mierda», acotó Ferdibaldo después de vaciar su tercera taza de ginebra.

_ «Escuche, Doctor: Scalisi, según nos contó Él, tenía una esposa de la que nunca llegó a divorciarse. No tenía hijos, sólo esposa. Así que, obviamente, este departamento acabaría en sus manos. La oportunidad que nos ofrecía… ejem… ya sabe quién, era de oro para nosotros. Pero ahí fue cuando empezó a hablarnos de un tal Kovayashi, dijo ciertas cosas…, muchas cosas; rápidamente nos dimos cuenta de que lo que en realidad quería era que lo matáramos. Habría dinero en efectivo, mucho.» Kovayashi tuvo la sensación de que, en el fondo, Feather lamentaba más tener que dejarlo vivir que haberse metido hasta las orejas en negocios demasiado turbios e inmanejables.

_ «Tendría que haber visto su cara, Doctor. Los ojos le brillaban, y esa… ejem… esa sonrisa que no se le borraba… era siniestro, y tuvimos miedo, ¿no fue así, Ferdibaldo? Intentamos deshacer la operación, pero ya era tarde. Él comenzó a extorsionarnos con los papeles que acabábamos de firmar.»

_ «En ese momento, los del billar dejaron la mesa y se pusieron uno detrás de nosotros y el otro en la puerta…» acotó Teller.

_ «Estábamos cometiendo varios… ejem… varios delitos juntos, desde sobornar funcionarios hasta falsificar documentos. No, si nos tenía agarrados de las… ejem… bolas, el malparido. Así y todo, nos iba a pagar una montaña de dinero por eliminarlo. Ciertamente, no teníamos muchas opciones, como comprenderá, Doctor. Es más, hasta nos regaló la pistola de Teller en una bolsa de papel madera que nos pasó por debajo de la mesa.»

_ «Bueno, me alegro profundamente de que se hayan dado cuenta de que Jorgito los estaba usando contra mí. No me extrañaría que todo el resto fueran bolazos, mentiras que usó para poder extorsionarlos, para forzarlos a convertirse en asesinos sin tener que molestarse en enfrentarme… Es Increíble, hoy mismo me alcanzó el diario a casa y se mostró como el Jorgito de siempre, fue simpático, habló de política y hasta recordó cuando era niño y le traía el periódico a mi viejo… ¡Increíble!» El lamento de Kovayashi fue sincero, profundo, y sus especulaciones acerca de Jorgito fueron avaladas en silencio por Feather y Teller. En un flashback, el Doctor recordó cómo lo había usado a él mismo para «limpiar» el barrio matando a aquellos chorros, y también cuando se encontraron a oscuras en el mismo departamento en el que estaban. Jorgito le había devuelto la estrella ninja que él olvidara clavada en el cuello del muchacho, y eso suponía que, llegado el caso, también él podría ser extorsionado (o eliminado) a voluntad. «Reverendo hijo de puta», pensó y sintió ganas de vomitar.

_ «De todas maneras, Doctor, Él va a querer ver su… ejem… su cadáver.» Las palabras de Feather no escondían su miedo: si Kovayashi sobrevivía, Ferdibaldo y él estarían en serio peligro, no sólo de ir a la cárcel, sino de acabar fríos en una zanja. De repente, un estado de paz interior se apoderó del Doctor; había concluido con éxito un razonamiento brillante. Se puso de pie con la velocidad del refucilo, y señalando con ambas manos a sus interlocutores les dijo: «Señores, se me ha ocurrido un plan infalible. Escuchen, porque esto es lo que haremos mañana para llegar a vivir una senectud alegre dentro de muchos años.»

Y así fue cómo el Doctor Kovayashi les explicó su idea a Feather y Teller, con lujo de detalles. Los escritores escucharon con atención y preguntaron cada vez que tenían dudas. Antes de poner el plan en marcha, todos deberían de hacer ciertas compras y tareas durante la mañana del día siguiente. Sin más, se despidieron.

Una hora después, en la oscuridad de su jardín y de rodillas como un penitente, Kovayashi elevaba sobre su cabeza un objeto metálico. Los rayos de luna en cuarto creciente parecían lastimarse en los filos de la ofrenda, y al seguir su camino dibujaban sobre la medianera la terrible silueta de una estrella ninja.

Publicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

El fantasma tenía razón

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 28a en la saga del Dr. Kovayashi.

Send… OK.

«¡Excelente!» se congratuló el Doctor antes de apagar su laptop. «Esto los quitará de mis sueños al menos por un par de semanas.» Finalmente había conseguido devolverle a sus alumnos los tres manuscritos pendientes. Las correcciones habían sido tan obvias como lapidarias, pero si ellos deseaban hacer carrera en la Ciencia debían afrontarlo. Se suponía que le habrían de entregar versiones finales; para su desencanto, sin embargo, los tres manuscritos estaban más verdes que una Granny Smith.

Un sinnúmero de pensamientos laterales le habían agregado sinuosidades al proceso de corrección. En un momento, Kovayashi había dibujado tres elipses concéntricas sobre una hoja borrador. La elipse interna era de color verde y encerraba su propio nombre. La del medio era amarilla, y sobre su perímetro podía leerse, también en amarillo, FyT. La elipse externa estaba trazada con guiones rojos y contenía un solo nombre: Kandrasky. El modelo semafórico lo había ayudado a aclarar sus pensamientos. Si decidiera darle crédito al mensaje de Rómulo, entonces la hipótesis de «peligro inminente» cobraba vida. Para Rómulo, dos personajes eran de temer. El primero era, en realidad, un dúo: Feather y Teller. Kovayashi nunca había pensado en ellos como una amenaza, sino más bien como dos ridículos pelmazos; ahora debía reconsiderarlo. El segundo era Kandrasky, un individuo misterioso de quien, según el finado Rómulo, debía estar particularmente alerta. ¿Quién sería ese hombre (¿o esa mujer?) y qué motivos podría tener para eliminarlo? Cierto era que no iba a quedarse encerrado hasta que lo convirtieran en pastrón. Tendría que exponerse, hacer preguntas, desafiar al bastardo para que saliera a la luz. Y el mejor comienzo, estimó, sería realizarles una visita «amistosa» a Heriberto y Ferdibaldo.

Kovayashi leyó la programación de la TV por cable y determinó que el momento ideal para salir sería a las 21:25, exactamente 15 minutos después de comenzado el superclásico. Así lo hizo. Las ventanas del departamento estaban cerradas, la calle, despejada, y la temperatura había descendido a valores racionales. Ingresó al edificio de los escritores con su llave duplicada y esperaba hacer lo mismo al subir. Según sus cálculos, los escritores ya se habrían retirado; podría revisarlo con tranquilidad todo el tiempo que deseara. Ignoraba Kovayashi, no obstante, que desde las 21:25, Ferdibaldo empuñaba nerviosamente su Parabellum 9mm con silenciador en la semipenumbra del 1º A.

En los últimos tiempos, la conducta del Doctor se había apartado de los mandatos de las buenas costumbres, y eso incluía el asesinato. Esa noche, la vergonzante lista se había engrosado con una violación de domicilio. Kovayashi era consciente de todo, lo sufría y le generaba culpa, aunque no dejaba de maravillarse de las nuevas habilidades que había adquirido. ¡Con cuánta delicadeza había hecho girar la llave en la cerradura, qué poco aire había desplazado o cuán sordos habían sido sus pasos al ingresar al living, qué veloz había sido al abrir y cerrar la puerta! Se sentía verdaderamente seguro de sí mismo, aun cuando no había llevado un arma.

En el corto segundo entre que la luz se encendió y el brazo de Heriberto se le enroscó en el cuello, Kovayashi detectó que el estudio de escritura ya no existía como tal. Todo estaba embalado, excepto los escritorios. Evidentemente, Feather y Teller habían planeado cómo huir luego de encargarse del él. Lo que más le extrañaba era, empero, no comprender el motivo por el cual estaba a punto de perder la vida. Aquel brazo fibroso ajustaba mucho. De repente, Ferdibaldo apareció desde de la cocina. Llevaba en su otra mano un retrato del viejo Scalisi. Kovayashi no podía hablar; ya cerca de la anoxia, pero consciente, entrecerró los ojos.

_ «¡Soltálo que lo quemo¡» Teller sudaba a mares. Gritaba en voz casi imperceptible, estirando al máximo los tendones del cuello para no llamar la atención de los vecinos. Kovayashi dedujo que Ferdibaldo, a pesar de estar a metro y medio, temía fallar el disparo. Mientras Feather estuviera detrás, la ejecución se postergaría, y eso le daba tiempo para intentar pensar.

_ «¡No, es peligroso!» Contestó Feather, también cubriendo su voz y sensiblemente alterado.

_ «Soltálo, pelotudo…» El temor de Teller y la impericia de Feather le daban claramente la razón a Rómulo, razonó Kovayashi, que en su fantasmal aparición los había calificado de impostores. Tal vez esos dos fueran escritores, pero delincuentes profesionales, nunca. Súbitamente, Heriberto relajó el brazo y con un impulso vertical dejó al Doctor tendido sobre el parquet. Si podía hablar antes de que Teller gatillara, entonces habría esperanzas.

_ «¡¡Kandrasky los está usando!!» Kovayashi gritó tan fuerte como pudo, y un dolor agudo como un picahielos le atravesó las cuerdas vocales. La jugada estaba hecha, y la respuesta, verbal o metálica, llegaría inmediatamente. Sentado contra la pared, apretó las mandíbulas. Teller volvió a levantar el brazo y le apuntó a la cabeza. El arma temblequeaba en sus finos dedos. Kovayashi supo que el mequetrefe nunca había matado a nadie y lamentó tener que ser el primero. Teller transpiraba. Entre su mano y la culata de la Parabellum se había formado una capa de sudor viscoso. Poco a poco, el índice de Ferdibaldo se fue cerrando sobre el gatillo hasta que un estampido seco, distinto al fiú apagado de las películas de espías, resonó en el living. En el mismo instante en el que la bala hacía explotar un inmenso parche de revoque a 2 centímetros de la oreja de kovayashi, Feather pateó el antebrazo de Teller y la pistola cayó lejos por el pasillo del baño. Había llegado tarde, pero por fortuna para el Doctor no habría segundo disparo. En los rostros de Ferdibaldo y Kovayashi sólo cabía la incredulidad.

_ «Nuestro vecino sabe algo que nosotros no. Escuchémoslo, hay tiempo para agujerearlo después», dijo calmadamente Feather mientras Teller, hirviendo en ira, corría a buscar la Parabellum.

Kovayashi nunca había estado tan cerca de su propia muerte. Rejuntó fuerzas y habló; las palabras eran su única arma. «Miren, no sé quién es el tal Kandrasky, ni tampoco sé quiénes son ustedes. Sólo sé que no son profesionales y que el tipo no quiere ensuciarse las manos. ¿Quién es K…»

_ «No le diremos nuestros nombres. Somos algo así como sobrinos… ejem… sobrinos terceros de…» lo interrumpió Heriberto, señalando el retrato del viejo Scalisi. La mandíbula de Kovayashi cayó verticalmente, dándole a su cara el rictus de asombro que le faltaba. «Kandrasky no entró en detalles, apenas sabemos que Ud. lo… ejem… lo mató.»

_ «¡Vamos… no me van a venir con que esto es una venganza!» Kovayashi se animó a soltar una risita sarcástica. «Se equivocan conmigo. Yo no maté al viejo. ¿Quién es Kandrasky? ¿Qué les prometió?»

_ «Matémoslo ya, Heriberto…» insistió Teller, que había amartillado nuevamente la Parabellum.

De repente, Kovayashi recordó un detalle, aquella nota manuscrita que había extraído del sobretodo de Scalisi después de su muerte, y que siempre llevaba consigo en la billetera. Pidió permiso a los escritores para sacarla y se la entregó a Feather, que la leyó ansiosamente en voz alta. «Hola Doctor. Cuando lea esto yo ya no voy a andar más por acá. Después de lo de anoche, creo que me voy derechito al… ejem… infierno. Pero sepa que le estoy agradecido, y mucho. Por primera vez en mi vida algo me salió bien, debe estar orgulloso de mí. Perdóneme la letra, tengo muy poca fuerza y la derecha no me funciona. Así que cuando me acueste ya no me levantaré otra vez. Nos vemos en unos años. Luis.»

_ «Creo que le debemos una… ejem… una disculpa, Doctor.» La voz de Heriberto sonó cansada. Mientras Teller, pensativo, devolvía el arma al cajón, Feather lo ayudaba a Kovayashi a ponerse de pie. El Doctor tenía muchas ganas de llorar y también quería erradicar de la faz de la Tierra a los dos payasos. Por fortuna, su cerebro estaba frío como un iceberg, y eso le ayudaba a calmar su espíritu. «Ya habrá tiempo para ajustar cuentas», pensó. Al cabo de un rato de introspección, los tres hombres bebían té de jazmín sentados al escritorio de Teller.

Publicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Espejismos

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 27a en la saga del Dr. Kovayashi.

El living recibía con alivio la sombra entrecortada de la persiana de barrio. La atmósfera húmeda era apenas tolerable, pero en la calle el aire literalmente hervía. Era el momento de la siesta. Todo quemaba; incluso, sobre los adoquines de Tres Sargentos se podía ver el ondular de los espejismos. Con un mismo impulso, Kovayashi dio un portazo, arrojó con furia el sobre de papel madera y fue a la cocina a servirse dos vasos de té frío con limón. Las hojas volaron por todo el cuarto.

Había vivido el stress de creerse en peligro. Sabía que eran sólo conjeturas atadas con hilo dental, pero había aprendido a confiar en la intuición. Llevó los vasos a su escritorio; leería algunos manuscritos de sus dirigidos. No era algo que le resultara placentero ya que pocos de ellos sabían escribir bien. Sólo debía hacer el trabajo, devolvérselos por email y a otra cosa. Sentado en su amado sofá dejó que las primeras páginas discurrieran entre sorbo y sorbo, empapándolas con el sudor de los vasos. El Doctor notó que sutilmente sus párpados iban dejándose caer, al tiempo que su vista saltaba anárquicamente de un párrafo a otro. En cuestión de minutos estuvo dormido como un lirón.

¿Cómo explicar que no demasiadas semanas atrás le era imposible conciliar el sueño sin pastillitas, y ahora, después de cortarle el cuello a una persona, dormía la siesta como un bebé? Era algo sobre lo que el Doctor no se atrevía a pensar.

El sueño lo acogió como lecho de plumas de caburé. Un aula de la facultad era el escenario, y sus estudiantes de doctorado, los protagonistas. «Lo de siempre», razonó. Querían sus trabajos corregidos y se los reclamaban airadamente. A un tris de despertarse, Kovayashi les pidió que se calmaran e hizo algunas promesas vagas. Así logró deshacerse de ellos: sin abrir los ojos y sin violencia. Eso lo satisfizo. Luego deambuló por varias aulas portando en una mano el sobre de manuscritos sin corregir. A cada paso, el sobre lo incomodaba más y más, por lo que decidió dejarlo abandonado sobre un escritorio cualquiera. De repente, la perdida de los manuscritos le causó angustia. «Me van a denunciar», se lamentó. Sin embargo, siguió avanzando. El sueño lo condujo por un corredor largo y poblado de oficinas a ambos lados. Sin motivo aparente ingresó a una de esas oficinas, donde una recepcionista muy bonita lo invitó a tomar asiento y esperar. No había transcurrido mucho tiempo cuando le avisó que lo estaban aguardando. Frente a sí apareció una puerta que no había visto antes, de madera trabajada y con una placa de bronce ilegible. Al ingresar se percató de que estaba en su propio escritorio. Giró la cabeza hacia la izquierda y, sorprendido, pudo verse a sí mismo dormido sobre el sofá. Más sorprendido aun, a su derecha, desnudos y alegres como si nada les hubiera pasado últimamente, lo aguardaban sus (ex)buenos vecinos Rómulo y W.

_ «¡Qué gusto verlo de nuevo, Doctor!», se adelantó a hablar la Sra. W., y señalando con su índice hacia el sofá añadió: «Por favor, no meta ruido, podría despertarse…» Rómulo estaba sentado en la silla de la PC. Observaba alternativamente al Doctor y a su esposa, siempre con una amplia sonrisa. Por su parte, W. permanecía de pie como preparada para desaparecer, si fuera necesario.

_ «Tenemos poco tiempo, Doctor, y Rómulo quiere decirle algo muy importante.» Entonces, el foco de la atención recayó en el bueno de su marido. Kovayashi notó que Rómulo abría la boca pero las palabras no le salían. Tan grande abrió la boca que el Doctor pudo ver un objeto plateado que brillaba detrás de su campanilla. «Un momento», dijo la Señora W., quien metiéndole la mano hasta el fondo logró extraerle una caja metálica alargada. De ella sacó una hojita manuscrita que entregó al Doctor. Luego volvió a colocar la caja en la garganta de Rómulo. La caligrafía era espantosa, mas Kovayashi se las arregló para leer el texto completo.

«Doctor Kovayashi, ya sabe que tanto W. como yo estamos… Puedo ver cosas que ni se imagina, ya le contaré algún día. Ahora es importante que sepa que hay peligro cerca, que ande con pies de plomo. Cuídese de Kandrasky. También de esos dos impostores, pero más de Kandrasky.»

_ «¡Kandrasky!», dijo Kovayashi justo en el momento en que la pareja comenzaba a desvanecerse. Rómulo y W. se pararon y sin dejar de sonreirle lo saludaron y atravesaron el muro hacia la que, en vida, fuera su casa.

_ «¿Kandrasky?», se preguntó Kovayashi al despertar en su sofá. Estaba empapado de transpiración, al igual que el tapizado. «¿¡Quién es Kandrasky!?» Desconocía la respuesta.

En una veloz carrera salió de su casa y no paró hasta detenerse frente a la puerta clausurada de la que fuera la casa de Rómulo y W. «No. No es posible…», dijo para sí con más negación que incredulidad, y regresó a su casa, a su sofá, para continuar la lucha con los manuscritos.

En la esquina, los espejismos no cesaban de danzar.

Publicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Feather & Teller, escritores

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 26a en la saga del Dr. Kovayashi.

_ «Acaba de entrar a su casa, parecía ofuscado…»

_ «¿A qué te refieres?»

_ «Verás, tomó nuestra hermosa tarjetita (¡con lo que me costó insertarla entre el marco y la puerta!) y sin ni siquiera echarle un vistazo la arrojó a la calle como si se tratara de una…»

_ «¡¡Shhh!!» interrumpió Feather, acompañando su grosería con un movimiento de brazos. Le agradaban esos golpes de efecto, y paladeaba el silencio posterior con verdadera fruición. Ahora tenía frente a sí a un Teller cariacontecido, por lo que se cuidó de no retomar la charla antes de tiempo. «No lo digas, alguien podría escucharte. El tipo está desequilibrado, lo sabemos pues lo hemos observado de sobra. No importa cuántas tarjetas le hayamos dejado, por varios días se recluirá en su casa. Tendremos que volver a postergar el… ejem… trabajo.»

_ «¡Zambomba! Hablas con la verdad, Heriberto, y por ello te admiro y te detesto al mismo tiempo. De sólo pensar que permaneceremos más días en este barrio, en este piso… Quiero irme. Ya escribimos lo necesario, terminemos ahora mismo el resto y larguémonos.»

_ «Discreparé contigo, amigo Ferdibaldo. Tanto la vecindad como la particular etología de sus habitantes me resultan muy… ejem… seductoras. Además, conoces mi carácter, odio dejarme llevar por la ansiedad. ¡Todo a su debido tiempo! Sugiero que nos relajemos y que continuemos editando el manuscrito.» Y habiendo dicho esto, Feather retornó a su ordenador. Teller, por su parte, fastidioso y con los brazos en jarra, miró el primer cajón de su escritorio y recordó que allí había colocado la 9 mm.

Sin embargo, Feather estaba tan equivocado como rascarse el pie con el zapato puesto, ya que en ese mismo momento el Dr. Kovayashi cruzaba la calle hacia el departamento. Enero había convertido a Sobremonte en un horno solar. Ya no quedaban pastos entre los adoquines ardientes, ya nadie caminaba por esas veredas a riesgo de insolarse o de ser asaltado en soledad. Además, el zumbido de los acondicionadores de aire era intolerable. «Jodido estilo de vida», se lamentó Kovayashi, «cada cual en su cueva hasta el otoño». Su reloj pulsera marcaba las 13:45. No eran horas para andar visitando vecinos, pero ciertamente no le importaba. Acababa de regresar del hospital, donde se había enterado de boca del mismísimo Brontes que cinco días después de aquella visita, Rómulo había partido al más allá, y que si bien no eran cosas de su incumbencia, al día siguiente el cadáver había sido reclamado y retirado por un enano giboso. Sin lamentos ni preguntas, Kovayashi se despidió del médico y enterró definitivamente el asunto de la Sra. W. y su esposo Rómulo.

Cuando Feather abrió la puerta, Kovayashi notó que sólo veinte días sin verlo habían bastado para que olvidara sus rasgos. De todos modos, ambos se saludaron cordialmente como si fueran vecinos de larga data. Escondido tras el cuerpo de Feather, Teller entreabrió el cajón del escritorio.

_ «Permítame presentarle a mi socio: Ferdibaldo Teller», dijo Feather.

Aun para el delicado criterio fisonómico de Kovayashi, el parecido entre Feather y Teller era tan desconcertante como sus nombres. «Saquemos factor común y veamos qué queda», pensó el científico. «Queda un tipo ni alto ni bajo, magro, levemente encorvado hacia delante; cara afilada, frente ancha, nariz cortada a formón, ojos marrones, dientes manchados de nicotina; brazos largos, manos huesudas, sin anillos; pantalones de franela, tiradores, camisa con aureola de sudor; cabello pardo, peinado hacia atrás con grasa. Mocasines negros, sin lustrar.»

_ «En cuanto a mí, puede llamarme Heriberto, Doctor», dijo Feather, y haciéndose a un lado añadió: «¿Se queda, no? Perfecto; el té está recién preparado.»

Kovayashi demoró en responder pero conservó una sonrisa pétrea hasta completar su razonamiento. «Ahora analicemos el tamizado. A primera vista, Heriberto parece más simpático, aunque mejor ser precavido: al darnos la mano sentí que sacudía un arenque fofo. Posee un tic nervioso que lo hace parpadear repetitivamente; posiblemente sea una afección neuronal. Su camisa es blanca a cuadros azules. Luego, Teller es un tipo taciturno, enigmático. No me dio la mano, saludó de lejos agachando la cabeza. Su camisa es a bastones celestes verticales. Su PC está apagada.»

_ «Como le decía, somos escritores», arrancó Heriberto. «Ficción, principalmente. Formamos una buena sociedad, ¿no es así, Ferdibaldo? Puede parecer introvertido, y de hecho lo es, pero el 100% de nuestras historias nacen de su febril imaginación. Es un verdadero genio. Yo sólo oficio de… ejem… abogado del diablo; escribo y edito… son funciones de las que me enorgullezco y que, por otra parte, él sería incapaz de llevar a cabo. Trabajamos por encargo y bajo seudónimo estricto. TV, internet… cosas por el estilo. Por eso nunca oyó de nosotros. No obstante, aquí estamos por algo diferente, alquilamos este bonito departamento para escribir en paz nuestra primera… ejem… novela.» El Dr. pensó que si hubiesen visto el piso en los días de Scalisi, con el olor pestilente, la pascualina momificada en la puerta de la heladera y la ballesta manchada con sangre de pene, eso de bonito habría estado de más.

_ «Para nosotros sería un verdadero honor si Ud., Doctor, leyera esta primera versión», dijo Heriberto mientras apoyaba sobre su escritorio un sobre de papel madera con una inscripción manuscrita: «Kovayashi». El Doctor tomó el sobre y tras excusarse por los efectos diuréticos del té, pasó al cuarto de baño; nunca imaginó cuánto irritó a Teller el hecho de que no preguntara el camino…

La estadía en el recinto sagrado se prolongó más allá de la micción. Por múltiples razones, Kovayashi desconfiaba de ambos. Excepto los consagrados, ningún escritor ignoto alquilaría un piso para escribir su primera novela. Además, si apenas lo conocían, ¿por qué le habían confíado la lectura del manuscrito? Tampoco era normal que le hubieran pasado 40 tarjetas de presentación bajo la puerta. Trabajaban todo el día, mas no interactuaban con nadie, no recibían el periódico, no salían a hacer compras. Era evidente que los movía algún tipo de interés en él, un interés enfermizo. Esta conclusión le erizó los pocos rulos de la nuca.

La culata de la pistola estaba a la misma temperatura que la palma de Ferdibaldo, pero Kovayashi nunca se enteró. Para el momento en que regresó al living, Feather ya se había bebido todo el té y como hipnotizado leía un texto de la pantalla de su PC. Por el grosor del silencio indujo que habían discutido, así que se despidió desde la puerta con un «adiós» inexpresivo, bajó la escalera y escapó a la vereda usando un duplicado que nunca había devuelto. Ya en el umbral de su casa miró hacia el ventanal del 1ro A donde reconoció las dos siluetas tras el cortinado. Agitó sobre su cabeza el sobre de papel madera como reiterándoles cuán agradecido estaba, aunque entre dientes los maldecía y perjuraba quemar ese manuscrito tan pronto le fuera posible.

_ «Fue un error dejarlo ir», masculló Teller mientras guardaba la 9 mm en su cinturón.

_ «¡¡Shhh!!», respondió Feather.

El silencio duró hasta el día siguiente.

Publicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Jingle Bell

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 25a en la saga del Dr. Kovayashi.

Kovayashi repasó uno por uno el grupo entérico: «Escherichia, Enterobacter, Salmonella, Shigella, Proteus, Pseudomonas, Alcaligenes». El olor a mierda en ese baño de hospital era inaguantable y mientras despresurizaba la vejiga tenía que evitar pensar en que estaba aguantando la respiración y que aún le quedaba bastante por desagotar. Tenía los ojos cerrados; mantenía aprisionado el antebrazo entre la cabeza y la pared de azulejos encima del mingitorio. Pero de nada le sirvió el esfuerzo, para cuando cerró la bragueta ya llevaba un buen rato respirando inmundicia. «¡Qué baranda! Este hijo de puta se desayunó una momia», pensó frente el espejo mientras peinaba sus pocos rulos con los dedos mojados. «Es así, hermano, sos vos», parecía decirle el espejo. En ese estado permaneció un instante, pensativo, mesmerizado por su propio reflejo, hasta que un chistido lo devolvió a la realidad.

_ «Psst… Psst… Disculpe, maestro, ¿me alcanzaría tres o cuatro hojitas de papel?» El hombre del intestino enloquecido agitaba su diestra por debajo de la puerta del cubículo. Esperaba. Kovayashi, a la vez diligente y desconfiado, colocó ese preciado papel en la palma del desgraciado y fue entonces cuando vio que su manga era de tela roja, brillante, y que remataba en un puño de alba pomposidad. No cabía duda, era un disfraz de Santa Claus. «Gracias, amigo, y que Dios lo bendiga…» le dijo la voz tras de la puerta. Este extraño episodio le permitió al Doctor elaborar una hipótesis que postulaba que Papá Noel lo estaba vigilando.

El doctor Brontes, cuya oportuna intervención salvara a Kovayashi de ser expulsado del hospital de una patada en el trasero, lo estaba esperando fuera del baño. Minutos atrás, la joven recepcionista había arrojado a la cara de Kovayashi un «No puedo dejarlo pasar, son las reglas», y eso fue justo antes de asustarse con el estruendo, antes de que en su mostrador se estrellara un puño que tendría que haberse manchado de rouge. Un arrebato de ira el del Doctor, sin dudas… pero, por Satanás, ¡cuánta imprudencia! Él, que siempre supo ser un ejemplo de buena educación, de inteligencia, se había colocado tontamente en el foco de las miradas. Y todo por desconocer el apellido de Rómulo… Ni siquiera un cambio de actitud frenaría lo inevitable. Podía haber escuchado los pasos decididos del guardia de seguridad, incluso hasta podía haberlo visto venir en las retinas de la chica. Pero ella había bajado los párpados y el celoso guardia procedió a detener al Doctor echándole con sus brazos un candado alrededor del cuello. ¡Y cómo apretaba el bastardo! Esa era la situación cuando una orden tajante de Brontes bajó del Parnaso de los médicos para liberarlo del guardia.

_ «¿Reglas? Me cago en las reglas», dijo el médico con rabiosa pedantería, y añadió: «Acá, mientras los patrones no nos pongan en blanco, las reglas las manejaremos nosotros como nos parezca.» Mientras discurseaba, Brontes iba llevando del brazo a Kovayashi hacia el servicio de radiología. «Seré sincero, amigo, Ud. me importa un comino; yo me preocupo por mis pacientes y por mí. Sin embargo, usted es la primera persona que ha preguntado por Rómulo desde que llegó. Quienquiera que sea, es necesario que le muestre algo.»

Los tubos en el cielorraso y el moderno negatoscopio intercambiaron roles. Contra el blanco difuminado del cristal, dos radiografías mostraban patrones contrastantes de transparencias y opacidades. Órganos y huesos se diferenciaban sobre el azul profundo de la nada. «Le presento a Rómulo», dijo Brontes. «Rómulo, te presento a…»

_ «Kovayashi.»

_ «…al señor Kovayashi, que está interesado en tu salud» dijo animadamente, pero después de quitar la sonrisa vidriosa de su cara fue de lleno al grano: «Odio hablar de milagros. Rómulo tendría que estar viendo crecer los rabanitos desde abajo. Sin embargo, vive. Mire esto…» dijo el médico señalando un área blanquísima en la placa. «Es una barra de metal. Atraviesa las vértebras cervicales por el canal medular como si fuera una brochette. No nos explicamos cómo ha llegado ahí; no hay cicatrices en su piel y tampoco entendemos qué se ha hecho de la médula espinal que desplazó. Si está vivo es por arte de magia.» Kovayashi reconoció que la imagen era impresionante, tanto como Brontes hablando de milagros y de magia. No pudo evitar recordar al hombrecito de la bolsa de humo y a aquel lunático que golpeara a Rómulo. Además, en la muerte de W. también empezaba a reconocer ese mismo tipo de magia perversa. Para Kovayashi, los hechos se habían encadenado como las disonancias en una sinfonía contemporánea, y él aborrecía la música del siglo XX. Únicamente pensaba en lo mucho que debería estar sufriendo su vecino, y en que él estaba allí para visitarlo. No obstante, eso que a criterio de cualquiera constituía una acción loable, para el Doctor era apenas una excusa. Sus razones distaban de ser humanitarias, e incluso escapaban a las más trasnochadas suposiciones del mismísimo Brontes. Por suerte, bastó que el médico escuchara el «Lléveme con él» para que ambos se pusieran en marcha.

_ «Debe saber también que el estado mental y emocional de Rómulo es precario. No sé cómo reaccionará al verlo. De todas maneras, debe ser discreto. No lo excite, no lo contradiga; si habla, sígale la corriente.» Tales fueron las órdenes del médico.

_ «Me importa un carajo lo que usted diga», fueron las palabras que el Doctor nunca le dijo a Brontes.

Visto desde la puerta, Rómulo presentaba el mismo aspecto de siempre, aunque había algo raro en su mirada… «Pobre hombre», pensó el Doctor al ver que tenía los ojos hundidos en las órbitas, o que tal vez estaban al revés y miraban hacia adentro. Por suerte, Brontes permaneció en el pasillo. Kovayashi se acercó a la cama y tomó a su vecino por las muñecas. Como no sabía cuánto tiempo de visita le quedaba, fue de lleno a sus asuntos.

_ «Soy Kovayashi, Rómulo… ¿Te acordás… tu vecino? Rómulo…»

_ «W…, W…, W…» La voz de Rómulo surgió como un miserable hilo gutural.

_ «Escucháme, necesito saber si vos o W. sabían algo más sobre los que pasó aquella noche que murió Scalisi…»

_ «W…, W…». Rómulo daba la impresión de no pertenecer más a este mundo. Estaba animado, pero lejos, muy lejos.

_ «A la mañana siguiente me visitaron… ¿por qué? ¿sospechaban de mí? Quiero saber si vieron algo. Tu esposa nunca tomó el sedante que le dí…», dijo Kovayashi.

_ «W…»

No había caso. Kovayashi pensó en desenchufarlo, en practicar una eutanasia barrial. Estaba seguro de que Rómulo podía escucharlo pero que las palabras se extraviaban en su interior apenas entraban. Kovayashi recordó entonces a M. Valdemar y pensó que Rómulo, a su manera, estaba pidiendo que lo dejaran partir. De repente, el Doctor repasó la lista de órdenes que le había dado Brontes y lo asaltó una brillante idea. Acercó la boca a la oreja de Rómulo para asegurarse de que lo escuchara bien y habló con firmeza:

_ «¡W. está muerta!»

Se despidió de Rómulo agitando la mano y abandonó el cuarto. En el pasillo, Kovayashi saludó a Brontes, le agradeció y prometió regresar en breve. El hospital estaba repleto de gente. Como no deseaba ser reconocido agachó la cabeza y apuró el paso. Afuera, ya en la vereda, pudo ver al Papá Noel de cuerpo entero. Era grandote. Estaba sentado contra un murete y sacudía una campanilla navideña con notable desgano. Al verlo, el disfrazado saltó a su paso y le entregó un volante de publicidad mientras le tendía su mano derecha al grito de «Jo, jo, jo,.. ¡Feliz navidad!» Kovayashi miró unos segundos aquella mano tan conocida y no dudó en seguir de largo hacia la parada de colectivos mientras recitaba una y otra vez: «Escherichia, Enterobacter, Salmonella, Shigella, Proteus, Pseudomonas, Alcaligenes. Escherichia, Enterobacter, Salmonella, Shigella…»

Publicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

La paranoia de Kovayashi

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 24a en la saga del Dr. Kovayashi.

A las 17:00 h, un dedo impertinente sobre el timbre pudo más que la calma espiritual que el Doctor había alcanzado en cincuenta minutos de lectura en el sofá. Descalzo para no meter ruido caminó hasta un punto en el escritorio desde el cual podía observar (sin ser descubierto) el porch de la puerta de calle reflejado en una serie de espejos que él mismo había colocado estratégicamente. Si hubieran sido los evangelistas de siempre se los habría sacado de encima con un par de puteadas, pero esa vez se trataba una pareja de oficiales de la Federal, con sus uniformes azules, machetes, pistolas reglamentarias y patrullero. «¿¿La cana??», se preguntó. El timbre sonó dos, tres, cuatro veces. No había otra alternativa más que abrirles y colaborar con ellos como cualquier buen ciudadano.

Durante los quince días que siguieron a la batahola, el barrio vivió una calma digna de otros tiempos. La primavera había asegurado el verde y el olvido, los chingolitos iban y venían entre el asfalto y las ramas, y como el tránsito era escaso, el eco de su canto tardaba en evanescerse. Así como en las siestas provincianas, el barrio disfrutaba de una mansedumbre en la que todo parecía ocupar pacíficamente su lugar, aun las fajas de clausura alrededor de la casa de Rómulo.

_ «¿Kovayashi?» preguntó el policía viejo antes de pasar al living. El segundo, más joven y parco, apenas levantó las cejas.

El Doctor había retomado su trabajo en la Facultad, donde pasaba horas y horas encerrado su oficina. Había colgado en su puerta un cartel que recomendaba «Antes, piénselo». No era garantía de soledad per se, pero al menos le permitía concentrarse por lapsos interesantes en la marcha de sus experimentos, en la corrección de tesis, en la evaluación de proyectos y manuscritos, en dribblear las mesas de examen de fin de año y en leer los cientos de miles de emails atrasados. De esta manera, los días se le escapaban uno tras otro como bolitas de mercurio entre los dedos. Llegó a trabajar más de 14 horas por día, desde la madrugada hasta la noche, y esa alienación le había fortalecido un poco su alicaída entereza. Si bien el recuerdo de los hechos que desembocaron en la muerte de Scalisi parecía estar definitivamente soterrado en su cerebro, no era ni por asomo el caso de la trágica muerte de su vecina ni el de la imagen de Rómulo en el piso, que se le aparecía una y otra vez como un alma en pena. «Tal vez tendría que haber hecho algo más por ellos», se reprochaba a menudo, y cuando sentía que la culpa le dolía como un martillazo en el esternón, encontraba alivio y justificación al pensar que W. «bien podía haberse tomado la pastillita y dejado de romperle las pelotas a medio mundo.»

_ «Esos dos eran escoria. El loco de la ballesta nos evitó el trabajo sucio, pero estamos seguros de que no actuaba solo. Mató a la mujer, que únicamente tenía un cuchillo. El masculino occiso portaba un 38 con el cargador lleno. No llegó a disparar; alguien le cortó el cuello con un arma muy filosa. Todavía no encontramos ni a la segunda persona ni al arma, pero estamos en la pista. Es cuestión de tiempo…»

En rigor de verdad, ciertos giros de su personalidad y de su humor habían experimentado cambios muy notables. El contacto con otras personas le generaba una ansiedad urticante, su rostro ya no admitía más sonrisas, y sus respuestas sabían agrias como un trago de leche fermentada. Resignados a prescindir de sus consejos, sus tesistas de posgrado lo maldecían por lo bajo en los pasillos; ignoraban, por el contrario, cuánto desprecio sentía Kovayashi por ellos. «Vayan a tomar la teta, idiotas, y no vuelvan hasta que no le hayan tajeado el gañote a algún pobre tipo, hasta que no sean asesinos y la culpa los carcoma como a Raskolnikov… o hasta que no puedan resistir no volver a hacerlo.» Así pensaba el Doctor mientras respondía mecánicamente sus emails.

_ «Su detención es prioridad porque representa una amenaza. Creemos bastante probable que vuelva a atacar», afirmó el segundo oficial, que había callado hasta ese momento. Kovayashi indujo que su rol no era hablar. Había observado cada palmo del living como buscando algo cuya forma desconocía.

La nueva personalidad le brindaba a Kovayashi un escudo tras el cual proteger su terrible secreto. Era muy selectivo en cuanto a quiénes le permitía ver algunas de sus facetas (las más intrascendentes) y guardaba para sí los sentimientos más profundos. No faltaban en su entorno inmediato quienes se preocupaban genuinamente por su salud mental, pero sus preguntas, muchas veces insistentes, no tenían otro efecto más que agudizar su desconfianza en la gente. Hubiera querido ser religioso para descargar en algún dios su congoja, pero había llegado muy tarde al reparto de fe. En los últimos meses había aprendido las bondades de la negación y la desconfianza, y había logrado practicarlas de una manera tan apasionada y salvaje que sentía un inmenso orgullo de sí mismo. «Si esto era ser paranoico, entonces psicólogos, psiquiatras y psicochantas: váyanse a cagar… ¡todos juntos!»

_ «Ya sabe, Doctor, cualquier cosa que vea o escuche, por más insignificante que le parezca, nos avisa. Olvídese del 911, llame acá… Subcomisario Sosa.» El oficial verborrágico dejó sobre el sillón un volante impreso con los nombres, cargos y teléfonos de la seccional. Presto, Kovayashi los escoltó hasta el patrullero y permaneció en el cordón hasta que doblaron por Tres Sargentos y desaparecieron. Recién en ese instante pudo relajar los hombros. ¿Lo habrían notado los canas? En ocasiones podían ser muy perspicaces. Luego miró hacia la ventana de Scalisi y le bastó con ver allí a los nuevos vecinos para saber que lo habían estado espiando; los estúpidos pretendían disimular agitando las manos como si despidieran a un tren en el andén. ¿Cuánto habrían visto esos dos?

El grado de paranoia de Kovayashi era superlativo, y hasta cierto punto era comprensible que determinados sucesos, como la visita de los policías, sirvieran de combustible para el motor de sus delirios. ¿Qué significaba este repentino interés de la cana en un caso que ya estaba cerrado? ¿Por qué sólo habían hablado con él? ¿Qué buscaba con tanto afán aquel oficial? Asimismo, la presencia de Feather y Teller en la ventana de enfrente lo intranquilizaba… ¿Qué tenían que andar espiándolo? Descubrió que sospechaba de ellos y que le caían particularmente mal, aunque aún les debía una visita de cortesía como flamantes integrantes de ese loquero en el que se había convertido el barrio.

Esa noche, el Dr. Kovayashi se despertó sobresaltado exactamente a las 3:47 AM. Rómulo se le había aparecido en los sueños, llamándolo con un ademán de manos. «Mañana iré a verlo al hospital», dijo para sí en la cocina mientras bebía un vaso de leche, cinco minutos antes de regresar a la cama y treinta antes de dormirse profundamente.

Publicar en DeliciousPublicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Breve regreso al hogar

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 12a en la saga de la Señora W. y también la 23a en la saga del Dr. Kovayashi.

Rómulo despertó varias cuadras antes de que el taxi llegara a Sobremonte. Para sorpresa del chófer, los ruidos que provenían del baúl no atemorizaban a la mujer. Muy por el contrario, parecían despertar en ella un sentimiento de compasión, como si hubiera olvidado que el monstruo ahí encerrado había estado a un tris de mandarla al más allá. El tachero, que no se destacaba por sus luces, concluyó que Rómulo no era el único chiflado en el taxi, y de no haber sido porque el viaje estaba a punto de terminar, los habría obligado a bajar en cualquier esquina. «Además, todavía no sé quién me va a pagar el viaje», pensó, y pisó el acelerador. Un oscuro presagio cubrió súbitamente el parabrisas del taxi como un baldazo de tinta: acababa de entender que los problemas aún no habían terminado.

Sobremonte lucía extraña ante los ojos de W. Solía ser una calle tranquila, pero esa tarde mostraba una agitación anormal que ella no supo, en principio, a qué atribuir. Lo primero que notó fue una gran camioneta estacionada frente a su casa, y como había un automóvil detenido frente al chalet del Dr. Kovayashi, el taxi debió buscar un lugar sobre la vereda opuesta. Unos metros más allá del edificio del finado Scalisi, la Señora W. también divisó un camión de mudanzas con un par de peones que de su interior extraían lámparas, escritorios, sillones y demás muebles de oficina. Al salir del taxi, W. descubrió que el ventanal de Scalisi estaba abierto, al igual que la puerta del edificio, y que al lado de la misma, sobre la fachada de mármol, un hombre de traje colocaba una placa de bronce.

No bien el motor del taxi se detuvo y el tachero y la Sra. W. abrieron el baúl para dejar salir a Rómulo, el mismísimo Dr. Kovayashi salió apurado de su casa y fue a su encuentro cruzando la calle con largas zancadas. Acaso fuera el aspecto de Rómulo, con sus facciones desencajadas, cubierta su cabeza por costras de sangre y con un abultado chichón en la nuca, lo que previno a Kovayashi de saludar a la pareja con efusión. El taxista volvió a sorprenderse de la calma que mostraba Rómulo, quien mansamente se dejaba revisar la cabeza por el Dr. Juzgó, entonces, que ese era el momento ideal para facturarle a alguien ese costoso viaje, y si bien lo intentó, fue ignorado por todos los presentes. Personajes y acontecimientos llamaron poderosamente la atención del hombre de la placa de bronce, que se volvió hacia ellos como para presentarse. Mientras tanto, un segundo hombre de traje vigilaba la calle y acomodaba cajas en el balcón del primer piso.

_ «Al menos por fuera está todo bien, Rómulo», lo calmó Kovayashi, aunque con la mente puesta en otras cuestiones. El Dr. observaba con atención el movimiento en la casa del matrimonio. Puertas y ventanas estaban abiertas de par en par. Dos muchachos entraban y salían con todo tipo de objetos, y la gran camioneta estacionada frente a la casa parecía estar repleta. Más allá, disimulados tras el tronco grueso de un plátano, dos hombres acechaban. El primero era un hombre más o menos bien vestido, con una melena entrecana y sucia peinada hacia atrás, y con una llamativa cara de hamster. El segundo era Daibushi.

_ «¡¡Nos vacían la casa, Rómulo!!», gritó W., y todos salieron corriendo hacia allí. La Señora W. apenas dirigió una breve mirada al mago y continuó hacia el interior de su casa. Pero Rómulo, el taxista y el Dr. Kovayashi interpelaron con agresividad al mago, quien por única respuesta declamó: «Vuestra estupidez e ingenuidad no dejan de asombrarme. Les permití ingresar al dominio de la magia, ¡mi dominio! Los guié a través de los senderos para que sanaran de sus pesadillas, les concedí la posibilidad de ver el futuro, ¿no es así, Rómulo?, y hasta coquetearon con la inmortalidad. Les he hecho reconocer sus miserias y les he provisto de las mejores herramientas para continuar viviendo en la realidad. Sin embargo, abandonaron el tratamiento por la mitad… ¡Qué deshonor! ¡Qué ofensa!» Rómulo y el resto no cabían en su asombro. Y Daibushi continuó su discurso, cada vez más vehemente y amenazador: «Ahora ha llegado el momento de cobrármelas todas juntas, y el precio que he fijado incluye absolutamente todas sus pertenencias, que ya he tomado y vendido al señor anticuario aquí a mi lado.»

La ira no le permitía a Rómulo pensar con claridad, ni evaluar alternativas, ni prever consecuencias. Era un toro ciego abalanzándose contra el mago con la esperanza de zaherirlo o, si le era posible, matarlo. Pero la carrera fue menos corta que inútil puesto que Daibushi, el que a todo se anticipa, aguardaba tal arremetida. Cuando tuvo a Rómulo a su alcance cargó sobre él con las manos en punta cual bayonetas, golpeándolo en el pecho y en el cuello; y si bien el atacante era aún joven y fornido, un codazo vertical sobre las cervicales terminó por hacerlo caer como un muñeco de peluche desde una repisa. A los asombrados testigos, la suerte de Rómulo se les atascó en la garganta como una bola de pelos, y algunos hasta lo dieron por muerto. Sin embargo, Rómulo aún vivía. Había quedado tendido en una posición extraña, de costado, arqueado hacia atrás y mirando hacia su casa. Todos se conmovieron por la mueca en su semblante, una mueca que erradamente asimilaban a un dolor insoportable. No podían saber que a causa de los golpes el cuerpo de Rómulo había perdido la sensibilidad; estaba adormecido y ni siquiera notaba que Daibushi había pisado su cuello y lo apretaba contra las baldosas.

_ «Debería quebrártelo por imbécil…», gritó Daibushi con la mirada clavada en el pollo que le acababa de acertar en la cabeza al indefenso Rómulo. «Y agradecé que te dejo la casa…»

En ese preciso instante, la Señora W., que había revisado toda la casa, apareció en la puerta. «Dios, ¡qué bonito es mirarla!», pensaba Rómulo desde el piso. «¿Qué me importa no ser inmortal si estoy su lado? Me comporté como un pendejo, pero ahora entiendo lo hermosa que es la realidad. Cuando me ponga de pie y todos se hayan ido a sus casas correré hacia W. para abrazarla. Empezaremos de nuevo, lo sé. ¿Por qué no me habré sentido así de feliz antes? ¡El pecho me estalla de amor!»

Mientras tanto, Kovayashi y los demás presenciaban una situación bastante diferente y difícil de comprender. La Señora W., estática y sin parpadear, había comenzado a balbucear desde la puerta. «Algo raro le pasa a esa mujer», aventuró uno de los hombres de traje. «¡Tiene sangre en los ojos y en las orejas!», pensó con horror el taxista. «Es el momento de liberar a Rómulo», se dijo Kovayashi, que todavía utilizaba el sentido común.

_ «El relicario de… mamá» fue lo que último que ella dijo antes de que su cerebro estallara como una ojiva nuclear dentro de su cráneo y se convirtiera en foie gras. Así se lo había dicho Micaela, y así sucedió. La Señora W. cayó muerta sobre un cantero con yuyos.

Fue en ese momento cuando todos los hombres unieron sus fuerzas para terminar con Daibushi. Pese a que sus físicos daban lástima, en su interior se sentían parte de la infantería napoleónica en Austria. «¡Guarda!», resonó el aviso de anticuario mientras subía con sus ayudantes a la camioneta. No era desconfianza en el poderío del Maestro, sólo cobardía. Kovayashi iba al frente. Detrás lo seguían el taxista y los dos hombres de traje, menos comprometidos pero solidarios. Todos llevaban sus puños cerrados y los ceños fruncidos. «Qué locura», comentaban los peones de la mudadora en la vereda de enfrente, a los que se había sumado Jorgito tras abandonar el puesto de diarios. Ninguno de ellos habría de participar en la trifulca.

Con la velocidad del rayo y el interés del ladero servil, El que era el Cardo de Flores, que hasta ese momento había permanecido al margen, atravesó la calzada con ágiles giros acrobáticos. Los hombres enfurecidos no le dieron mayor importancia a la llegada del homúnculo y apenas percibieron la sonrisa del mago. Entonces, El que era el Cardo de Flores abrió la bolsa que llevaba y una bruma espesa cual excremento de marsupial cubrió la calle Sobremonte. Kovayashi y el resto debieron frenar en seco su carrera pues no veían mas allá de sus narices. Con el paso del tiempo la niebla se fue desvaneciendo como los ánimos de la tropa, y para cuando las formas recobraron sus siluetas, la calle ya estaba desierta. Daibushi, El que era el Cardo de Flores y el anticuario con sus ayudantes se habían mandado a mudar. Todo estaba quieto y en grave silencio, excepto por el murmullo de Rómulo que llegaba desde el piso. ¿Sería consciente de lo que había sucedido? Sólo Kovayashi podía entender aquel lamento casi imperceptible: «…w…. w….. w…»

Recién a las diez de la noche, Sobremonte volvió a la normalidad. La mudanza de los nuevos vecinos había finalizado y Jorgito y el taxista se habían escapado entre las sombras. Ambas veredas estaban ya despejadas y minutos atrás se había retirado el último de los patrulleros. Una primera ambulancia embolsó el cadáver de la Señora W. y lo llevó a la morgue. Una segunda se lo llevó al pobre Rómulo de urgencia al hospital público de la zona. Por su parte, el Dr. Kovayashi, incapaz de pronunciar palabra alguna, se hizo cargo del papelerío que le requirió un oficial de policía antes de clausurar la casa de sus infortunados vecinos con fajas y carteles. No bien Kovayashi hubo colocado la llave en la cerradura de su casa, escuchó un rumor a sus espaldas. Convencido de que ya nada podía sorprenderlo ese día, se dio vuelta. Eran los dos hombres de traje que pretendían terminar de presentarse. La conversación fue mínima y desanimada, aunque quedaron en encontrarse al día siguiente para charlar mejor. Al retirarse le dejaron una tarjeta en la que figuraba la dirección del departamento de Scalisi, y en el encabezado una intrigante leyenda en grandes letras negras:

HERIBERTO FEATHER & FERDIBALDO TELLER
Ficciones S.A.

Publicar en DeliciousPublicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Bienvenidos a la realidad

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 11a en la saga de la Señora W. y también la 22a en la saga del Dr. Kovayashi.

_ «¿Y, Jefe, qué hacemos? Van más de 2500…» El tachero, intrigado desde el primer momento, había sido lo suficientemente vivo como para no subir nunca la bandera. Sin embargo, llegado cierto momento la espera se le había tornado aburrida y hasta, de alguna manera, preocupante. Por eso hizo tronar su vozarrón dentro del taxi, y sólo así consiguió sacar a los esposos del extraño trance en el que estaban sumidos.

El sol caía sin piedad sobre la calle, que a causa del reflejo que grisaba las sombras presentaba un aspecto irreal. Las veredas estaba vacías. Las ventanas conservaban los postigos entrecerrados y Rómulo y W. apenas podían abrir los ojos. Sin embargo, pudieron reconocer aquella fachada que alguna vez fuera blanca. Rómulo no cabía en el asombro de estar nuevamente ante esa casa de ventanas clausuradas y frente insípido sin balcón ni arbolito. Ver otra vez la puerta de metal hizo que su corazón se arrugara como les sucede a los cobardes antes de entrar en acción. Sabía que detrás se escondía esa escalera que los había llevado hasta Micaela, Daibushi y El que era el Cardo de Flores. Por el contrario, la Señora W. estaba maravillada; con un suspiro triunfal anticipó el comentario que, tal vez, nunca debió haber hecho. «Lo logramos, Rómulo, lo logramos. Somos libres…»

_ ¡¡¡Noooooo!!!

Rómulo había perdido su condición humana. Devenido en un animal tan inmenso como salvaje, sintiéndose a la vez traicionado, decepcionado, estafado, humillado y, por sobre todo, miserable, saltó a la vereda sin cerrar la puerta del taxi. El tachero lo siguió de cerca con la mirada, al tiempo que su instinto lo hacía acariciar el garrote amansalocos que llevaba «por si acaso» bajo la butaca. «Pero… ¿qué te pasa, mi amor? Ahora podemos volver a nuestra casita…», preguntó W., ya en la vereda. Sin dudas, la puerta metálica era inexpugnable: los puntapiés furibundos de Rómulo apenas habían conseguido rajarle uno de los vidrios, y eso lo exasperaba. Sin embargo, lo que más furioso lo ponía eran los latidos de su pie machucado: era la confirmación de que sus sueños de inmortalidad estaban enterrados para siempre.

_ «¿¿Que qué me pasa?? ¡¡Esto me pasa…Esto me pasa, pedazo de mierda!!» Y a la velocidad del rayo Rómulo agarró a su esposa por el cuello, hundiendo ambos pulgares en el centro. La zamarreaba con violencia de adelante hacia atrás como quien sacude un nogal para hacer caer las nueces. «Hija de puta… ¡Hija de remilputa!», repetía a los gritos, sin control, una y mil veces. «Soy mortal. Eso me pasa, ¡¡pe-da-zo-de-mier-daaaa!!» Gritaba, sacudía e insultaba; apretaba más, sacudía y gritaba, siempre mirando los ojos anóxicos de W. Y habría terminado de ahorcarla de no haber sido porque un terrible dolor en la cabeza y un nubarrón negro en la vista lo hicieron aflojar y caer inerte sobre las baldosas. Entre toses, arcadas y escupitajos color carmesí, W. también cayó.

El tachero guardó el amansalocos y asistió a la Señora W. Bastante tiempo después, una vez que ella se recuperó y estuvo en condiciones de ponerse de pie, se las arreglaron para meter a Rómulo en el baúl del taxi. Era una calle muy llamativa. Ningún vecino estiró el pescuezo para ver qué pasaba. Pese a las patadas en la puerta, nadie salió de la casa de Micaela, y aun en medio del alboroto, los patrulleros brillaron por su ausencia.

_ «O yo entendí mal o este se creía inmortal…», preguntó el taxista.

_ «No sé… Últimamente se ha comportado de manera muy extraña.»

_ «¡Ya veo!» Asombrado por la locura de Rómulo, conmocionado por haber tenido que intervenir, el taxista le ofreció a W. ir directamente a la comisaría.

_ «No. Regresemos ya mismo adonde este viaje comenzó. A la calle Sobremonte.»

Publicar en DeliciousPublicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Basta

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 10a en la saga de la Señora W. y también la 21a en la saga del Dr. Kovayashi.

_ «¡¡Araca los chanchos!!», gritó El que era el Cardo de Flores no bien pisó la vereda del bar, y salió corriendo como rata por tirante. La Señora W., confundida, amagó a seguirlo, pero se frenó en seco porque advirtió adónde iba el hombrecillo. Sobre la vereda hermana, tres hombres desnudos estaban violando a una vieja. La brutalidad de la escena perturbó a W., que no salía de su asombro ante el cinismo de esas bestias y a la ingenuidad con la que pretendían esconderse detrás de unas caretas porcinas. El que era el Cardo de Flores, devenido en héroe ocasional, gritó y danzó a su alrededor hasta llamar la atención de los olvidados del bar, que atiborraron la vereda. Los tres hombres-chancho escaparon con su excitación a cuestas, dejando a la mujer tirada sobre el cordón. Después de revisarla, El que era el Cardo de Flores regresó con la Señora W. para escoltarla hacia Daibushi. «Estaba tibia», confesó con repulsión. «Fornicaban con un cadáver». Los muslos de W. se aflojaron como si de repente hubieran perdido sus fémures. «Podía haber sido yo…», razonó al recordar la advertencia que le había hecho aquel grandote del bar. «Por Dios, Daibushi, ¿qué clase de tratamiento perverso es éste?» No supo responderse.

Caminaron un rato por calles y avenidas que la noche incipiente se había encargado de despejar. No se veían más automóviles, ni chiquillos en cuero empujando carrindangos repletos de materiales reciclables, ni mendigos arrumbados en las veredas, ni pirámides de basura pestilente. Parecía otra ciudad. El que era el Cardo de Flores, aún orgulloso de su valientía, abrió la puerta del falso almacén, tras de la cual, una escalera de mármol ascendía sin descansos hasta el infinito. Subieron. Por momentos, el hombrecito entonaba cortas melodías renacentistas en Latín. Mientras tanto, W. intentaba olvidar a la viejita. ¿Quién reclamaría su fría mortaja? ¿O regresarían los chanchos para acabar su faena? Por fin, después de un recodo la escalera desembocó en un espacio poco iluminado y familiar. Los pies de W. caminaron otra vez sobre la moquette del pasillo de las mil puertas.

_ «Lo lamento, W., mi padre tuvo que atender asuntos urgentes en la realidad», dijo Micaela cuando vio la desazón en la cara de la Señora W., quien, a instancias del hombrecillo, había entrado al que, suponía, era el consultorio de Daibushi. «Sin embargo, estoy al tanto de que desea interrumpir el tratamiento… Eso no es para nada bueno. Me es imperativo hacerle saber que mientras permanezca aquí, en la magia, estará bien. Sin embargo, ni siquiera Daibushi, el que nunca duda, podría asegurarle que su cerebro no vaya a explotar si regresa prematuramente a la realidad.» La Señora W. no lograba dar crédito a sus oídos. Estaba convencida de que pronto estaría en su hogar y, a la vez, estaba harta de que todos la advirtieran o amenazaran.

_ «Mirá, querida, mejor que me dejes salir de acá ahora mismo o te pongo el bolichito de sombrero…» La amenaza cayó sobre Micaela como martillazo de picapedrero. La hija del mago buscó apoyo en la mirada imperfecta de El que era el Cardo de Flores; sin embargo, éste, bolsa de bruma en mano, había ya abandonado la habitación e ingresaba al verdadero recinto de Daibushi para asistirlo en el despertar de Rómulo. «Y ya que estamos, devolvéme a mi Rómulo.»

No encontró Micaela otra opción más que descubrir ante los ojos de W. una nueva escalera en un rincón de la habitación. Sabía que ni ella ni W. podían hacer nada por Rómulo, pero no lo comentó. Entonces giró sobre sus talones para darle la espalda a W. y así esperó que ella comenzara el ascenso hacia la realidad. «¡Está advertida!», barbotó Micaela. Una hora y cientos de escalones después, W., al borde del colapso físico, arribó a un descanso y aprovechó para sentarse y recuperar el aliento. En pocos minutos estuvo profundamente dormida.

En ese mismo instante, el automóvil que transportaba a Alberto P. y a El que era el Cardo de Flores estacionó frente a la casa del Dr. Kovayashi, en la calle Sobremonte.

Publicar en DeliciousPublicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Como nacer de nuevo

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 9a en la saga de la Señora W. y también la 20a en la saga del Dr. Kovayashi.

Apenas medio minuto duró la decepción de Rómulo cuando la puerta se abrió. Primero lamentó tener que volver a pensar, aunque era inútil oponerse a ello pues ya había despertado y comenzaba a recobrar el estado de conciencia. Fue libre de creer, entonces, que había nacido de nuevo. Dentro de la cápsula, a la que había llegado en circunstancias desconocidas, había disfrutado de una paz absoluta en el seno de una luz muy blanca, tibia y confortable. Después sintió el dolor de tener que sacar una pierna, y la otra, y el resto del cuerpo. La luz se había desvanecido y él estaba de pie en un cuarto oscuro; o al menos eso creyó hasta que sus pupilas se ajustaron al nuevo mundo que tenía por delante. Miró en derredor, y sólo encontró tres paredes lisas. Así entendió que ese mundo no tenía nada de nuevo. Los recuerdos fueron aflorando de uno en uno: el pasillo; la montaña, la sed, la caída; la corriente, el lecho del mar, el hueco, el vórtice. “¡Estoy vivo!”, pensó justo en el momento en que un sutil carraspeo lo atrajo hacia la cuarta pared. Allí, vestido con sus habituales túnicas verdosas y en actitud expectante se encontraba Daibushi en persona.

_ “¡Ya lo creo!” La voz profunda de Daibushi era extraña para Rómulo, quien con lágrimas en los ojos se acercó al Maestro hasta quedar a tres cautelosos palmos de distancia. No podía recordar cuándo había llorado con tanta emoción, tal vez porque nunca lo había hecho. Pero sí recordaba haber mirado a una vieja lloriquear a los pies de un monigote en la iglesia, pañuelo en mano, acariciándole con las yemas los pies de madera y pidiendo por todos sus muertos, más muertos que Nabucodonosor. Pero esto era en extremo diferente… Podía palpar la eternidad y nada le resultaba más importante en la vida. Se hallaba muy cerca, a un segundo, a una inspiración de gorrión; deseaba abrazar a ese mago verde y, como aquella vieja, suplicarle con humillación, besar sus pies y lavarlos con llanto. Avanzó un poco más, siempre de rodillas, siempre la cabeza gacha en señal de veneración.

_ “No quiero volver… Deseo quedarme acá, vivir en la magia para siempre, para servir al Maestro… ¡Quiero ser Inmortal!” Así se dirigió a Daibushi, con desesperación, pero también con firmeza. El mago escuchó el ruego sin conmoverse, sin alterar su expresión grave e inescrutable. Sin embargo, cuando Rómulo levantó sus ojos hinchados vio en la cara de Daibushi una sonrisa beatífica.

_ “Está obligado a saber que la inmortalidad puede ser aun más dolorosa que el infierno. Usted ha sido tentado, y su alma humana es débil, miserable y egoísta, nunca olvide esto. Ha probado el néctar y ahora quiere la miel y la colmena. Y habiendo recorrido ese dulce camino y a punto de dejar atrás el portal del que no se regresa, acude a mí… Piénselo, piénselo bien, amigo Rómulo.”

_ “No tengo nada que pensar. Por lo que más quiera, le ruego que me acerque hasta ese portal.”

_ “Una magistral decisión, amigo Rómulo. Yo diría… ¡piramidal!”La voz de Daibushi resonó como un trueno en el cuarto vacío. Chasqueó dos veces los dedos, y antes de que se acallara el eco, El que era el Cardo de Flores apareció desde las sombras entre medio de reverencias fantochescas. En la mano llevaba un saco de tela, de cuya boca abierta escapaba una bruma muy espesa. Cuando la pared más lejana estuvo cubierta, Daibushi volvió a chasquear los dedos. “Mire allí. Es la vida real. Su vida, Rómulo. ¡Vaya si ha elegido bien! ¿No opinas lo mismo, Antiguo Cardo?” Por toda respuesta, El que era el Cardo de Flores soltó una risotada.

Rómulo pudo verse a sí mismo en el patio de su casa, sentado en una silla de ruedas, tullido, tan encorvado que su frente chocaba con las rodillas. Había sol, pero llevaba una manta gruesa sobre las piernas. Vio niños, varios; empujaban la silla para que nunca dejara de darle el sol. Rómulo vio su cara arrugada, el pelo blanco, ralo, el temblor de las manos, sus ojos cerrados. W. no estaba allí, pero no le importó Todo era muy triste.

_ “¡Ya es suficiente!”, gritó Daibushi. La bruma regresó al saco y El que era el Cardo de Flores a su rincón en la sombra.

El Maestro condujo a Rómulo de vuelta a la cápsula, y minutos después de sumergirse en su tibia luz ya dormía plácidamente.

_ “Debemos apurarnos, Cardo Viejo. El anticuario nos espera…”, dijo Daibushi a su ayudante, y ambos abandonaron el cuarto con celeridad.

Publicar en DeliciousPublicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

En el bar de los derrengados

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 8a en la saga de la Señora W. y también la 19a en la saga del Dr. Kovayashi.

Una hermosa luz teñía de anaranjado todo el local. Entraba verticalmente por una claraboya cenital y por la desdentada arcada que hacía de puerta de entrada y ventanal. Era el momento del día en el que los borrachos dejaban de beber y contemplaban el cielo. Hasta el preciso instante en que el dueño encendía las bombillas eléctricas, cada mesa, cada botella, cada trago a medio beber y cada pobre desdichado en ese bar de mala muerte era tan anaranjado como el atardecer. En la cocina, un chef de dos metros de circunferencia freía salchichas con tocino para acompañar unos huevos, también fritos. Él sabía que la grasa de las sartenes era vieja, pero disfrutaba con las columnas de humo que crecían hacia el techo cual nubes antes del turbión. Además, al mejor cliente de la casa lo tenía sin cuidado. Día tras día, año tras año, su estómago inoxidable recibía la misma cena. Era un gigantón de aspecto rústico. A algunos los intimidaba su tamaño, a otros les daba asco su ropa percudida, y no faltaba el que sostenía que detrás de su tupida barba color a tabaco escondía tres dientes de oro. No solía hablar con nadie, lo cual agrandaba su aura de misterio. Ese día, para asombro de los presentes, ingresó al bar acompañado de una mujer con la que habría de charlar durante un largo rato. Era la Señora W.

Prácticamente nadie sabía que los días que W. llevaba sin probar bocado no eran menos que los que sumaba sin conversar. Esto, además de su marido ausente, había mellado ciertamente su estado general. Por eso no le hizo asco a una de esas salchichas grasientas mientras le contaba al gigantón las desventuras en las que se había metido por buscar una cura para sus pesadillas. El hombre, que para poder comer debía empujar los trozos de salchicha con huevo a través de su barba, se sobresaltó con la sola mención del nombre del Maestro.

_ «¡Cállate, estúpida, o yo mismo haré que los cerdos de la calle te violen hasta la muerte!», dijo el hombre con tenso disimulo. Y prosiguió: «Aquí, en este rincón apartado del dominio de la magia, nadie quiere volver a escuchar su nombre… Esos borrachos, al igual que yo, también llegaron a Él buscando la cura de algún mal. Todos recorrimos las habitaciones de ese pasillo, siempre al borde de la muerte, creyéndonos inmortales… ¡Cobardes! Pudimos salir, pero preferimos quedarnos en este limbo con nuestra maldita inmortalidad, tan dulce como una fruta en sazón, ¡pero más astringente que el culo del mismísimo Diablo! Es peor que estar muerto, y de ello doy fe… En la realidad yo habría muerto más de un siglo atrás. Hoy daría lo que no tengo por estar enterrado.»

_ «Entonces, debo entender que usted sabe qué hay que hacer para salir de acá… Si así fuera, por lo que más quiera le ruego que me lo diga. Si hay una salida, lléveme. Si hay que matar, senáleme a quién. Si debo negociar con mi cuerpo o con mi alma, indíqueme a qué puerta llamar. Por favor, por favor… por favor…» pidió la Señora W. y se desarmó en un amargo llanto.

_ «¡Por las barbas de Neptuno, la sangre corre nuevamente por las venas de este viejo! Un perro me ha enseñado su cojera y con sus ojos húmedos mendiga mi compasión. Oh, Dios, esa debilidad conmueve tanto a mi espíritu que tiemblo de sólo imaginar que alguna lágrima pudiera escapárseme de los ojos… En mis tiempos te habría hecho cortar el pescuezo como una gallina, pero hoy… hoy he vuelto a sentir el poder de la conmiseración. Sólo por eso te ayudaré, lamentable mujer», dijo el hombre sin levantar la mirada de su plato vacío, y luego agregó en voz casi imperceptible: «Él, el que todo lo sabe, está siempre atento. Sólo dilo, deséalo con fuerza y se enterará. Es la única forma de interrumpir el tratamiento.»

Al escuchar estas palabras, la Señora W. dejó de llorar y el hombre giró su cabeza hacia la pared en señal de que la conversación había finalizado. Por esta razón no vio cuando El que era el Cardo de Flores entró a toda carrera con su casco multicolor y se llevó a W. a la rastra hacia la calle. «¡Daibushi nos espera, no hay tiempo que perder!», gritó el contrahecho con excitación. De inmediato, ambos se pusieron en marcha con rumbo fijo a través de la multitud.

Mientras tanto, en el interior del local se encendieron las bombillas. El hombre inmenso de la espesa barba, solo en su mesa, miraba hacia la calle por sobre las cabezas de los borrachos. Una vez seguro de que W. ya no estaba allí se dirigió hacia una letrina al fondo del local, tan al fondo que daba a la otra calle. Aunque parecía apurado, con llamativa prolijidad colgó de un clavo aquellas ropas pestilentes y también la barba, para luego vestirse con su inmaculada túnica verdosa y salir a la vereda.

_»¡Debo despertar a Rómulo!», dijo Daibushi para sí, y se echó a caminar bajo las primeras estrellas.

Publicar en DeliciousPublicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!

Un verdoso y cálido vórtice

Estándar

Esta es una anécdota en partes: la 6a en la saga de la Señora W. y también la 17a en la saga del Dr. Kovayashi.

Después de haber viajado varios kilómetros en el seno de aquella corriente submarina, Rómulo supo que era inmortal. «Ya debería ser finado…», concluyó al darse cuenta de que había transcurrido demasiado tiempo con el mismo aire en los pulmones y que podía continuar así indefinidamente. «Además», agregó «tendría que haber muerto en la montaña… pero acá estoy, sin un solo moretón. Ahora lo veo claro, todo esto es la terapia de W. Ella es la paciente, no yo; nada malo me puede pasar.» Si bien ajena a cualquier tipo de lógica, esa idea lo tranquilizó. Tarde o temprano llegaría a alguna playa y reiría a carcajadas de cara al sol sobre la resaca.

No obstante, ese mismo razonamiento terminó por llenarlo de amargura cuando entendió que era imposible que W. estuviera viva. La imaginó aguantando la respiración, tratando de nadar hacia la superficie. Agotada ya su fuerza debió de abrir la boca, de obedecer a su instinto aun sabiendo que no sería aire lo que llenaría sus pulmones. Y luego, la inundación. Vaya desgracia la de W., la falta de oxígeno seguramente la había aterrado… Las burbujas se habrían ido volviendo cada vez más diminutas mientras ella se hundía más… y más… y más. De repente Rómulo anheló ser castigado, y por eso imaginó a la que fuera su esposa transformada en jirones de carne que rodaban por el fondo del mar. «Ojalá que los peces no hayan comenzado a mordisquearla antes de que muriera», pensó, y no pudo evitar espantarse.

De cualquier manera, no le quedó mucho tiempo para el llanto o el lamento. La corriente se había acelerado y giraba sobre sí misma en un vórtice descomunal. Por primera vez desde que se había hundido, Rómulo percibió luz en el agua, la luz más potente que vería en toda su vida. Era cálida y verdosa, y no provenía de la superficie sino de un hueco en el rocoso lecho del océano, justo en el eje del vórtice. Pensó que se trataba de un sumidero natural, una especie de inmenso inodoro a través del cual el agua escapaba del planeta. Pero más allá del hueco, horizontal detrás de esa luz encantadora apareció el rostro de Daibushi. Puesto que su destino lo tenía sin cuidado, Rómulo se dejó llevar hacia el sumidero, que lo chupaba con fuerza. De esa manera, relajado cual sacerdote yogi en la nieve, pasó a través del agujero y cayó en un lugar incierto donde únicamente había luz. Su sorpresa no fue poca al notar que su ropa no estaba mojada y que podía respirar aire sin dificultad.

Por su parte, la Señora W. había estado a punto de morir ahogada inmediatamente después de hundirse en el oscuro océano de la habitación número dos. Presa de la ansiedad quiso invocar a Rómulo, aunque sólo consiguió tragar agua salada en grandes cantidades. Sin oxígeno ni reacción, desvanecida y flotando a media agua, en el preciso momento en que la corriente comenzaba a llevarla hacia su marido, el brazo amigo de El que era el Cardo de Flores la sacó a la orilla. Sabía que había que actuar con presteza aunque luego Daibushi se enojara con él. Levantó la mirada y preguntó en voz alta como dirigiéndose a una tercera persona en esa playa desierta: «¿Qué hacemos, doctor?», a lo que él mismo se respondió con gravedad: «Proceda, doctor.» Por suerte, Rómulo nunca se enteraría cómo El que era el Cardo de Flores le había abierto suavemente la boca a W., cómo le había metido su lengua tubular y gruesa por la garganta hasta alcanzar los pulmones y cómo se había bebido el agua que los llenaba.

Satisfecho, El que era el Cardo de Flores guardó su larga lengua y reflexionó: «Pobre Romulito. La inmortalidad es un obsequio del averno…» y con un risa irónica abandonó la habitación.

Publicar en DeliciousPublicar en FaceBookPublicar en Twitter
¡Comparte esta anécdota!