La crecida

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Decimosegundo capítulo de la saga telúrica «El Gringo y la Lucecita», escrita a dúo entre el Sr. Max «cuento * chino» Asterión y yo.

Sangre y harina  |  Continuará…

La chacarera embravecida que el negro Funes rasgueaba en el escenario mantenía sobre la pista a la única pareja que se negaba a aceptar el final de la fiesta. Don Miguel se preguntaba si tanto jolgorio y festejo habrían valido la pena, para responderse -con la experiencia del hombre curtido a lonjazos- que de nada sirve sacar conclusiones tempranas de los hechos que todavía no terminan de acabarse. Y Don Miguel sabía que todo acaba en el nuevo amanecer. Los invitados se fueron retirando como torcazas al borde del día. Primero partieron los productores de las estancias vecinas; más tarde, vacilantes por la bebida y ajenos a la vergüenza, los peones enfilaron para el galpón. Por momentos, la noche se hacía día de tanto refucilar. Muy pronto el cielo caería de plano sobre los surcos.

Pero no todo era abandono. A contramano de los que escapaban de la fiesta, un vehículo ingresó por la tranquera del fondo y de él bajó una silueta escurridiza y fugaz que se perdió entre las sombras. Barzola sonrió, sabiendo que la oscuridad y los estertores de la fiesta habían apañado el secreto de su llegada. Siguió a paso firme y preciso hasta su puerta, conocía de memoria cada centímetro del camino, la empujó y entró. Ya en el centro de la sala, cuando enfilaba para la pieza, escuchó claramente una respiración que no era la suya, tranquila y profunda, que desde la penumbra del rincón sur lo invitaba a un diálogo inevitable. La sonrisa de Barzola se deshizo y su mano derecha inició el tan familiar recorrido por la cintura.

– «Tranquilo, Barzola, que te estoy viendo…», dijo el Gringo mientras hacía campanear contra el piso de cemento el acero de su faca. «Te estoy viendo y te vi… yo sé lo que hiciste… y también sé qué es lo que vas a hacer…»

– «¿Vos en mi casa, piojoso de mierda? ¡Rajá de acá!», dijo Barzola en voz baja y firme, como apretando con odio los dientes, tragando la misma ponzoña amarga con que impartía las órdenes cada mañana. No lo sorprendía tanto esa presencia molesta a sus planes como el tuteo rasposo con el que el Gringo le hablaba. De repente comprendió que la llanura en el trato y la tormenta irrespetuosa traían consigo una desgracia inevitable.

– «Callate y date vuelta despacio. Vamos a caminar un rato.» Una vez de pie, se acercó al capataz hasta hincarle apenitas la punta de la faca en la espalda. Barzola apenas reaccionó, como si en vez de piel la naturaleza le hubiera puesto un cuero de buey. El Gringo lo desarmó con lentitud y dejó el acero de Barzola apoyado sobre la mesa. «Caminá, vamos para la cárcava…

– «Le estás errando fiero, muy fiero.» Barzola disparaba amenazas aún confiado en su valor y en la imagen que creía que conservaba. Pero su imaginación nunca había contemplado el hecho de que el Gringo hacía ya un buen rato que había dejado de ser un piojoso como los otros, lleno de miedo y angustia, para dar paso al hombre duro, decidido e impiadoso que era en el fondo.

– «Caminá», susurró una vez más en un tono tan frío y cortante que el capataz obedeció sin agregar una sola palabra.

Una seguidilla de relámpagos violáceos recortó contra las nubes los perfiles de ambos hombres. Caminaban hacia la cárcava uno detrás del otro, rasgando la bruma que los empapaba sin preguntar. A medida que se iban acercando a destino el viento ganaba en intensidad. El sombrero de Barzola voló lejos y el Gringo debió agarrarse el saco y la camisa con la mano libre. Un trueno ensordecedor estalló de repente y ambos -por instinto- elevaron sus miradas al cielo. Ramas de eucaliptos añejos rodaban por el pasto con un fondo sonoro de relinchos aterrorizados. Cincuenta metros adelante las gotas empezaron a golpear la tierra como guijarros de granito, y segundos después, el aguacero infinito. El arroyo había comenzado a correr más fuerte por el fondo de la cárcava, desde donde brotaban melodías erráticas pero acompasadas. Barzola y el Gringo siguieron su camino como si el Apocalipsis no estuviera ocurriendo, como si ellos fueran simples personajes siguiendo un destino escrito e ineludible.

 

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Una casa sin luz

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Décimo capítulo de la saga telúrica de El Gringo y la Lucecita, escrita a cuatro hemisferios entre el maese MX cuento * chino y yo. ¡A ver esos comentarios, canejo!

Melodía del desconcierto  |  Sangre y harina >

Con ojos de basilisco se encendió el estupor en las caras del Zurdo y Pichón cuando escucharon al Gringo anunciar al micrófono: «Acá los dejo con el Negro Funes, que se va a tocar unas zambitas mientras yo descanso un rato. ¡Aplausos, por favor!». El Negro subió a la tarima con su guitarra en la diestra y los nervios en flor. Los músicos intercambiaron dos o tres palabras, y mientras la Lucecita, pícara, alentaba a las parejas a no abandonar la pista, un «adentro» optimista dio pie a una nueva tanda musical. Ningún borracho notó la diferencia de intérpretes. Aunque a Don Miguel al principio le llamó la atención el cambiazo, el Negro tocaba bastante bien y cantaba mejor que el Gringo, por lo cual todo el mundo quedó satisfecho. Mientras tanto, arropado por las vicisitudes del jolgorio, el Gringo se adentró con paso firme en las fauces oscuras de la estancia.

Lejos de allí, pero no tanto, Carlini y Becerra continuaban con su investigación gracias a las ausencias que obsequiaba la fiesta. Un edredón negro noche se extendía por las calles del pueblo cubriendo de sombras las acciones y pensamientos de los hombres de la ley, que ingresaron a lo de la Lucecita por la puerta del fondo.

– «Lo quiero bien despierto, Topito. Revisemos milímetro a milímetro este rancho. Necesitamos algo que nos alumbre, cualquier cosa que relacione a esta mocosa con el Gringo, con las muertes o con lo que carajo sea, nos va a venir bien. Abra bien los ojos. Falta poco para que en la fiesta se calmen las tabas. ¡Apúrese, vamos!»

La Lucecita demostró ser una mujer simple y austera. En la casa reinaba el orden y la practicidad. Por todo lujo ostentaba una moderna radio Philips. Eso facilitó la tarea de los oficiales, quienes como dos sabuesos buscaron posibles pistas por todas las cajoneras, repisas, mesas y mesitas. Husmearon bajo la cama y en el baño, en los frascos de la cocina y entre las hojas de los pocos libros de la biblioteca.

Como resultado de la intensa actividad, de a ratos y por lo bajo Becerra echaba maldiciones a su viejo esqueleto dolorido; viendo escasear sus fuerzas, apagaba la linterna y exhalaba sólidas vaharadas de frustración. Se sentó en el piso de la habitación, apoyó la espalda contra la cama y se sostuvo la cara con la mano. ¿Dónde se estaba equivocando? ¿Cuál era el detalle que se escapaba? Lo atormentaba el no poder hallar la clave para interpretar todo el asunto. No deseaba más cadáveres en su pueblo, pero sus deseos habían comenzado a hundirse en las aguas del fracaso. El comisario era un hombre íntegro y de pujante voluntad, aunque por momentos se le entristecía el espíritu y pensaba que en infiernos tan pequeños la búsqueda de la verdad era simplemente una quimera. Pero nadie se muere en la víspera, y no hay muerto sin velorio. El llamado de la esperanza atravesó la oscura quietud de la casa como el chispazo de un arco voltaico. Becerra levantó en un santiamén su alma del piso y el semblante se le llenó de ilusión. Era la voz de Carlini, que desde la sala le contagiaba al comisario el entusiasmo por haber descubierto una nota sobre la mesa de la cocina. No obstante, antes de ponerse en marcha, Becerra fue atropellado brutamente por su ayudante, quien a toda velocidad lo empujó adentro de un pequeño lavadero.

– «Pero… ¿¡qué hace, Carlini!?»

– «¡Shhh, entró alguien!»

Al cerrar la puerta tras de sí, ambos oficiales quedaron amontonados en el pequeño cuarto de lavar. Forzadamente quieto y en silencio, contorsionado entre mangos de escobas, palas y cajones con ropa sucia, Becerra sufrió dos calambres que le aniquilaron las piernas. Por fortuna, Carlini manoteó la boca del comisario para ahogarle el grito, mientras acomodaba el ojo contra el bocallave de la puerta. La casa estaba iluminada. En el centro de la cocina, de pie ─aunque tambaleante por el alcohol y sosteniendo entre sus manos la nota que hallara Carlini─ Agustín Barzola resollaba como un toro bravío. Abolló el papel, lo arrojó al piso y abandonó la casa con paso decidido y amenazante. El quejido metálico del Rastrojero alejándose se apagó poco tiempo después. Becerra salió del lavadero con el apuro y el entumecimiento propios de un detective a punto de resolver el último caso. Por su parte, Carlini se apuró hacia el bollito de papel y comenzó a leerlo torpemente.

– «Parece estar escrita por una mujer, comisario, es letra prolija y redonda. Está dirigida al Gervasio, el de la panadería. Yo creo que la Lucecita está tirando de los hilos peligrosamente, comisario.» Becerra escuchó con atención las palabras de Carlini: amor, pasajes, martes, tren y Buenos Aires.

– «Vamos a la panadería ya mismo.»

– «Está cerrada ahora…»

– «Cállese y sígame, Carlini. Tiene mucho que aprender aún.»

 

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Melodía del desconcierto

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Novena entrega de la secuela del Gringo y la Lucecita, escrita a veinte yemas entre el maestro MX cuento * chino y yo. ¡Esperamos ansiosos sus comentarios!

En las vísperas de San La Muerte  |  Una casa sin luz >

A un costado del escenario improvisado, el Gringo y el Zurdo afinaban las guitarras con el mismo gesto adusto y desconfiado que se les había instalado en la cara el día en que aceptaron la propuesta de Don Miguel. «A la mala espina se la debe respetar», decía siempre el Zurdo. El Gringo, cuyas preocupaciones excedían largamente las de su compadre, aceptaba esa sentencia, pero callaba. A veces no hay mucho que hacer contra los deseos del tallador; se aceptan las cartas y se juega con el pico cerrado tratando de evitar el mazo. Cuando los armónicos dieron el visto bueno a la afinación, los músicos respiraron hondo, se acomodaron las pilchas, los pañuelos de rigor, y se dispusieron largar el espectáculo. Desde el centro de la tarima, Pichón repicaba los dedos suavemente sobre el cajón, cortando a gatas la modorra de la concurrencia y concentrando algunas miradas vidriosas fruto de la sobremesa. Como se sabe, en cualquier festejo el hambre es lo primero que se acaba, mientras que la sed es mucho más brava de saciar; la humedad de la pampa reseca el alma y el espíritu, valga la contradicción.

Los primeros acordes se mezclaron con algunos aplausos tímidos y palabras inentendibles a las que el Gringo no prestó atención, pero que Pichón y el Zurdo consideraron de aliento. La «Chacarera de la Redención» rompió el hielo y la quietud reinante. El trío era ciertamente virtuoso. A pesar de lo inestable de la percusión, la energía que contagiaba era capaz de animar un velorio a cajón cerrado. Con el profesionalismo como bandera, el Gringo empujaba sus malos pensamientos e inevitables sospechas hacia el fondo, trataba de mantener la calma y el compás en medio de todo ese revoltijo en el que veía enredarse más y más. Sin embargo, su mirada mañera se le escapaba por todo el lugar en busca de la figura gentil de la Lucecita, que hasta ese momento se destacaba por su ausencia. Las primeras parejas se animaron y le entraron al bailongo sin esperar demasiado. Bien al fondo, donde los copetudos los pusieron por las dudas de que tuvieran olor rancio, el «Esqueleto» Borghesi, Benítez y los demás peones golpeaban la mesa con sus manos renegridas. Y aunque era aún temprano para estar entonado, el tape Ensina se le animó al estribillo con su vozarrón de llano herido. No faltaron las palabras a la memoria del difunto Juan Gauna y para la viuda que lo lloraba. Curiosamente, nadie recordó al malogrado Lorenzo.

El baile ideado por Don Miguel transcurría sin tropiezos. Su deseo de mostrar que en la estancia nada era tan grave parecía satisfecho. A un costadito de la pista, con sendos vasos de sangría sin tomar, Becerra y Carlini repartían sus sentidos entre el jolgorio y el deber. Tenían orejas de sobra para los corrillos y también para la música, y con los cuatro ojos podían atender no sólo al Gringo y Barzola, sino también, y por qué no, al mujeraje fatal. Del otro lado de la pista, el oscuro capataz aguardaba su momento de pie contra una acacia. Los hombres de la ley parecían esperar ese mismo momento para hacer su jugada. Pero los hechos estaban a punto de desbocarse como bagual asustado. Miradas oblicuas trazaban la pista. Don Miguel observaba al Gringo; el Gringo vigilaba a Carlini y Becerra, y éstos miraban cómo Barzola, haciéndose el desentendido, relojeaba el camino que bordeaba el casco.

Los que no estaban borrachos notaron el gallo del Gringo en el tercer valsecito, justo cuando llegó al lugar, tardía y en soledad, la Lucecita. Todas las miradas recayeron en ella. Traía maquillada en el rostro una inocencia en la que ya nadie creía. En eso, los amigotes de Juan Manuel comenzaron a revolearlo al aire entre vítores y carcajadas mientras Don Miguel aplaudía contento. En ese breve y extraño desorden general, los investigadores reaccionaron con velocidad de culebra. El momento había llegado.

– «Ahora, Topito, ¡vamos! ¡Largue ese vaso, caramba!» exhortó Becerra excitado, antes de tomar raudamente el camino de salida. Carlini dejó el vaso en una mesa cualquiera y lo siguió.

– «¿Está seguro de que es el momento?», preguntó.

– «¡Por supuesto! La mejor manera de sorprender en este ajedrez es jugar a las damas, Topito. ¡Sígame!»

– «Es usted brillante, comisario» dijo maravillado Carlini mientras anotaba la máxima con letra chueca y apresurada en su libreta de apuntes.

Media hora después, Barzola abandonaba la estancia en su rastrojero. Ante una seña inequívoca de la Lucecita, que había visto partir a su padre, el Gringo también supo que había llegado su momento de actuar como solista.

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En las vísperas de San La Muerte

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Octava entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, escrita a cuatro manos enter el Sr. MX cuento * chino y yo. ¡Esperamos sus comentarios!

Los eslabones  |  Melodía del desconcierto >

A lo largo de varias generaciones la familia Goitía había labrado su historia en la zona, una historia en apariencia sin máculas que imponía a la vez respeto, admiración y confianza. Los Goitía, desde el patrón Don Miguel para abajo, eran conscientes de ello, y si bien muchas veces podrían haberse aprovechado de su condición, nunca lo habían hecho. No obstante, también sabían que aquellas dos muertes en sus dominios habían sacudido tanto la monotonía del pueblo como los ánimos internos en la estancia. La buena voluntad de la peonada, esos inservibles desagradecidos que siempre andaban trayendo problemas, se había quebrado como un tallo seco y ya no se podía contar con Barzola para recomponerla; el capataz ya no era el mismo, se lo notaba disperso, ajeno a las decisiones importantes y sin el pulso firme que lo caracterizaba para manejar a aquellos salvajes.

Pronto tendría lugar el cumpleaños de Juan Manuel, el menor de los Goitía y preferido de Don Miguel, y en contra de las recomendaciones de mantener el perfil bajo, el jefe de la familia decidió armar un festejo a la medida. Se mandó invitar a todo el mundo, desde los vecinos más ilustres, pasando por comerciantes, funcionarios, el párroco, el doctor, hasta a los peones, la generosidad de la familia debía quedar fuera de toda duda. Incluso le habían hablado muy especialmente al comisario Becerra para que se dejara ver por ahí; siempre es bueno reafirmar que se camina por la misma vereda que la ley. Los Goitía no eran de andar haciendo ostentación. A pesar de la gran cantidad de gente invitada sería una jornada tranquila: mediodía de asado y vino, por la tarde unas carreras de sortija y vino, y al caer el sol un cierre con baile, guitarreada y vino. Don Miguel había resuelto contratar al Gringo y su trío a sabiendas de que los músicos gozaban de gran fama y eran apreciados por todos, y también como un guiño conciliatorio hacia la peonada. Al principio los músicos no se mostraron muy entusiasmados, pusieron algunas excusas referidas a un repertorio agotado, al cansancio, a viajes incomprobables a estancias alejadas, pero ninguno de los tres hizo alusión alguna a su anterior presentación. Esquivaron el asunto hasta que Don Miguel zanjó la cuestión con un fajo de billetes de notorio calibre. El Zurdo, Pichón y el Gringo finalmente se rindieron ante la oferta con el descontento natural de los herejes necesitados.

En la comisaría, las caras y los ánimos no andaban mejor. La investigación marchaba lenta como un buey en el barro y, para colmo de males, la presión popular comenzaba a hacerse notar. De buenas a primeras, en los troncos de la plaza y sobre algunas paredes habían aparecido afiches que reclamaban justicia por la muerte impune de Juan Gauna. Un periódico de la capital había escrito una nota al respecto, y recién entonces los altos jefes policiales despertaron de su acostumbrada modorra, comenzaron a hacer preguntas obligadas y a exigir resultados inmediatos. Con todo esto, el acostumbrado buen humor de Becerra y Carlini había comenzado a resquebrajarse como un cuero al sol. Sin embargo, seguían adelante sin cambiar un ápice su hipótesis de trabajo. Habían debido desandar varios senderos en la investigación ya que nadie en el pueblo ni en la estancia había podido aportar ni un solo dato valioso. Pero ellos morirían en la suya si era necesario. Y asistir al baile sería, justamente, uno de los últimos cartuchos que podían quemar antes de ver rodar por tierra sus cabezas.

En la estancia, los piojosos de Barzola recibieron la invitación en silencio. Se miraron preocupados. Sus semblantes se fueron tornando poco a poco más amargos, ásperos y resignados que de costumbre. Nadie mejor que ellos sabía o adivinaba que la puerta de entrada a toda la desgracia que aquejaba al pueblo había sido un festejo muy similar al que se avecinaba. Al mal paso darle prisa, pensaron algunos y siguieron la ronda del mate, aunque evitaron mirar el banco vacío que sabía ocupar el Gringo, y la silueta del capataz que se recortaba a contraluz en el marco de la puerta.

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Bajo el agua

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Sexta entrega de la saga telúrica del Gringo y la Lucecita, colaboración campera con el Sr. MX, publicada también en su blog cuento * chino. ¡No sean vagos y déjennos comments a los dos!

La culpa no es del toro  |  Los eslabones >

Después de la neblina llegó el frío. Y luego el agua. Llueve. El gris de la media tarde amenaza con eternizar el hastío. Desde la reposera de mimbre en la galería, con la vista hundida en el aguacero y los dedos tamborileando sobre el talero de cuero crudo, Barzola deja que su mente abandone el campo con el recuerdo de los peones malogrados. La cortina de agua es pareja, pero no lo suficientemente opaca como para impedirle divisar, a cincuenta metros, la gamela que la estancia tiene destinada a la peonada. Barzola no ha movido la vista en minutos, y su cara muestra el gesto de aquel que pelea contra una idea hasta encontrarle la claridad necesaria. En los últimos días hubo demasiado movimiento, y el avispero parece estar a punto de explotar. Aguza el oído con la esperanza de que el rebote de las gotas en los charcos recién formados le traiga montada en el viento alguna palabra de las que se pronuncian entre sus comandados.

Allá, a esos cincuenta metros que separan el rigor de la obediencia, los piojosos de Barzola se entretienen escuchando los gotones que golpean contra la chapa del tinglado. Algunos continúan con el mate desde la mañana, otros, curtidos, ya tempranean la caña, y dos o tres contemplan el aguacero apoyados en el marco de la puerta de la gamela. En las caras aflora la intriga por la ausencia inesperada del Gringo, que después de la visita de las oficiales desapareció sin avisar. Pero nadie se anima a decir nada. Prefieren contarse por enésima vez las mismas historias de aparecidos, gualichos, luces malas y basiliscos que han venido contando cada tarde de lluvia desde hace años. A falta de algo mejor para hacer, todos aceptan volver a escucharlas.

– «Llueve con globito», dijo el tape Ensina mientras negaba con la cabeza. «Esto no termina acá…»
«Y sí», confirmó el uña ‘i gato salivando entre dientes para afuera. «Cómo la vino a cagar el Juancito, ¿eh?»
«Y sí. El tiempo está rareando, hay que cuidarse, Germán…» Ensina había cargado la frase con un tono a la vez cómplice e intrigante. Sin llegar a comprenderlo del todo, el uña ‘ì gato le devolvió una mirada oblicua. «Con esa niebla, ninguno se hubiera encerrado con los toros. ¿Me entiende, amigo?»
«Y sí. Pero si el patrón manda… pobre Gauna…»
«Y sí. Justamente.»

«Al petiso que vino hoy con el comisario me parece haberlo visto antes, pero no estoy seguro. Estoy pensando pero no me puedo acordar…»
«No piense tanto, mi amigo, y si piensa no cacarée tan fuerte; nunca se sabe quién anda escuchando por ahí, ¿me entiende?»

Ambos callaron. Sobre el tinglado de chapa, los gotones eran el eco de los pensamientos encendidos de la peonada.

* * *

Llueve. Becerra y Carlini están sentados uno frente al otro. Los separa el escritorio robusto de la dependencia, que cruje por la humedad. No se miran. Carlini está encorvado hacia adelante, casi metido dentro de su cuaderno, revisando una vez más las anotaciones de la mañana y tratando de ordenar todos los datos para establecer una hipótesis consistente. Becerra relaja las piernas apoyándolas sobre la punta del escritorio, el pie derecho sobre el izquierdo, descansa la columna contra el respaldo de la silla; tiene la cabeza echada hacia atrás y mira las manchas del techo como interpretando un mapa de relaciones. Sonríe, o eso parece. El Topo Carlini es de su extrema confianza, lo sabe un hombre de ley, lo sabe íntegro y determinado, con una experiencia enorme en despejar todo tipo de entuertos rurales. De golpe, Becerra se endereza y deja caer la mano de plano contra el escritorio, llamando la atención del ayudante y presto a intercambiar impresiones.

«Bueno, Topito, ya hemos visto a la yunta de bueyes y pisamos la tierra arada ¿Y ahora?»

La pregunta estiró el silencio de Carlini por un par de minutos.

«Tenemos dos cadáveres en tres días. Supongamos que lo de Gauna haya sido realmente un accidente, cosa dudosa; nos queda el asesinato de Lorenzo. Los dos occisos nos llevan a Barzola y el Gringo, pero al parecer se cubren mutuamente.»
«Ajá…»

«Si las dos muertes están relacionadas, aún no veo el móvil. Tal vez los peones se habían puesto molestos. Con echarlos alcanzaba, pero no. Y ahí tampoco entiendo la conducta del Gringo.»
«Ajá… Siga, siga, topito, escarbe…»
«Algo no cuadra, ¿se da cuenta? ¿Cómo puede ser que en la estancia siga todo un curso normal estando la cosa tan caliente? El Lorenzo todavía está tibio. Y tampoco entiendo por qué no los retuvimos unos días acá en la dependencia. En cualquier momento se mandan todos a mudar y los que vamos a ir presos seremos usted y yo.»
«Ajá… Tranquilo, Carlini, nadie se va a escapar, créame. Nunca olvide que siempre voy un paso delante suyo. Hay algo que no está en su libretita…»
«Caramba, ¿qué?»
«Quién, es la pregunta. Alguien más fuerte que un par de bueyes.» Por unos instantes, el desafío sumergió a Carlini en densos razonamientos, hasta que un nombre apareció como por arte de magia en sus labios.
«¡La Lucecita! Pero, Comisario, no va a esperar que ella delate a su propio padre…»
«¿Quiere que le cuente una historia interesante?»
«Se me hace que usted sabe cosas que yo no, Becerra.»
«Ajá… Una historia que sucedió la noche siguiente al asesinato de Lorenzo, cuando seguí al Gringo y la Lucecita hasta los fondos de la estación.»

Carlini, sorprendido, abre los ojos y las orejas. Bajo el agua, la investigación toma un nuevo rumbo.


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La culpa no es del toro

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Llegamos a la quinta entrega de la saga telúrica del Gringo y la Lucecita, una colaboración literaria con el Sr. MX y publicada también en su blog cuento * chino. ¡No se lo pierdan!

Los piojosos  |  Bajo el agua&nbsp:>

No solamente niebla había traído la primavera, sino también una seca brutal que de a poco fue convirtiendo al arroyo en un alambre de vidrio. Entre las crostas desordenadas del lecho marrón, la vida y la muerte se las arreglaban para seguir adelante. Y los chimangos, de parabienes. Pajarracos de porquería. Con ojos turbios y desafiantes calculaban el resultado de la deprimente ecuación; mucho animal sediento, poco pastizal en pie, apenas yuyos… mucha víbora. No era raro que en ocasiones, al irse la niebla, quedara a la vista alguna osamenta de vaca desparramada sobre la tierra. Desorientadas, pisaban a las cruceras; al rato flaqueaban las patas y se recostaban suavemente sobre un costado. Se entregaban mansas e ignorantes a la muerte lenta. Después, los gases de la pudrición las inflaban, las deformaban, las transformaban en carroña. Un espectáculo feo para cualquiera, salvo para los chimangos que esa mañana amanecieron alrededor del cuerpo helado del peón Juan Gauna.

Al mediodía el aire estaba limpio y no había nubes que se animaran a tapar el sol, como si la niebla se hubiera retirado de golpe para facilitar el hallazgo macabro.

«¿Ve usted lo que yo, comisario?»
«Yo estoy viendo lo que usted verá en un rato, Carlini.»

Justo Becerra y el oficial Carlini bajaron por la pendiente. Carlini seguía al comisario un par de pasos atrás, un poco porque iba anotando prolijamente sus observaciones y otro tanto porque que era cortito como tranco ‘e pollo. Ambos sabían que la naturaleza tenía sus propias leyes, seguramente cercanas a las de Dios, si es que éste existía. No poseían el espíritu rústico de la gente del campo, aunque sí un olfato muy delicado al momento de rastrear a quienes se apartaban de las leyes del Hombre. Odiaban el haberse mojado los zapatos, las medias y los pantalones del uniforme con el pasto aún húmedo, pero no lo hablarían hasta llegar al patrullero, en privado. Los sabuesos tenían un motivo muy poderoso para estar ahí: el segundo cadáver que en pocos días había aparecido en la órbita de la estancia. Al llegar al potrero de los toros, un hombre con cara de pocos amigos los recibió con la diestra extendida.

«Barzola, a sus órdenes.» Antes de las presentaciones de rigor, los oficiales cruzaron una mirada inequívoca.

El lote estaba vacío. Carlini echó un vistazo rápido y comenzó a caminar meditando cada pisada. Avanzaba dos pasos, se detenía, miraba el cielo, anotaba en la libreta, daba un paso más, volvía la vista hacia Becerra y Barzola, avanzaba. Le llevó cinco minutos llegar hasta el esquinero contra el que estaba apoyado el cadáver. Era evidente que lo habían movido hasta allí, nadie se muere de una cornada de toro y queda acomodado de manera tan gentil. Hasta Carlini sabía eso. El pobre Gauna tenía la espalda apoyada contra el esquinero y la cabeza ladeada como tomando una siesta contra el alambre de púa. Carlini espantó con un gesto a dos chimangos irrespetuosos que le picoteaban la cara. Uno de ellos se alejó con un aleteo desprolijo; de su pico colgaba la gelatina albiceleste que Gauna solía llevar por ojos. Bichos de mierda, pensó Carlini. Miró el cuerpo del peón sin emoción alguna, no era el primer muerto que le tocaba inspeccionar. Sobre el pecho descubierto de Gauna se veía la cornada limpia y brutal; tenía la camisa pegoteada con tierra y sangre, varios rasguños en los brazos y los puños apretados. El ojo izquierdo, que se había salvado del saqueo de los pajarracos, sostenía una expresión que Carlini no pudo evitar reconocer. Mientras el comisario y el capataz seguían hablando desentendidos, se puso a inspeccionar, usando el lápiz como herramienta forense, las evidencias que el cuerpo ya tieso de Gauna le brindaba.

«Espesa la niebla…, dijo Becerra mirando fijo a los ojos de Barzola.
«Ajá», respondió Barzola secamente. «A mí no me disgusta del todo, lo que tiene de malo es que en mañanas así la peonada se me resiste a arrancar. Les falta coraje, se ve.
«Parece que a éste no le faltaba. Pero ahora no le quedó nada, le falta todo.»
«Ah, el pobre Gauna, la excepción a la regla. Un tipo diferente a las otras lacras. Una lástima.»
«Una lástima, pero lo mandaron a arreglárselas a tientas con animales tan peligrosos», retrucó Becerra sin bajar la mirada. «¿No le parece, mi amigo?»
«Cosas del patrón… y del agrónomo. Yo obedezco nomás. De lo único que entiendo es de órdenes, no de propósitos, comisario. El patrón no está, pero si quiere le llamo al ingeniero.» Barzola extrajo de su campera un cigarro armado y le dio mecha con un encendedor de bronce algo desvencijado.
«¿Y el toro?», preguntó Becerra ignorando las últimas palabras del capataz.
«Andaba nervioso, así que tuvimos que llevarlo con los demás al lote del fondo. Si estuviera acá ni usted, ni el inspector, ni yo estaríamos conversando tan tranquilos. Martínez es una fiera.»
«¿Martínez?»
«Así se lo llama. No me mire raro, yo no le puse ese nombre.
«Al oficial Carlini y a mí nos gustaría verlo más de cerca…, arremetió Becerra mirando con ojos entrecerrados para el lote del fondo, donde la torada se mantenía todavía ajena a la tragedia.
«Como guste, ya le mando un peón para que los acompañe. Yo debo disculparme, pero un asunto urgente me reclama. Si no tienen más dudas…»

Barzola se dio vuelta y levantando los brazos llamó a uno de sus hombres. En ese momento, Carlini se acercó hasta los dos hombres. Se paró a la par del comisario y sin que Barzola lo notara le puso algo en la mano a Becerra. Éste lo palpó con la palma y las yemas, pero ni siquiera amagó mirar de qué se trataba. Entre los dedos agarrotados del cadáver de Gauna, la pericia de Carlini había descubierto un pedazo de piolín de unos treinta centímetros de largo; su olfato para aquellos asuntos le decía que se trataba de una pieza importante para entender el accidente entre el malogrado Gauna y el angus reproductor.

«No por ahora. Vaya nomás», dijo el comisario, expeditivo.
«Por acá estaremos», respondió el capataz.

Los tres hombres se estrecharon las manos como estudiándose la fuerza y la astucia. El peón que había llamado Barzola llegó hasta ellos.

Acá está…, comenzó a decir Barzola, pero el comisario lo interrumpió sin que pudiera terminar la frase.
«El Gringo. Ya nos hemos visto las caras.»
«Buenos días. Comisario, oficial…» La voz reposada del Gringo llevaba la misma serenidad del primer interrogatorio, tras el homicidio del Lorenzo.
«Acompañe a los oficiales al lote cuatro, a ver a Martínez.» Barzola finalizó la conversación y apurando el tranco por la pendiente se alejó del potrero.

Una hora más tarde, Becerra y Carlini se quitaban los zapatos y las medias empapadas dentro de la relativa comodidad del patrullero. Habían hablado con el Gringo sin poder obtener mayores detalles. Si bien parco, el hombre parecía sincero en su desconocimiento de los hechos. Al menos, esa era la impresión que le había causado a Carlini y que quedara registrada en su libreta de notas, además de una disquisición humanizada del instinto asesino de un Martínez que lamía de su cuero la sangre seca de Gauna. De todas maneras, se le recomendó que no se alejara de la estancia. El comisario, ensimismado, pensativo, escuchó el informe preliminar de Carlini mientras jugueteaba con el piolín, estimando su resistencia y olfateándolo de a ratos. Cuando el oficial hubo terminado, Becerra levantó la mirada, arrojó la prueba sobre la libreta y poniendo en su voz un tono afectado por la soberbia dijo:

«Si mi olfato no me engaña, hemos estado hablado con el asesino.»

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La última estación

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Tercera entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, escrita en colaboración con el Sr. MX y publicada también en su blog cuento * chino. ¡Visítenlo!

Tinta fiera  |  Los piojosos >

Hacía años que el ferrocarril había dejado de pasar por el pueblo. Dijera un hombre de la empresa por la radio: «El ramal es deficitario; hemos hecho grandes esfuerzos para mantenerlo en funcionamiento, pero la realidad es que el cierre es la única solución.» Los habitantes escucharon atentamente la noticia, y muchos pensaron que al final nada iba a suceder, pero en pocos meses comenzaron a sentir en carne propia la crueldad del desamparo. Por eso la mayoría abandonó el pueblo en busca de mejores horizontes. Los pocos obstinados que se quedaron fueron testigos de la caída de la antigua estación, en cuya vereda vegetaban, desmañados y enfermos, al menos veinte paraísos. Siempre oportunistas, los chimangos anidaban en los huecos de los troncos, desde donde vigilaban lo poco que aún quedaba para vigilar. Esa noche, los últimos pajarracos que se negaban a abandonar el pueblo vieron una silueta avanzar hacia lo profundo del pajonal como alma que lleva el Diablo. Vieron al hombre llegar y frenar en seco. Una segunda figura vestida de negro salió a su encuentro desde los fondos del último andén. No hubo saludos, apenas unas palabras que sonaron vacilantes.

– Tenés que ayudarme, Gringo… La voz de la Lucecita hizo que el corazón del peón diera un respingo. Los chimangos abrieron grandes los ojos y prestaron atención.
Viniste…
¿Cómo no iba a venir?
Como la última vez…
Sos rencoroso, che. La Lucecita sonrió desplegando los artilugios estudiados que siempre le habían dado resultado; miraba al piso mientras se acariciaba las trenzas, y con el pie derecho pisoteaba un yuyo aplanando un poco la tierra. Yo te avisé que no iba a poder venir, el papá me vigilaba. Y por eso te quiero hablar, me tenés que ayudar…
No, no me avisaste, dijo el Gringo amargamente. Y en el momento en que el reproche salía de su boca, por la cabeza le iba pasando una sucesión de imágenes como naipes mal barajados, que saltaba de una a otra y se detenía en la visión anhelada de la Lucecita bajo su cuerpo, en medio del pajonal, los dos removiendo la tierra con el deseo cruel de la pampa.
Bueno, pero tuve la intención. ¿O vos pensás que soy mala? No, yo no soy mala, tengo miedo nomás. Miedo porque veo cómo todo se complica y no soy dueña de vivir mi vida, de poder hacer lo que yo quiera; siempre vigilada, siempre pensando en las cosas que se andan diciendo por ahí. A mí no me gusta vivir así, Gringo. Yo no quiero vivir así. hizo una pausa y clavó el verde de sus ojos en el pardo oscuro de los del Gringo. Y yo sé que vos me querés, me querés bien. Por eso te pido ayuda, porque sola no puedo hacer nada…
¿Y yo qué puedo hacer? Si no soy nadie. La voz del Gringo ya no tenía la firmeza y convicción de siempre, en cada palabra había un poco de tristeza y amargura que formaban, en el conjunto total, una desolación profunda. Yo no puedo hacer nada, Lucecita, más que soportar…
Gringo, yo te conozco. Y no soy tonta, aunque parezca. Yo sé que no sos el simple peón que decís, y sé muy bien que escondés algo mucho más peligroso que la habilidad con la guitarra. Si hay alguien que puede hacer algo acá, sos vos, ¿me entendés? No tengas miedo, yo necesito un hombre con coraje ahora, no un miedoso.

La cara del Gringo se transformó. La amargura mutó en fiereza contenida y los ojos pardos brillaron en la oscuridad que cubría los alrededores de la abandonada estación. Ahora las imágenes en su cabeza corrían veloces como un tren fantasma. Una tras otra las estaciones se sucedían en los pensamientos del Gringo pero todas eran fugaces; los vagones traqueteaban por una vía que él mismo creía ya abandonada y fuera de servicio, pero a medida que los rieles tomaban temperatura el tren aceleraba y aceleraba, revolvían en su interior los recuerdos más secretos. La voz de la hija de Barzola lo sacó del vértigo justo en el momento en que la formación se detenía de golpe en la estación más ominosa y lo volvió a la realidad con un susurro extorsivo.

Sacame de acá, Gringo. Si me librás de todo esto puedo ser tuya para siempre. Vámonos de acá, dejemos este pueblo atrás.

La luz entre ambos cuerpos se apagó de repente. La Lucecita avanzó hasta palpar los brazos acerados del peón, quien de haber intuido cuánto daño le haría esa mentira se habría apartado en el instante. Pero la carne es blanda. La Lucecita le desabrochó dos botones de la camisa, le besó el pecho y siguió subiendo por el sudoroso cuello hasta las orejas con los labios entreabiertos. Alterado, jadeante como un perro con sed, el Gringo parecía echar luz por la piel. Estaba listo para descender a los infiernos y vencer a Satanás en su propia salamanca si era necesario. Su boca se había inundado de una saliva espesa que asomaba hecha espuma por las comisuras de sus labios. Así y todo se besaron por un instante, hasta que la diestra del Gringo comenzó a levantarle muslo arriba la falda a la muchacha. Pero la Lucecita se apartó violentamente, acomodándose la ropa, las trenzas y el pañuelo que llevaba al cuello.

No, Gringo. No te apures. Es mejor que me vaya…tengo que volver antes de que el papá descubra que no estoy. Ya sabés cómo es él, tarde o temprano lo va a averiguar, lo nuestro, digo… Pensá bien lo que te dije.

Los extensos terrenos del ferrocarril se desplegaban ante el Gringo como una sábana blanca bajo la luna. Habían adquirido una nueva fisonomía en la cual ahora podía reconocer no sólo sombras, sino también claridades. No hubo despedidas. La muchacha giró y sin más emprendió el regreso. Él la acompaño con la mirada hasta que en la distancia su ropa negra la disimuló en la oscuridad. El hombre se arremangó, la sangre le hervía en las venas. No traía reloj, pero sabía que el tiempo había pasado sin clemencia. Andar por las calles a esa hora sería tan desaconsejable como volver a su rancho y meter al Pichón en sus propios problemas. En poco tiempo llegaría el alba, y las tareas en la estancia comenzaban siempre al cantar el primer gallo. Al rojo como una fragua, el Gringo emprendió la caminata. Le quedaban quince kilómetros y mucha oscuridad para enfriarse y pensar qué hacer con Barzola, con la Lucecita y con su vida. Algunos trenes hay que tomarlos una sola vez en la vida, pensaba. O a lo mejor no. A un costado, refugiados por los paraísos, los chimangos lo vieron irse con su paso enérgico, agitaron un poco las plumas y cerraron los ojos esperando el amanecer.

 


Versión imprimible -> La última estación