Lo que se va con la corriente

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Último capítulo de la saga telúrica «El Gringo y la Lucecita», escrita a dúo entre el Sr. Max «cuento * chino» Asterión y yo.

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El auto pasó la tranquera principal cortando el aire como la sudestada, sin mendigar permiso ni ponerse a pensar en lo que se lleva por delante. La borrasca desmañada, como instrumento del destino, había cubierto con agua las huellas del Rastrojero de Barzola. Carlini lamentó los minutos perdidos en volver al camino de entrada, en las instancias decisivas cualquier retraso puede ser fatídico. La patrulla surcó por el diámetro la pista donde un rato antes habían explotado el jolgorio y el alcohol. Dicen los que saben que después de grandes festejos hay que andar prevenido, porque el equilibrio del mundo se acomoda en un instante, y el revés de la desgracia nunca tarda mucho en llegar. Carlini y Becerra lo sabían, y ya no les importaba el sigilo, ni las luces prendidas del móvil, y ni siquiera se molestaron en escudarse en su rol de pesquisas. El hombre frente al hombre. Era el momento de actuar. La tormenta clamaba con todas sus fuerzas por el final de la historia. Los frenos mojados apenas accionaron en un charco infinito frente a la casa. El chapoteo de Becerra en la marejada amainó al entrar en el living vacío, donde el agua había removido del mueblaje muchos años de olor rancio del capataz. Nadie se lo había enseñado, pero él sabía que ese olor era un pésimo augurio. La ventana se abrió de par en par y un relámpago larguísimo cortó al bies la espesura negra de la pampa. Carlini tropezó con un tronco y se sumergió de jeta en el barrial.

—¡Vamos, Carlini, puta madre, están en el barranco!

El grito del comisario acompañó el tirón salvaje que puso al ayudante otra vez de pie. A campo traviesa salieron disparados en dirección a aquellas siluetas grises que de a ratos se encendían sobre el horizonte. Poco le duraron las piernas al comisario, que a mitad de camino, empapado hasta el tuétano pero detrás de su 9 mm, llevaba en la boca el dulzor de la adrenalina y el amargor del inminente retiro de la fuerza. ¿O acaso se le estaban confundiendo los sabores? Poco más de una centena de metros habrían corrido cuando su ayudante lo sobrepasó. En ese momento el comisario Becerra pudo ver en el rostro de su fiel escudero un gesto, una mueca, o algo parecido que no pudo definir, era como si ese tipo que conocía bien de cerca ya no fuera el mismo joven, torpe e inexperto, sino que ahora llevaba estampada en toda la cara la furia del convencido. A su vez, en ese segundo plagado de epifanías, Carlini supo que en ese sprint fallido su querido comisario estaba dejando más de lo que parecía. Ninguno de ellos, sin embargo, notó a una quinta figura que corría con desmaño rumbo a la cárcava. Una vez más, como un eco de sí misma en el devenir de la humanidad, la noche cobijaba por igual a benditos y sotretas.

—Reconocélo, pedazo de mierda, ¡vos achuraste al Lorenzo!

Con la cara encendida, el Gringo se iba acercando al capataz. La hoja de la faca, brillante como un hueso descarnado al sol, desafiaba las ráfagas en la diestra inapelable del peón. Entre ambos hombres, un escaso metro. A espaldas de Barzola, el río descontrolado. ¡Qué caravana de ideas pasaron por la cabeza del asesino! No desconocía que sus posibilidades eran mínimas, pero ya era tarde para arrepentirse de algo por primera vez en la vida, y mucho más lo era para empezar a creer en Dios. El corazón le hinchaba el costillar por dentro como a las vacas viejas cuando entran al matadero. El Gringo, cegado por la furia, nunca iba a enterarse de que Barzola, desencajado, veía un sinfin de colores algodonosos que giraban a su alrededor cual espectros de varieté, ni que por sus bombachas empapadas había bajado una catarata de meo caliente. No, el Gringo nunca se enteraría, y el pensar en aquella gurisa hermosa que llevaba sangre Barzola en las venas lo encendía como un tizón en la fragua. Tenía enfrente a la única persona que podía impedirles un futuro de felicidad. Un paso más, sólo un paso más.

—¡Paráte, Gringo! —gritó Carlini. Se había parado a una distancia que le aseguraba un disparo certero, aunque no tuviera claro quién sería el destinatario.

Sin embargo, la zurda de Barzola fue más rápida que el rayo. Quizás era el que mejor sabía que no existen las retiradas elegantes, y que a lo irreversible es mejor no dilatarlo, ¿qué más puede pretender un hombre como él, al que nunca nadie le dijo como vivir, que decidir su propio final? Tomó del antebrazo al gringo y jalando con todas sus fuerzas se clavó la faca en las tripas. Al Gringo sólo le quedó revolver hasta que el cuerpo del capataz cayó hacia atrás por la cárcava y se hundió en el agua. Después tiró la faca al pasto y giró hacia Carlini, que con el dedo resbaloso sobre el gatillo y la mirada de piedra le alcanzó las esposas; “hasta acá nomás…y basta” cuentan que le dijo, pero en el campo no hay que confiar en los cuentos de las viejas. El Gringo se esposó solo y se arrodilló manso frente a Carlini justo en el momento en que el comisario, exhausto, llegó acompañado de la Lucecita. Al verla, el Gringo cerró los ojos. Ninguno de los otros supo del frío que le subió por la médula, y el pobre diablo nunca se enteraría que las gotas en la cara de la muchacha eran sólo de agua dulce.

—Felicitaciones, Topito—, cerró con voz amarga el comisario Becerra.

El resto es una historia que quedará para siempre en el campo de Don Miguel, y a la que los años le pondrán distintas variantes y condimentos. O tal vez no.

De leyendas, cuentos y fábulas se nutre la mística de ciudades, pueblos y lugares perdidos en la nada como este, y en la cabeza de cada uno de sus habitantes quedará la responsabilidad de qué hacer con la memoria. A nadie le quitará el sueño no saber qué pasó con el cuerpo nunca hallado de Barzola, tampoco se tratará de adivinar por mucho tiempo la suerte de la Lucecita en la gran ciudad, tal vez haya encontrado lo que tanto anhelaba, tal vez no, pero ya no importa; y por supuesto, las noticias sobre los días negros de encierro del Gringo se volverán cada día más escuetas, casi ínfimas, hasta desaparecer primero de las conversaciones de las viejas, luego de los pensamientos erráticos de los peones, y por último de toda la memoria colectiva de un caserío apartado, con ínfulas de pueblo noble, con gente amable y agradecida, trabajadores, estudiantes, amas de casa, guitarreros, hacendados, malandrines, hombres de ley. Un amasijo de gente común y corriente que de vez en cuando, como todos, tiene que esconder la mugre debajo del felpudo y esperar que amaine la tormenta.

FIN.

La crecida

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Decimosegundo capítulo de la saga telúrica «El Gringo y la Lucecita», escrita a dúo entre el Sr. Max «cuento * chino» Asterión y yo.

Sangre y harina  |  Continuará…

La chacarera embravecida que el negro Funes rasgueaba en el escenario mantenía sobre la pista a la única pareja que se negaba a aceptar el final de la fiesta. Don Miguel se preguntaba si tanto jolgorio y festejo habrían valido la pena, para responderse -con la experiencia del hombre curtido a lonjazos- que de nada sirve sacar conclusiones tempranas de los hechos que todavía no terminan de acabarse. Y Don Miguel sabía que todo acaba en el nuevo amanecer. Los invitados se fueron retirando como torcazas al borde del día. Primero partieron los productores de las estancias vecinas; más tarde, vacilantes por la bebida y ajenos a la vergüenza, los peones enfilaron para el galpón. Por momentos, la noche se hacía día de tanto refucilar. Muy pronto el cielo caería de plano sobre los surcos.

Pero no todo era abandono. A contramano de los que escapaban de la fiesta, un vehículo ingresó por la tranquera del fondo y de él bajó una silueta escurridiza y fugaz que se perdió entre las sombras. Barzola sonrió, sabiendo que la oscuridad y los estertores de la fiesta habían apañado el secreto de su llegada. Siguió a paso firme y preciso hasta su puerta, conocía de memoria cada centímetro del camino, la empujó y entró. Ya en el centro de la sala, cuando enfilaba para la pieza, escuchó claramente una respiración que no era la suya, tranquila y profunda, que desde la penumbra del rincón sur lo invitaba a un diálogo inevitable. La sonrisa de Barzola se deshizo y su mano derecha inició el tan familiar recorrido por la cintura.

– «Tranquilo, Barzola, que te estoy viendo…», dijo el Gringo mientras hacía campanear contra el piso de cemento el acero de su faca. «Te estoy viendo y te vi… yo sé lo que hiciste… y también sé qué es lo que vas a hacer…»

– «¿Vos en mi casa, piojoso de mierda? ¡Rajá de acá!», dijo Barzola en voz baja y firme, como apretando con odio los dientes, tragando la misma ponzoña amarga con que impartía las órdenes cada mañana. No lo sorprendía tanto esa presencia molesta a sus planes como el tuteo rasposo con el que el Gringo le hablaba. De repente comprendió que la llanura en el trato y la tormenta irrespetuosa traían consigo una desgracia inevitable.

– «Callate y date vuelta despacio. Vamos a caminar un rato.» Una vez de pie, se acercó al capataz hasta hincarle apenitas la punta de la faca en la espalda. Barzola apenas reaccionó, como si en vez de piel la naturaleza le hubiera puesto un cuero de buey. El Gringo lo desarmó con lentitud y dejó el acero de Barzola apoyado sobre la mesa. «Caminá, vamos para la cárcava…

– «Le estás errando fiero, muy fiero.» Barzola disparaba amenazas aún confiado en su valor y en la imagen que creía que conservaba. Pero su imaginación nunca había contemplado el hecho de que el Gringo hacía ya un buen rato que había dejado de ser un piojoso como los otros, lleno de miedo y angustia, para dar paso al hombre duro, decidido e impiadoso que era en el fondo.

– «Caminá», susurró una vez más en un tono tan frío y cortante que el capataz obedeció sin agregar una sola palabra.

Una seguidilla de relámpagos violáceos recortó contra las nubes los perfiles de ambos hombres. Caminaban hacia la cárcava uno detrás del otro, rasgando la bruma que los empapaba sin preguntar. A medida que se iban acercando a destino el viento ganaba en intensidad. El sombrero de Barzola voló lejos y el Gringo debió agarrarse el saco y la camisa con la mano libre. Un trueno ensordecedor estalló de repente y ambos -por instinto- elevaron sus miradas al cielo. Ramas de eucaliptos añejos rodaban por el pasto con un fondo sonoro de relinchos aterrorizados. Cincuenta metros adelante las gotas empezaron a golpear la tierra como guijarros de granito, y segundos después, el aguacero infinito. El arroyo había comenzado a correr más fuerte por el fondo de la cárcava, desde donde brotaban melodías erráticas pero acompasadas. Barzola y el Gringo siguieron su camino como si el Apocalipsis no estuviera ocurriendo, como si ellos fueran simples personajes siguiendo un destino escrito e ineludible.

 

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Sangre y harina

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Undécimo capítulo de la saga campera de El Gringo y la Lucecita, craneada a medias con el profesor MX cuento * chino y yo.

Una casa sin luz  |  La crecida >

Nunca quedó claro quién atravesó la puerta primero, tampoco si ésta estaba abierta o si los oficiales la violentaron sin pruritos, pero lo cierto es que, una vez adentro, ni Carlini ni Becerra pudieron evitar que la pena les estrujara el pecho al ver el cadáver todavía tibio del buen Gervasio, desparramado entre los costales, cubierto con el engrudo de sangre, harina y levadura, que coloreaba de rosa pálido el piso de la sala de hornos de la panadería. Carlini se tomó la cabeza y se lamentó en silencio, Becerra observó bien el cuerpo tendido, envuelto en tan ridícula mortaja. Sobre el costado derecho, la herida abierta por el facazo parecía tener vida propia; la piel y el músculo latían rítmicamente y a través del hueco se dejaba ver la carne maltrecha y rasgada. Esporádicos borbotones se abrían paso entre nervios y tejidos, espesos y gelatinosos, según cuentan las anotaciones de la libretita de Carlini, y se deslizaban lentamente, cuesta abajo, desde el borde superior de la abertura hasta el extremo inferior, fundiéndose luego con los baldosones gastados. Según la apreciación de Becerra, la puñalada lo había sorprendido mientras amasaba con espíritu laborioso varios cientos de cuernitos y vigilantes con los que gran parte del pueblo desayunaría por la mañana, sin darle siquiera tiempo a reaccionar o defenderse. El triperío hecho jirones asomaba por el hueco oscuro que una mano obturaba inútilmente. Abrumado por la sorpresa, el asco y la incomprensión, Carlini se tapó la boca para contener el ácido digesto de empanadas que le subía por la tráquea. Los tres hornos estaban prendidos a temperatura máxima. Un viento helado soplaba desde la ventana y agitaba las cortinas de manera intermitente.

– «Ay, Barzola, Barzola…», dijo entre dientes el comisario mientras sacaba la cabeza por la ventana que daba a la calle trasera.

– «No se detiene, y no creo que vaya a parar, Comisario. Creo que estamos en la recta final…»

Becerra, absorto, continuaba mirando más allá del zanjón, donde el Rastrojero había permanecido en marcha. No admitía otra posibilidad: Barzola, embriagado por el exceso de adrenalina, habría de cerrar en la estancia su aventura nocturna con un bonito moño de sangre. Carlini percibió en las sombras de la cocina cómo el comisario acariciaba su arma reglamentaria, y aunque no se atrevió a comentarlo sintió un ligero escalofrío.

Al otro lado de la calle, donde las luces mortecinas de la panadería se fundían con las sombras de los arbustos, la noche se hacía dueña de todo y de todos, amparando a los desdichados y a los herejes con una niebla inesperada y confusa. Pero para Becerra no era la niebla, ni la ignorancia, ni el desamor lo que confundía el entendimiento de ciertos hombres, sino la ambición. Cuando la sangre contaminada empieza a hervir, difícilmente pueda uno esquivar las incorrecciones, los excesos y los malos actos. Al razonar en todo esto, Becerra no tenía en mente a Barzola sino al Gringo, un piojoso como cualquier otro, arrastrado a la desgracia por la ambición más elemental que existe. El demonio vive en los elixires oscuros y en las palabras de una mujer decidida. Que le pregunten al Gervasio, si no.

– «Vamos, Topito. Se acaba todo», dijo mientras enfilaba hacia la puerta de atrás.

– «No se nos puede escapar, Comisario.»

– «No lo hará, Topito. Ya no. Vamos, muévase. Tenga a mano su pistola y no me afloje porque de aquí al amanecer será la mano más brava que nos haya tocado jugar hasta el momento.»

Carlini se puso serio como un condenado. Recordó a Lorenzo, a Gauna, a Martínez, a la Lucecita, al Gringo y a Pichón; pensó en el baile, en los borrachos y en el pueblo entero, que parecía no querer reconocer que la miseria se le había colado por debajo de la puerta. También recordó los días de la academia, cuando ser policía todavía era ilusión y, de vez en cuando, dispararle a una silueta de cartón contra un muro desconchado. Cubrió el cuerpo de Gervasio con un mantel cuadriculado que rápidamente se empapó de bordó; ansioso, abotonó su abrigo y salió tras su jefe. La noche era oscurísima y una manga de nubarrones espesos amenazaban con desplomarse sobre el campo. Los oficiales subieron al móvil y partieron raudamente hacia la estancia por el ripio vecinal. Entre medio de hectáreas y hectáreas de un maíz recién emergido la pregunta de Carlini rasgó el silencio como el trueno que anuncia el temporal.

– «¿Alguna vez tuvo que matar a alguien?»

Becerra miró de reojo a su joven ayudante, mas no emitió respuesta alguna. Carlini se enderezó en el asiento, extrajo la 9mm y la tocó con desconfianza como quien acaricia un perro ajeno. Recorrió con las yemas las estrías de la culata, el gatillo y la mira, y antes de volverla a guardar se aseguró de quitarle el seguro. ¡Click! Volvió a cerrar la cartuchera e inspiró profundamente. Nunca se le habían dado bien los juegos de cartas.

 

Versión imprimible -> La historia del Timor (III)

Una casa sin luz

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Décimo capítulo de la saga telúrica de El Gringo y la Lucecita, escrita a cuatro hemisferios entre el maese MX cuento * chino y yo. ¡A ver esos comentarios, canejo!

Melodía del desconcierto  |  Sangre y harina >

Con ojos de basilisco se encendió el estupor en las caras del Zurdo y Pichón cuando escucharon al Gringo anunciar al micrófono: «Acá los dejo con el Negro Funes, que se va a tocar unas zambitas mientras yo descanso un rato. ¡Aplausos, por favor!». El Negro subió a la tarima con su guitarra en la diestra y los nervios en flor. Los músicos intercambiaron dos o tres palabras, y mientras la Lucecita, pícara, alentaba a las parejas a no abandonar la pista, un «adentro» optimista dio pie a una nueva tanda musical. Ningún borracho notó la diferencia de intérpretes. Aunque a Don Miguel al principio le llamó la atención el cambiazo, el Negro tocaba bastante bien y cantaba mejor que el Gringo, por lo cual todo el mundo quedó satisfecho. Mientras tanto, arropado por las vicisitudes del jolgorio, el Gringo se adentró con paso firme en las fauces oscuras de la estancia.

Lejos de allí, pero no tanto, Carlini y Becerra continuaban con su investigación gracias a las ausencias que obsequiaba la fiesta. Un edredón negro noche se extendía por las calles del pueblo cubriendo de sombras las acciones y pensamientos de los hombres de la ley, que ingresaron a lo de la Lucecita por la puerta del fondo.

– «Lo quiero bien despierto, Topito. Revisemos milímetro a milímetro este rancho. Necesitamos algo que nos alumbre, cualquier cosa que relacione a esta mocosa con el Gringo, con las muertes o con lo que carajo sea, nos va a venir bien. Abra bien los ojos. Falta poco para que en la fiesta se calmen las tabas. ¡Apúrese, vamos!»

La Lucecita demostró ser una mujer simple y austera. En la casa reinaba el orden y la practicidad. Por todo lujo ostentaba una moderna radio Philips. Eso facilitó la tarea de los oficiales, quienes como dos sabuesos buscaron posibles pistas por todas las cajoneras, repisas, mesas y mesitas. Husmearon bajo la cama y en el baño, en los frascos de la cocina y entre las hojas de los pocos libros de la biblioteca.

Como resultado de la intensa actividad, de a ratos y por lo bajo Becerra echaba maldiciones a su viejo esqueleto dolorido; viendo escasear sus fuerzas, apagaba la linterna y exhalaba sólidas vaharadas de frustración. Se sentó en el piso de la habitación, apoyó la espalda contra la cama y se sostuvo la cara con la mano. ¿Dónde se estaba equivocando? ¿Cuál era el detalle que se escapaba? Lo atormentaba el no poder hallar la clave para interpretar todo el asunto. No deseaba más cadáveres en su pueblo, pero sus deseos habían comenzado a hundirse en las aguas del fracaso. El comisario era un hombre íntegro y de pujante voluntad, aunque por momentos se le entristecía el espíritu y pensaba que en infiernos tan pequeños la búsqueda de la verdad era simplemente una quimera. Pero nadie se muere en la víspera, y no hay muerto sin velorio. El llamado de la esperanza atravesó la oscura quietud de la casa como el chispazo de un arco voltaico. Becerra levantó en un santiamén su alma del piso y el semblante se le llenó de ilusión. Era la voz de Carlini, que desde la sala le contagiaba al comisario el entusiasmo por haber descubierto una nota sobre la mesa de la cocina. No obstante, antes de ponerse en marcha, Becerra fue atropellado brutamente por su ayudante, quien a toda velocidad lo empujó adentro de un pequeño lavadero.

– «Pero… ¿¡qué hace, Carlini!?»

– «¡Shhh, entró alguien!»

Al cerrar la puerta tras de sí, ambos oficiales quedaron amontonados en el pequeño cuarto de lavar. Forzadamente quieto y en silencio, contorsionado entre mangos de escobas, palas y cajones con ropa sucia, Becerra sufrió dos calambres que le aniquilaron las piernas. Por fortuna, Carlini manoteó la boca del comisario para ahogarle el grito, mientras acomodaba el ojo contra el bocallave de la puerta. La casa estaba iluminada. En el centro de la cocina, de pie ─aunque tambaleante por el alcohol y sosteniendo entre sus manos la nota que hallara Carlini─ Agustín Barzola resollaba como un toro bravío. Abolló el papel, lo arrojó al piso y abandonó la casa con paso decidido y amenazante. El quejido metálico del Rastrojero alejándose se apagó poco tiempo después. Becerra salió del lavadero con el apuro y el entumecimiento propios de un detective a punto de resolver el último caso. Por su parte, Carlini se apuró hacia el bollito de papel y comenzó a leerlo torpemente.

– «Parece estar escrita por una mujer, comisario, es letra prolija y redonda. Está dirigida al Gervasio, el de la panadería. Yo creo que la Lucecita está tirando de los hilos peligrosamente, comisario.» Becerra escuchó con atención las palabras de Carlini: amor, pasajes, martes, tren y Buenos Aires.

– «Vamos a la panadería ya mismo.»

– «Está cerrada ahora…»

– «Cállese y sígame, Carlini. Tiene mucho que aprender aún.»

 

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Melodía del desconcierto

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Novena entrega de la secuela del Gringo y la Lucecita, escrita a veinte yemas entre el maestro MX cuento * chino y yo. ¡Esperamos ansiosos sus comentarios!

En las vísperas de San La Muerte  |  Una casa sin luz >

A un costado del escenario improvisado, el Gringo y el Zurdo afinaban las guitarras con el mismo gesto adusto y desconfiado que se les había instalado en la cara el día en que aceptaron la propuesta de Don Miguel. «A la mala espina se la debe respetar», decía siempre el Zurdo. El Gringo, cuyas preocupaciones excedían largamente las de su compadre, aceptaba esa sentencia, pero callaba. A veces no hay mucho que hacer contra los deseos del tallador; se aceptan las cartas y se juega con el pico cerrado tratando de evitar el mazo. Cuando los armónicos dieron el visto bueno a la afinación, los músicos respiraron hondo, se acomodaron las pilchas, los pañuelos de rigor, y se dispusieron largar el espectáculo. Desde el centro de la tarima, Pichón repicaba los dedos suavemente sobre el cajón, cortando a gatas la modorra de la concurrencia y concentrando algunas miradas vidriosas fruto de la sobremesa. Como se sabe, en cualquier festejo el hambre es lo primero que se acaba, mientras que la sed es mucho más brava de saciar; la humedad de la pampa reseca el alma y el espíritu, valga la contradicción.

Los primeros acordes se mezclaron con algunos aplausos tímidos y palabras inentendibles a las que el Gringo no prestó atención, pero que Pichón y el Zurdo consideraron de aliento. La «Chacarera de la Redención» rompió el hielo y la quietud reinante. El trío era ciertamente virtuoso. A pesar de lo inestable de la percusión, la energía que contagiaba era capaz de animar un velorio a cajón cerrado. Con el profesionalismo como bandera, el Gringo empujaba sus malos pensamientos e inevitables sospechas hacia el fondo, trataba de mantener la calma y el compás en medio de todo ese revoltijo en el que veía enredarse más y más. Sin embargo, su mirada mañera se le escapaba por todo el lugar en busca de la figura gentil de la Lucecita, que hasta ese momento se destacaba por su ausencia. Las primeras parejas se animaron y le entraron al bailongo sin esperar demasiado. Bien al fondo, donde los copetudos los pusieron por las dudas de que tuvieran olor rancio, el «Esqueleto» Borghesi, Benítez y los demás peones golpeaban la mesa con sus manos renegridas. Y aunque era aún temprano para estar entonado, el tape Ensina se le animó al estribillo con su vozarrón de llano herido. No faltaron las palabras a la memoria del difunto Juan Gauna y para la viuda que lo lloraba. Curiosamente, nadie recordó al malogrado Lorenzo.

El baile ideado por Don Miguel transcurría sin tropiezos. Su deseo de mostrar que en la estancia nada era tan grave parecía satisfecho. A un costadito de la pista, con sendos vasos de sangría sin tomar, Becerra y Carlini repartían sus sentidos entre el jolgorio y el deber. Tenían orejas de sobra para los corrillos y también para la música, y con los cuatro ojos podían atender no sólo al Gringo y Barzola, sino también, y por qué no, al mujeraje fatal. Del otro lado de la pista, el oscuro capataz aguardaba su momento de pie contra una acacia. Los hombres de la ley parecían esperar ese mismo momento para hacer su jugada. Pero los hechos estaban a punto de desbocarse como bagual asustado. Miradas oblicuas trazaban la pista. Don Miguel observaba al Gringo; el Gringo vigilaba a Carlini y Becerra, y éstos miraban cómo Barzola, haciéndose el desentendido, relojeaba el camino que bordeaba el casco.

Los que no estaban borrachos notaron el gallo del Gringo en el tercer valsecito, justo cuando llegó al lugar, tardía y en soledad, la Lucecita. Todas las miradas recayeron en ella. Traía maquillada en el rostro una inocencia en la que ya nadie creía. En eso, los amigotes de Juan Manuel comenzaron a revolearlo al aire entre vítores y carcajadas mientras Don Miguel aplaudía contento. En ese breve y extraño desorden general, los investigadores reaccionaron con velocidad de culebra. El momento había llegado.

– «Ahora, Topito, ¡vamos! ¡Largue ese vaso, caramba!» exhortó Becerra excitado, antes de tomar raudamente el camino de salida. Carlini dejó el vaso en una mesa cualquiera y lo siguió.

– «¿Está seguro de que es el momento?», preguntó.

– «¡Por supuesto! La mejor manera de sorprender en este ajedrez es jugar a las damas, Topito. ¡Sígame!»

– «Es usted brillante, comisario» dijo maravillado Carlini mientras anotaba la máxima con letra chueca y apresurada en su libreta de apuntes.

Media hora después, Barzola abandonaba la estancia en su rastrojero. Ante una seña inequívoca de la Lucecita, que había visto partir a su padre, el Gringo también supo que había llegado su momento de actuar como solista.

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En las vísperas de San La Muerte

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Octava entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, escrita a cuatro manos enter el Sr. MX cuento * chino y yo. ¡Esperamos sus comentarios!

Los eslabones  |  Melodía del desconcierto >

A lo largo de varias generaciones la familia Goitía había labrado su historia en la zona, una historia en apariencia sin máculas que imponía a la vez respeto, admiración y confianza. Los Goitía, desde el patrón Don Miguel para abajo, eran conscientes de ello, y si bien muchas veces podrían haberse aprovechado de su condición, nunca lo habían hecho. No obstante, también sabían que aquellas dos muertes en sus dominios habían sacudido tanto la monotonía del pueblo como los ánimos internos en la estancia. La buena voluntad de la peonada, esos inservibles desagradecidos que siempre andaban trayendo problemas, se había quebrado como un tallo seco y ya no se podía contar con Barzola para recomponerla; el capataz ya no era el mismo, se lo notaba disperso, ajeno a las decisiones importantes y sin el pulso firme que lo caracterizaba para manejar a aquellos salvajes.

Pronto tendría lugar el cumpleaños de Juan Manuel, el menor de los Goitía y preferido de Don Miguel, y en contra de las recomendaciones de mantener el perfil bajo, el jefe de la familia decidió armar un festejo a la medida. Se mandó invitar a todo el mundo, desde los vecinos más ilustres, pasando por comerciantes, funcionarios, el párroco, el doctor, hasta a los peones, la generosidad de la familia debía quedar fuera de toda duda. Incluso le habían hablado muy especialmente al comisario Becerra para que se dejara ver por ahí; siempre es bueno reafirmar que se camina por la misma vereda que la ley. Los Goitía no eran de andar haciendo ostentación. A pesar de la gran cantidad de gente invitada sería una jornada tranquila: mediodía de asado y vino, por la tarde unas carreras de sortija y vino, y al caer el sol un cierre con baile, guitarreada y vino. Don Miguel había resuelto contratar al Gringo y su trío a sabiendas de que los músicos gozaban de gran fama y eran apreciados por todos, y también como un guiño conciliatorio hacia la peonada. Al principio los músicos no se mostraron muy entusiasmados, pusieron algunas excusas referidas a un repertorio agotado, al cansancio, a viajes incomprobables a estancias alejadas, pero ninguno de los tres hizo alusión alguna a su anterior presentación. Esquivaron el asunto hasta que Don Miguel zanjó la cuestión con un fajo de billetes de notorio calibre. El Zurdo, Pichón y el Gringo finalmente se rindieron ante la oferta con el descontento natural de los herejes necesitados.

En la comisaría, las caras y los ánimos no andaban mejor. La investigación marchaba lenta como un buey en el barro y, para colmo de males, la presión popular comenzaba a hacerse notar. De buenas a primeras, en los troncos de la plaza y sobre algunas paredes habían aparecido afiches que reclamaban justicia por la muerte impune de Juan Gauna. Un periódico de la capital había escrito una nota al respecto, y recién entonces los altos jefes policiales despertaron de su acostumbrada modorra, comenzaron a hacer preguntas obligadas y a exigir resultados inmediatos. Con todo esto, el acostumbrado buen humor de Becerra y Carlini había comenzado a resquebrajarse como un cuero al sol. Sin embargo, seguían adelante sin cambiar un ápice su hipótesis de trabajo. Habían debido desandar varios senderos en la investigación ya que nadie en el pueblo ni en la estancia había podido aportar ni un solo dato valioso. Pero ellos morirían en la suya si era necesario. Y asistir al baile sería, justamente, uno de los últimos cartuchos que podían quemar antes de ver rodar por tierra sus cabezas.

En la estancia, los piojosos de Barzola recibieron la invitación en silencio. Se miraron preocupados. Sus semblantes se fueron tornando poco a poco más amargos, ásperos y resignados que de costumbre. Nadie mejor que ellos sabía o adivinaba que la puerta de entrada a toda la desgracia que aquejaba al pueblo había sido un festejo muy similar al que se avecinaba. Al mal paso darle prisa, pensaron algunos y siguieron la ronda del mate, aunque evitaron mirar el banco vacío que sabía ocupar el Gringo, y la silueta del capataz que se recortaba a contraluz en el marco de la puerta.

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Los eslabones

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Séptima entrega de la saga telúrica del Gringo y la Lucecita, en colaboración con el Sr. MX, también en su blog cuento * chino. ¡Lean y déjennos comments a los dos, vagos!

Bajo el agua  |  En las vísperas de San La Muerte >

Tras la tormenta, la vergüenza del lodazal. Más allá de la ventana, las ruedas metálicas de un carro cortaban la argamasa babosa de arcilla y diluvio. El pueblo seguía abrojado a la siesta como quien estira un vino dulce en la sobremesa del domingo. Sin embargo, en la comisaría no podían tomarse tales licencias; entre los muros desconchados de los despachos, los oficiales redoblaban sus esfuerzos. A puertas cerradas, el comisario Becerra buscaba irritar a su joven ayudante sacándole punta a un silencio por demás prolongado. De repente, la oficial Castellanos irrumpió en el despacho con dos cafés bien cargados, los dejó sobre el escritorio y se retiró con un sugerente movimiento de caderas. Carlini se tragó el suyo sin respirar. En ese momento, Becerra, sonriendo para sus adentros, comenzó con el relato.

– «La noche siguiente al asesinato de Lorenzo, después del interrogatorio, me quedaron algunas dudas revoloteando, y si algo aprendí en todos estos años es que hay que atender a las corazonadas. Por eso decidí seguirlo al Gringo. Primero hasta su casa, y después hasta la estación. Llegué a los andenes por el fondo del pajonal, desde el otro lado del terraplén. La Lucecita le salió al encuentro enseguida. Había mucha luna pero no me vieron, así de entretenidos como estaban, charlando, charlando. No pude escuchar nada de lo que se decían, pero al final, después de besarse…»

– «¡Epa!» Carlini, sorprendido, dio un respingo en su silla.

– «¡Ja!, sabía que eso le iba a gustar. Se besaron, sí, pero muy cortito. Luego, como si los corriera el Diablo, cada cual agarró para su lado.»

– «¿Eso es todo?» preguntó Carlini, a sabiendas de que Becerra siempre tenía el cuarto as en la manga.

– «Espérese, Topito, ahí vamos… La calle era un desierto. De lejos la vi a la Lucecita entrar a su casa, me acerqué un poco y me quedé escondido entre los árboles de enfrente. A los diez minutos las luces se apagaron y ella salió a los piques, con otra ropa, emperifollada. Desapareció tras doblar en la esquina.»

– «Y usted fue tras ella…»

– «Error. Tenía dos razones para quedarme un rato más en mi escondite. Primero, la Lucecita no es el pez que queremos atrapar. Estaba claro que esa noche ya no volvería, demasiado arreglada como para ir a hacer un mandado, no sé si me entiende… Ya nos enteraremos por dónde anduvo; eso, por ahora, no debería importarnos. Segundo, estaba seguro de que alguien aparecería por ahí, alguien que…» Becerra hizo una pausa maligna. «A que no adivina quién apareció…»

– «No es cuestión de adivinar, Comisario, era el Gringo, que volvía para exigirle a la chica la parte más jugosa de la deuda.» En el rostro del ayudante se dibujó una sonrisa de satisfacción.

– «Bien y mal, Carlini. Tiene razón que era el Gringo y que se había quedado más caliente que una pipa, pero el hombre no regresó por eso. No se trata de una deuda de amor. Acuérdese que hasta donde sospechamos, y si no ayúdese con su libretita, el capataz le habría achurado sin reparos el macho a la hija en medio de un baile. Una deshonra, imagínese, para una moza tan joven. Ella nada le debía al Gringo, ni le debe… todavía.

Los ojos de Carlini brillaban en admiración. Tenía mucho que aprender de Becerra aún, por eso enarcó sus cejas en señal de querer seguir escuchando sus razonamientos.

– «Como usted ya sabe, mi olfato raramente falla. Es la Lucecita quien le ha pedido favores al Gringo a cambio de su virtud, algo cuestionada últimamente, por cierto; y me juego entero que él, que parece sólo tener luces para las seis cuerdas, regresó para estar seguro de lo que ella le acababa de pedir. Sin embargo, al ver que en la casa no había nadie, regresó por el mismo camino del terraplén, porque como le dije… Usted es demasiado joven todavía, Carlini, pero vaya sabiendo que los hombres somos bastante perejiles para esos asuntos, enseguida se nos nubla el entendimiento, y es sorprendente la facilidad con la que nuestra voluntad se resquebraja y queda presa del dominio femenino. El Gringo entró como un caballo.

– «¿Usted se refiere a que ella quiere…?» Una idea retorcida empezaba a tomar forma en el cerebro de Carlini.

En ese momento la oficial Castellanos volvió a entrar al despacho. Becerra y Carlini callaron de inmediato. A Becerra le resultó gracioso ver cómo Carlini evitaba mirar a la oficial y mantenía la cabeza gacha como contando las hendiduras marcadas en el parquet. «Otro que mordió el polvo», pensó el Comisario. La oficial retiró los pocillos de café y se dirigió hacia la puerta dándoles la espalda a los dos hombres. Sólo entonces, Carlini alzó la vista y miró embobado su andar firme y preciso. Becerra sacudió la cabeza con un gesto de resignación.

– «Présteme atención, Topo…», dijo Becerra cuando la mujer dejó el despacho «…si algo he aprendido en todos estos años es que el peor flagelo de la pampa es la soledad, la angustia del desamparo. Y uno aprende a llevarla a cuestas con dignidad hasta que se termina acostumbrando, e incluso pasándola más o menos bien. Pero sucede que para matizar esa angustia nos es imprescindible sentirnos libres. Lo único que en el fondo nos importa, a mí, a usted, al farmacéutico, a Castellanos, a cualquier cristiano, es la libertad. El corral es para los animales, Carlini, pero si nosotros nos sentimos prisioneros se nos estruja el alma. Lo que la Lucecita está buscando es el mazazo que haga saltar los eslabones de la cadena que se le está cerrando alrededor.»

El tono sombrío de las últimas palabras del comisario dejó a Carlini ensimismado y un poco entristecido. Se llevó la mano a la cara y se refregó los ojos como queriendo correr el velo de su desconcierto. Becerra lo miraba con atención. Si bien Carlini era dueño de una lógica brillante, todavía necesitaba despabilarse un poco en cuanto a los complicados vericuetos del alma humana. Becerra así lo entendía, y por eso cada palabra que le dirigía apuntaba a convertir a su buen ayudante en un excelente sucesor. Mientras tanto, Carlini hojeó su libreta y garabateó unas anotaciones en el margen.

– «Creo que lo mejor sería que vayamos a…» comenzó a decir.

– «Tiene razón. Vayamos.» Lo interrumpió el comisario.

– «Usted no me necesita, comisario, evidentemente no estoy un paso detrás suyo, estoy a más de una hectárea…»

– «¡Cállese la boca! Que si hay alguien importante para esta investigación es usted. Andemos, pues…»

El guiñó de Becerra fue una palmada en el hombro para Carlini. Ya era hora de una nueva ronda de mate, una humedad densa se fue levantando desde el suelo inclemente de la pampa, el cielo enorme empezó a virar los matices melancólicos del atardecer por otros más oscuros y taimados. El final del día estaba cerca. Los dos policías se incorporaron y salieron al barrial con un rumbo preciso que solamente ellos conocían.

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Bajo el agua

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Sexta entrega de la saga telúrica del Gringo y la Lucecita, colaboración campera con el Sr. MX, publicada también en su blog cuento * chino. ¡No sean vagos y déjennos comments a los dos!

La culpa no es del toro  |  Los eslabones >

Después de la neblina llegó el frío. Y luego el agua. Llueve. El gris de la media tarde amenaza con eternizar el hastío. Desde la reposera de mimbre en la galería, con la vista hundida en el aguacero y los dedos tamborileando sobre el talero de cuero crudo, Barzola deja que su mente abandone el campo con el recuerdo de los peones malogrados. La cortina de agua es pareja, pero no lo suficientemente opaca como para impedirle divisar, a cincuenta metros, la gamela que la estancia tiene destinada a la peonada. Barzola no ha movido la vista en minutos, y su cara muestra el gesto de aquel que pelea contra una idea hasta encontrarle la claridad necesaria. En los últimos días hubo demasiado movimiento, y el avispero parece estar a punto de explotar. Aguza el oído con la esperanza de que el rebote de las gotas en los charcos recién formados le traiga montada en el viento alguna palabra de las que se pronuncian entre sus comandados.

Allá, a esos cincuenta metros que separan el rigor de la obediencia, los piojosos de Barzola se entretienen escuchando los gotones que golpean contra la chapa del tinglado. Algunos continúan con el mate desde la mañana, otros, curtidos, ya tempranean la caña, y dos o tres contemplan el aguacero apoyados en el marco de la puerta de la gamela. En las caras aflora la intriga por la ausencia inesperada del Gringo, que después de la visita de las oficiales desapareció sin avisar. Pero nadie se anima a decir nada. Prefieren contarse por enésima vez las mismas historias de aparecidos, gualichos, luces malas y basiliscos que han venido contando cada tarde de lluvia desde hace años. A falta de algo mejor para hacer, todos aceptan volver a escucharlas.

– «Llueve con globito», dijo el tape Ensina mientras negaba con la cabeza. «Esto no termina acá…»
«Y sí», confirmó el uña ‘i gato salivando entre dientes para afuera. «Cómo la vino a cagar el Juancito, ¿eh?»
«Y sí. El tiempo está rareando, hay que cuidarse, Germán…» Ensina había cargado la frase con un tono a la vez cómplice e intrigante. Sin llegar a comprenderlo del todo, el uña ‘ì gato le devolvió una mirada oblicua. «Con esa niebla, ninguno se hubiera encerrado con los toros. ¿Me entiende, amigo?»
«Y sí. Pero si el patrón manda… pobre Gauna…»
«Y sí. Justamente.»

«Al petiso que vino hoy con el comisario me parece haberlo visto antes, pero no estoy seguro. Estoy pensando pero no me puedo acordar…»
«No piense tanto, mi amigo, y si piensa no cacarée tan fuerte; nunca se sabe quién anda escuchando por ahí, ¿me entiende?»

Ambos callaron. Sobre el tinglado de chapa, los gotones eran el eco de los pensamientos encendidos de la peonada.

* * *

Llueve. Becerra y Carlini están sentados uno frente al otro. Los separa el escritorio robusto de la dependencia, que cruje por la humedad. No se miran. Carlini está encorvado hacia adelante, casi metido dentro de su cuaderno, revisando una vez más las anotaciones de la mañana y tratando de ordenar todos los datos para establecer una hipótesis consistente. Becerra relaja las piernas apoyándolas sobre la punta del escritorio, el pie derecho sobre el izquierdo, descansa la columna contra el respaldo de la silla; tiene la cabeza echada hacia atrás y mira las manchas del techo como interpretando un mapa de relaciones. Sonríe, o eso parece. El Topo Carlini es de su extrema confianza, lo sabe un hombre de ley, lo sabe íntegro y determinado, con una experiencia enorme en despejar todo tipo de entuertos rurales. De golpe, Becerra se endereza y deja caer la mano de plano contra el escritorio, llamando la atención del ayudante y presto a intercambiar impresiones.

«Bueno, Topito, ya hemos visto a la yunta de bueyes y pisamos la tierra arada ¿Y ahora?»

La pregunta estiró el silencio de Carlini por un par de minutos.

«Tenemos dos cadáveres en tres días. Supongamos que lo de Gauna haya sido realmente un accidente, cosa dudosa; nos queda el asesinato de Lorenzo. Los dos occisos nos llevan a Barzola y el Gringo, pero al parecer se cubren mutuamente.»
«Ajá…»

«Si las dos muertes están relacionadas, aún no veo el móvil. Tal vez los peones se habían puesto molestos. Con echarlos alcanzaba, pero no. Y ahí tampoco entiendo la conducta del Gringo.»
«Ajá… Siga, siga, topito, escarbe…»
«Algo no cuadra, ¿se da cuenta? ¿Cómo puede ser que en la estancia siga todo un curso normal estando la cosa tan caliente? El Lorenzo todavía está tibio. Y tampoco entiendo por qué no los retuvimos unos días acá en la dependencia. En cualquier momento se mandan todos a mudar y los que vamos a ir presos seremos usted y yo.»
«Ajá… Tranquilo, Carlini, nadie se va a escapar, créame. Nunca olvide que siempre voy un paso delante suyo. Hay algo que no está en su libretita…»
«Caramba, ¿qué?»
«Quién, es la pregunta. Alguien más fuerte que un par de bueyes.» Por unos instantes, el desafío sumergió a Carlini en densos razonamientos, hasta que un nombre apareció como por arte de magia en sus labios.
«¡La Lucecita! Pero, Comisario, no va a esperar que ella delate a su propio padre…»
«¿Quiere que le cuente una historia interesante?»
«Se me hace que usted sabe cosas que yo no, Becerra.»
«Ajá… Una historia que sucedió la noche siguiente al asesinato de Lorenzo, cuando seguí al Gringo y la Lucecita hasta los fondos de la estación.»

Carlini, sorprendido, abre los ojos y las orejas. Bajo el agua, la investigación toma un nuevo rumbo.


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Los piojosos

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Cuarta entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, una colaboración literaria con el Sr. MX y publicada también en su blog cuento * chino. ¡No se lo pierdan!

La última estación  |  La culpa no es del toro >

Antes de que el gallo cantara, Barzola ya tenía un ojo abierto. Se levantó tranquilo después de un buen descanso. El sueño de los justos, le gustaba decir. Miró por la ventana y a un costado del galpón distinguió a los dos chuchos que todavía dormían a pata suelta. Llenó el mate y salió sigilosamente por la puerta del frente para descubrir con alegría las astillas espejadas que el sereno había depositado sobre el pasto durante la noche. Sin acusar mella alguna en sus rituales cotidianos, y a pesar de los sucesos trágicos que lo habían tenido de protagonista dos noches antes, le puso luz un a cigarro armado y clavó una mirada serena en la línea infinita del horizonte pampeano.

Los hábitos de Barzola no conocían de domingos ni de fiestas de guardar. Su trabajo era su vida, y su vida era un tronco que flotaba a media agua en la jangada. Sabía que los patrones aprobaban de buen gusto su estilo para manejar la peonada, seco y tenaz como el pampero, y también que los de abajo no perdían oportunidad para cuchichear sus odios contenidos en cada descanso. En la disciplina y el despojo había logrado el temple campero de sus ancestros. Hasta donde podía llegarse con la memoria, todos los Barzola habían sido iguales, unos cueros resecos al sol. Con la ansiedad del que espera arrojó al pasto el cigarro a medio fumar. Las tareas se habían atrasado y necesitaba poner en marcha el día porque la urgencia de lo pendiente le urticaba la piel. Con todo, se sentía aliviado de no haberle visto las caras a los peones por veinticuatro horas. No es que le dieran demasiados problemas, pero el trato constante con ellos, o al menos con algunos, lo terminaba fastidiando.

Por más que aún no había amanecido, en la casa de los peones se veía luz, y hacia allí dirigió sus pasos Barzola. Seguro de no haber sido visto ni oído, el capataz decidió no entrar. Amén de no querer incomodar con su presencia, pensó que quizás podía averiguar qué se andaba diciendo de él, y por sobre todas las cosas, quién. Con los perros echados a sus pies cual sombras mudas, Barzola pegó su oído de tísico a la ventana del fondo y escuchó por igual injusticias y verdades sobrevolando la llama azul del calentador a kerosene. La mayoría mateaba sin abrir la boca, como si lo presintieran ahí fuera. La voz del uña ‘i gato, un retacón forzudo con cara de diablo, terciaba en la charla. Más tarde lo enviaría con el tape Ensina a los lotes bajos contra el río, donde estaban las vaquillonas. Varios alambrados se habían caído y el uña ‘i gato se llevaba bien con los torniquetes. Los dos eran perros leales. También reconoció a Juan Gauna susurrando pestes, y algo se le retorció en el triperío. No bien el sol despuntase lo mandaría al lote de los toros, a medirles el perímetro de las bolas con un piolín. Con un poco de suerte, los angus lo liberarían del mierda ese de Gauna. Otros más hablaron de él… Rafael Benítez, el esqueleto Borghesi y el Zurdo. Como entre espasmos, el mate iba pasando de mano en mano a la espera del gallo remolón. El cielo apenas salpicado de nubes mostrábase ya rojizo cuando Barzola tragó la hiel de su saliva y se aprestó a entrar. Ya alguna vez en el pasado, en una charla de hombres con su propio hermano había fijado firmemente su posición acerca de cómo manejar estas cuestiones.

«No es que sean malos…», le había explicado Barzola a su hermano Armando, «…pero tampoco son necesariamente buenos. Lo que pasa es que para hacer este trabajo se necesita un carácter especial. Acá tenés que ser de lapacho, no cualquier clavo le entra a esa madera. El campo es duro, Armando. Vos me dirás que todo trabajo es así, pero yo te digo que no. Acá yo he visto mancarse al más valiente, y también he visto llorar como una mujer despechada a hombres que parecían no temerle a nada. He visto pasar por esta pampa muchas más caras de las que te imaginás, que se esfumaron como sombras y nunca más volvieron; todo por no tener el carácter necesario. De eso te hablo. Yo me pasé ocho años rompiéndome el lomo antes de ser capataz…y nunca me achiqué. Y ahora le doy para adelante como un buey, ¿Qué te pensás, que ahora me rasco en el palenque? ¿Que trabajo menos que antes? ¿Que me agarró el mal del ombú? No señor, al contrario, no te imaginás lo difícil que es manejar a esta manga de piojosos.»
«Acabás de decirme que no eran malos…» repuso Armando, que era el único farmacéutico del pueblo y que a gatas si salía alguna vez de esa infame zona urbana. Tras el mostrador era capaz de mentir cuánto sabía de asuntos camperos, pero no frente a su hermano.
«No, no son malos… Pero una cosa no quita la otra. Los llamo piojosos en otro sentido. Es que a veces me dan un poco de lástima», dijo el capataz sincerando la voz y encendiendo un breve cigarro. «Son piojosos porque están infectados, Armando. Y lo peor es que no lo saben. Están infectados con el virus de la ignorancia, y la ignorancia te deja a pata de todo.»
«¿Y vos los curás de esa ignorancia?», preguntó el farmacéutico un poco aburrido.
«No, yo no los curo.» Barzola hizo una pausa larga y miró por la ventana a una matita de pasto que pasaba empujada por el viento de la tarde. «Yo los amanso y los entreno.»

Para devolverle el mate al cebador de turno, el sordo Verenito tuvo que estirarse por sobre la calavera de vaca que con sus cuernos oficiaba de banquito matero. Nadie abrió la boca acerca de esa ausencia, simplemente obraron como siempre, callar e ignorar. Un silencio obtuso inundaba la casa cuando el gallo cantó y Barzola ingresó con su cara de pocos amigos para asignarle a cada uno su tarea del día. Apenas si saludó. De manera más o menos inmediata todos salieron al campo. Solo quedó Barzola, hundido en sus pensamientos. Allí parado con las botas en el verdín parecía estar viendo a su hija en la casa del pueblo. Ella dormía desentendida del mundo y de todo lo malo que estaba por llegar. Desarmadas las trenzas, la cabeza de la Lucecita era una maraña renegrida y compleja sobre la almohada, y las frazadas amarillas copiaban como arcilla las formas redondas de su cuerpo. Agustín Barzola pensaba con amor a su hija mientras en su cabeza rebotaban como pelotas una cantidad de preguntas siniestras. ¿En qué momento su vida cayó por el barranco? ¿Fue por su falta de fe que el Diablo taimado pudo nublarle el entendimiento? No tenía ninguna respuesta, pero de algo estaba seguro: en sólo dos días la vida se le había puesto de culo como una taba mal tirada.

El ruido de un caminar pesado por el camino de acceso al casco sacó al capataz de sus meditaciones. No tuvo necesidad de mirar quién era, simplemente esperó el momento justo para darse media vuelta y tenderle una diestra acalorada. Las palabras también parecían estar de más, y ese apretón de manos todo lo decía. Desde hacía dos días Barzola había contraído una gran deuda con él y, por fortuna, aún ignoraba cómo iba a terminar de pagarla.

«Sólo una cosa…», dijo Barzola en voz muy baja y señalando hacia el piso con la vista. «Límpiese ya mismo la sangre de esa bota.»

Sorprendido, el Gringo agradeció secamente y prosiguió su camino rumbo a la tarea que le fuera asignada y que le tomaría el resto del día.


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La última estación

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Tercera entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, escrita en colaboración con el Sr. MX y publicada también en su blog cuento * chino. ¡Visítenlo!

Tinta fiera  |  Los piojosos >

Hacía años que el ferrocarril había dejado de pasar por el pueblo. Dijera un hombre de la empresa por la radio: «El ramal es deficitario; hemos hecho grandes esfuerzos para mantenerlo en funcionamiento, pero la realidad es que el cierre es la única solución.» Los habitantes escucharon atentamente la noticia, y muchos pensaron que al final nada iba a suceder, pero en pocos meses comenzaron a sentir en carne propia la crueldad del desamparo. Por eso la mayoría abandonó el pueblo en busca de mejores horizontes. Los pocos obstinados que se quedaron fueron testigos de la caída de la antigua estación, en cuya vereda vegetaban, desmañados y enfermos, al menos veinte paraísos. Siempre oportunistas, los chimangos anidaban en los huecos de los troncos, desde donde vigilaban lo poco que aún quedaba para vigilar. Esa noche, los últimos pajarracos que se negaban a abandonar el pueblo vieron una silueta avanzar hacia lo profundo del pajonal como alma que lleva el Diablo. Vieron al hombre llegar y frenar en seco. Una segunda figura vestida de negro salió a su encuentro desde los fondos del último andén. No hubo saludos, apenas unas palabras que sonaron vacilantes.

– Tenés que ayudarme, Gringo… La voz de la Lucecita hizo que el corazón del peón diera un respingo. Los chimangos abrieron grandes los ojos y prestaron atención.
Viniste…
¿Cómo no iba a venir?
Como la última vez…
Sos rencoroso, che. La Lucecita sonrió desplegando los artilugios estudiados que siempre le habían dado resultado; miraba al piso mientras se acariciaba las trenzas, y con el pie derecho pisoteaba un yuyo aplanando un poco la tierra. Yo te avisé que no iba a poder venir, el papá me vigilaba. Y por eso te quiero hablar, me tenés que ayudar…
No, no me avisaste, dijo el Gringo amargamente. Y en el momento en que el reproche salía de su boca, por la cabeza le iba pasando una sucesión de imágenes como naipes mal barajados, que saltaba de una a otra y se detenía en la visión anhelada de la Lucecita bajo su cuerpo, en medio del pajonal, los dos removiendo la tierra con el deseo cruel de la pampa.
Bueno, pero tuve la intención. ¿O vos pensás que soy mala? No, yo no soy mala, tengo miedo nomás. Miedo porque veo cómo todo se complica y no soy dueña de vivir mi vida, de poder hacer lo que yo quiera; siempre vigilada, siempre pensando en las cosas que se andan diciendo por ahí. A mí no me gusta vivir así, Gringo. Yo no quiero vivir así. hizo una pausa y clavó el verde de sus ojos en el pardo oscuro de los del Gringo. Y yo sé que vos me querés, me querés bien. Por eso te pido ayuda, porque sola no puedo hacer nada…
¿Y yo qué puedo hacer? Si no soy nadie. La voz del Gringo ya no tenía la firmeza y convicción de siempre, en cada palabra había un poco de tristeza y amargura que formaban, en el conjunto total, una desolación profunda. Yo no puedo hacer nada, Lucecita, más que soportar…
Gringo, yo te conozco. Y no soy tonta, aunque parezca. Yo sé que no sos el simple peón que decís, y sé muy bien que escondés algo mucho más peligroso que la habilidad con la guitarra. Si hay alguien que puede hacer algo acá, sos vos, ¿me entendés? No tengas miedo, yo necesito un hombre con coraje ahora, no un miedoso.

La cara del Gringo se transformó. La amargura mutó en fiereza contenida y los ojos pardos brillaron en la oscuridad que cubría los alrededores de la abandonada estación. Ahora las imágenes en su cabeza corrían veloces como un tren fantasma. Una tras otra las estaciones se sucedían en los pensamientos del Gringo pero todas eran fugaces; los vagones traqueteaban por una vía que él mismo creía ya abandonada y fuera de servicio, pero a medida que los rieles tomaban temperatura el tren aceleraba y aceleraba, revolvían en su interior los recuerdos más secretos. La voz de la hija de Barzola lo sacó del vértigo justo en el momento en que la formación se detenía de golpe en la estación más ominosa y lo volvió a la realidad con un susurro extorsivo.

Sacame de acá, Gringo. Si me librás de todo esto puedo ser tuya para siempre. Vámonos de acá, dejemos este pueblo atrás.

La luz entre ambos cuerpos se apagó de repente. La Lucecita avanzó hasta palpar los brazos acerados del peón, quien de haber intuido cuánto daño le haría esa mentira se habría apartado en el instante. Pero la carne es blanda. La Lucecita le desabrochó dos botones de la camisa, le besó el pecho y siguió subiendo por el sudoroso cuello hasta las orejas con los labios entreabiertos. Alterado, jadeante como un perro con sed, el Gringo parecía echar luz por la piel. Estaba listo para descender a los infiernos y vencer a Satanás en su propia salamanca si era necesario. Su boca se había inundado de una saliva espesa que asomaba hecha espuma por las comisuras de sus labios. Así y todo se besaron por un instante, hasta que la diestra del Gringo comenzó a levantarle muslo arriba la falda a la muchacha. Pero la Lucecita se apartó violentamente, acomodándose la ropa, las trenzas y el pañuelo que llevaba al cuello.

No, Gringo. No te apures. Es mejor que me vaya…tengo que volver antes de que el papá descubra que no estoy. Ya sabés cómo es él, tarde o temprano lo va a averiguar, lo nuestro, digo… Pensá bien lo que te dije.

Los extensos terrenos del ferrocarril se desplegaban ante el Gringo como una sábana blanca bajo la luna. Habían adquirido una nueva fisonomía en la cual ahora podía reconocer no sólo sombras, sino también claridades. No hubo despedidas. La muchacha giró y sin más emprendió el regreso. Él la acompaño con la mirada hasta que en la distancia su ropa negra la disimuló en la oscuridad. El hombre se arremangó, la sangre le hervía en las venas. No traía reloj, pero sabía que el tiempo había pasado sin clemencia. Andar por las calles a esa hora sería tan desaconsejable como volver a su rancho y meter al Pichón en sus propios problemas. En poco tiempo llegaría el alba, y las tareas en la estancia comenzaban siempre al cantar el primer gallo. Al rojo como una fragua, el Gringo emprendió la caminata. Le quedaban quince kilómetros y mucha oscuridad para enfriarse y pensar qué hacer con Barzola, con la Lucecita y con su vida. Algunos trenes hay que tomarlos una sola vez en la vida, pensaba. O a lo mejor no. A un costado, refugiados por los paraísos, los chimangos lo vieron irse con su paso enérgico, agitaron un poco las plumas y cerraron los ojos esperando el amanecer.

 


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Tinta fiera

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Segunda entrega de la monumental obra en colaboración con el Sr. MX, que también pueden encontrar en su blog “cuento * chino”. La historia del Gringo avanza por el empedrado traicionero del destino, y a falta de certezas, buenas son las historias contadas a dos plumas. Y atenti, porque no hay dos sin tres…
Por si llegaron tarde, la entrada anterior es Dos guitarras y un cajón peruano y la siguiente es La última estación.

Un escalofrío le recorrió el espinazo al Gringo cuando desde la esquina vio el reflejo de un papel muy blanco que asomaba por la boca del buzón. No esperaba nada de nadie y estaba de franco por lo de la noche anterior, ¿cómo no desconfiar? Pero continuó caminando como un caballero inglés, tranquilamente desesperado. Las contrataciones solían ser en la estancia o en los mismos bailes, y no en su casa del pueblo, por lo que no le cabían dudas de que ese papelito era un mal agüero. Al llegar a la puerta maldijo en silencio y con ganas las desgracias que, estaba seguro, muy pronto llegarían. Con cara de perro que acaba de tirar una maceta, relojeó la cuadra en ambos sentidos, y al percatarse de que nadie miraba, con la velocidad de un refucilo manoteó el papel y pasó la reja del frente con paso firme. Parado en el jardincito que separaba la reja de la puerta de calle, miró al cielo con ojos baqueanos adivinando la proximidad de la lluvia, después clavó la mirada en el sobre que acababa de recibir.

Sólo unos pocos conocían la esencia del espíritu que habitaba en el Gringo. La mayoría de los que lo habían visto por esas veredas de Dios pasar de vuelta de la comisaría se habían maravillado de la alegría que irradiaba, de su paso elegante y de su silbido tímido pero afinado. Por algo era lo más parecido a un «músico oficial» que tenía el pueblo; además de buen gusto y poco pifie, el Gringo tocaba para los demás, regalaba disfrute en cada pulso y cada verso. Y encima era laburador como pocos, un ejemplo. Para todos era un alma buena. Ignoraban, sin embargo, que el Gringo destilaba violencia en cada fibra de su vigoroso cuerpo. Una violencia a todas luces contenida. No hay peor ciego que el que no quiere oír, lo jorobaba todo el tiempo el Gringo al Zurdo y se reía de costado; el Zurdo nunca lo entendió.

«Al fin y al cabo, el Lorenzo no merecía semejante final», meditaba el Gringo en su jardín. En esas ocasiones medio tristongas e injustas solía quedarse pensativo. Dejaba que los recuerdos acudieran a su cabeza. Recuerdos como aquel día en el que su padre le trajo la primera guitarra.

«Las cuerdas son como los caballos, m’hijo…», le dijo. «…una vez que consiga domarlas lo van a obedecer toda la vida.»
«¡Como las mujeres!» La respuesta del gringuito no hizo más que encender el carácter avinagrado del viejo.
«No es de hombres bien nacidos andar comparando a las mujeres con animales. ¡Déme eso pa’cá!» Y el gringuito no pudo tener su guitarra hasta varios meses después, cuando su padre juzgó que ya era tiempo de perdonar. El niño nunca lloró.

El Gringo no tenía idea de hasta qué punto ese incidente le había moldeado su infantil espíritu de arcilla. Domar su instrumento fue una tarea de muchos años, y con todo, aún lamentaba que su padre ya no estuviese con él para escuchar cómo hacía hablar a las bordonas.

El reverso del sobre rezaba en tinta negra un escueto «Gringo» con letra manuscrita, prolija y aniñada, y la nota en su interior iba directo al grano.

«Gracias, sé que te debo más que antes. Te espero esta noche a las 8 en el lugar que habíamos quedado la otra vez. Pero esta vez voy. Yo.»

El Gringo hizo un bollito con la nota, la arrojó con fastidio al pasto y se metió en su casa. Enseguida salió y levantó el bollito, entró de nuevo, prendió el calentador y mientras esperaba que la pava llegara a la temperatura justa fue quemando despacio la prueba que lo implicaba en una trama sórdida que el pueblo desconocía y que, según él, no tenía por qué descubrir. Tenía mucho que pensar y la noche llegaría pronto.

Tan compenetrado estaba en sus cavilaciones que ni siquiera se había sacado la boina ni lavado las manos; miraba fijo una mancha de humedad en la pared del rancho y escuchaba atento pero desconfiado el concierto que los grillos le ofrecían a través de la ventana. Casi sin moverse arrancó un pedazo de pan de la hogaza que descansaba sobre la mesa, se lo mandó entero a la boca y lo bajó con el quinto o sexto mate. Se lamentó por no haberse traído unas empanaditas del baile, pero con todo el barullo del pobre finado se le había pasado por alto. Ni siquiera habían podido rescatar los veinte pesos de la actuación. El agua se le había entibiado un poco y la yerba no daba más; cuando se paró para preparar la segunda vuelta, golpearon la puerta.

«Hola Gringo, ¿‘tas con el mate?», preguntó el colorado apenas el Gringo abrió. «Traje unos pastelitos que me dio Doña Gloria.»
«Pasá.»

La segunda vuelta tuvo otro color, el dulce de batata de los pastelitos contrarrestaba la amargura que le hormigueaba en el cuerpo al pobre Gringo. Hasta le cambió un poco la mirada, pero un poco nomás. Por un lado se encontraba molesto por la visita inesperada, pero por otro se sintió reconfortado de compartir soledades con otro que andaba por la vida tan solo como él. Todo el mundo sabe que compartir unos cimarrones no arregla los entuertos, pero sí hace más llevadero y tranquilo el momento de enfrentarlos. Eso dicen.

«¿Y? ¿Cómo estuve?», preguntó el colorado entusiasmado.
«Bien, Pichón, bien. Estuviste un fenómeno», le replicó el Gringo con tono bajo. «Yo sabía que tu tío no iba a traer cualquier cosa, por más aprecio que te tenga, si no servís, no servís, sabés… Es así. Me pone contento por vos, Pichoncito, me amarga un poco que hayas tenido que debutar justo en medio de una desgracia, eso sí. Igual, no te lo vas a olvidar más, ¿eh?»
«Gracias, Gringo, gracias. Al principio estaba un poco nervioso, pero después me fui soltando…»
«Se notó…»
«Sí, sí. Pero bueno, pasé por acá pa’ agradecer nomás.» Y ahí metió una pausa que al Gringo lo incomodó, sin saber bien por qué. Pichón hizo sonar fuerte, el mate, se lo devolvió y siguió hablando. «Qué cosa lo del Lorenzo, qué cosa… Qué se yo, yo mucho no lo conocía y la verdad, Gringo, que me perdone Dios pero mucho no me importa el destino que vaya a tener ahora.»

El Gringo se lo quedó mirando fijo. Hubo un silencio breve que se quebró con el ruido del hojaldre del pastelito que Pichón acababa de morder. El Gringo se paró y se frotó las manos.

«Yo ahora tengo que salir. Cuidáme la choza un rato, si no vuelvo para las diez, andáte nomás. Ahí tenés un poco de pan y arriba de la repisa hay una botella», dijo con autoridad, marcando cada palabra como para que el otro tuviera claro que no debía preguntar más. «Nada a nadie, ¿oíste?»

Nadie lo vio salir del rancho ni enfilar hacia el Sur por la calle de tierra. Tan apurada estaba su alma que recién en la esquina vio la franja oscura sobre el horizonte y el brillo filoso del lucero. Y así, como un malandra que se esconde en las sombras del crepúsculo, encaró para aquel lugar donde la última vez alguien no se había presentado.

 


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