Una mancha en el tejado

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Una hora de autopista me tomó llegar a Ranelagh. En los últimos meses, el ciático envejecido de mi padre lo había alejado del auto, y si bien ese día yo hice de chofer, el dolor parecía haberse agudizado. Viajamos callados. La carta del escribano estaba en la luneta delantera. Hablaba de una herencia y de un tío desconocido para mí. Nunca en casa lo habían nombrado, nunca una alusión, nunca una mirada ni un gesto… Ese tío que mi padre enterrara décadas atrás, había muerto hacía un mes. De no haber sido por mi insistencia, nunca habríamos conocido la quinta a la que acabábamos de entrar.

Ese tipo -mi tio- debió haber sido rico. Millonario, por lo menos. Todo en esa quinta olía a dinero: el chalet de dos plantas con tejas rojas, el césped interminable, la piscina y la cancha de cricket, la glorieta con sus rosales trepadores, la mecedora y el jardín con broderie. El viejo estaba inquieto, y yo, indignado. A la vez, me fascinaba la idea de vender semejante mansión en cientos de miles de dólares, tal vez en más de un millón. Salir de pobre… qué raro sonaba eso; en este país, el que nace pobre, muere pobre. Pero sentir la amargura profunda del viejo, que seguía callado, eso sí me fastidaba. No tanto por intuir que él no querría nada de aquel hermano, sino por saber que nos había ocultado una parte oscura de su pasado.

Estacionamos al lado de un auto azul importado. Al bajar, vimos a alguien salir de la casa, seguramente el escribano, que caminaba hacia nosotros. En ese mismo instante, un segundo hombre surgió de entre las coronas de novia, zapín en mano.

– “Benítez, a sus órdenes. Yo soy… o fuí el jardinero de esta casa. Quería decirle… ¿quién me dijo que era usted? ¡Ah, sí! Quería decirle que su tío, el señor Evaristo, fue como un padre para mí; él era… era muy bueno. Y con mi familia… muy generoso, siempre. Él nos nos hacía regalos. A mi chico le mandaba pelotas de fútbol, y a la nena le regalaba revistas, libros y esas cosas. Sí, muy atento era. Y ni un día le faltaba yo, ¿eh?… ¡Ni un día! Pero así le tenía el parque, como lo ve, lisito el césped, todo bien parejo, y…”
– “¿Cómo falleció?”, lo interrumpí. Pensé que la respuesta conmovería al viejo, y no me equivoqué.
– “Una tragedia… Yo estaba en la glorieta y ví cuando se subió al techo. Algunas tejas venían medio sueltas de hacía rato. El señor Evaristo me pidió varias veces que suba a arreglarlas porque filtraban agua al desván. Pero al final, por h o por b yo nunca las arreglé… Así que ese día subió él mismo por aquella escalerita, y cuando pisó ahí (señaló una parte del techo), una teja se partió y el pobre se vino abajo. Pero antes de caer, fíjese, tiró un manotazo y un clavo largo de la canaleta le atravesó la mano. Así quedó colgado por un instante, pero al final el clavo le desgarró toda la mano y ahí terminó de caer. Quedó sobre el caminito… Y esa mancha ahí en las tejas, es la sangre de la mano, que yo…”

El jardinero pidió disculpas y se alejó porque había llegado el escribano. Su traje impecable no me iba a confundir; mucho menos sus modales. Un carroñero, eso era. Su congoja era engañosa como todas las cuestiones legales, y se desenmascaró al confesarnos que había llamado a la inmobiliaria, que la operación superaría los dos millones de dólares y que el martillero estaba al caer.

– “No vendo”, dijo mi viejo sin quitar la vista de la casa, y todos quedamos duros por varios segundos. “No vendo, carajo… No vendo”, gritó mientras golpeaba el auto azul con el puño.
– “Debería pensarlo mejor…”
– “¡A la mierda, usted y a la mierda sus consejos!”

Arrancamos el auto y volvimos por el camino hasta la tranquera. El jardinero nos abrió. Iba a despedirme cuando mi padre me indicó con un gesto que frenara. Mientras bajaba su ventanilla, el hombre rodeó el auto hasta pararse al lado de su puerta y enfrentarse a su cara. El viejo fue concreto.

– “Quite esa mancha del tejado, por favor…”

Un año después, la familia se mudó a la quinta.

2 comentarios en “Una mancha en el tejado

  1. Sergio Mauri

    «Los motivos por los cuales un hombre hace lo que hace son intrincados».

    Jacinto P. Codevilla.

    Esta máxima que quedase grabada a fuego en mi memoria
    se ajusta, como aterciopelado guante, al relato.
    Otras palabras, huelgan.
    Creo.

  2. P. Codevilla tenía muchas máximas, pero se guardó más de las que dijo. Fue por esa razón que muchos de sus contemporáneos siempre consideraron que su fallecimiento fue prematuro, como si le huibiera faltado tiempo para terminar de escribir sus máximas. Algunos amigos comunes sostienen que, en realidad, esa cita que Ud., Sergei, incrustó en mi blog apuntaba a algo bastante distinto. Algo así como: «Por más intrincado que sea, no hay motivo para que un hombre no haga lo que no debe hacer.» Y eso se aplica a cualquier personaje de esta anécdota, y a P. Codevilla en particular, somelier frustrado y amante furtivo del ocio pernicioso, como Ud. bien sabe.

    Si le gustó, amigo, siga leyendo nomás!

    Abrazo!

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