La estación del ferrocarril

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Cuando las llagas de mis manos sangran demasiado, entonces me detengo por un instante. Ahora mismo estoy sentado sobre un impresionante resto de mampostería, con la pala aprisionada entre mis brazos y mis rodillas. Creo que sería mejor poder trabajar sin parar porque sólo así llego a evitar el recuerdo de los aviones sobrevolando esta estación de ferrocarril, dejando caer las bombas. De esta manera se formaron las descomunales montañas de escombros que me circundan y que me tapan la visión del horizonte. Son varias veces más elevadas que lo que era la altura general de los techos; sus formas todavía son caprichosas, y sus cumbres, filosas. Yo me acuerdo bien del paisaje que ahora está enterrado. Un extenso jardín adornado con locomotoras y vagones en desuso. El público podía visitarlo todos los días, ya que estaba siempre abierto. He trabajado aquí toda mi vida, soy el dueño de las puertas que ya no existen. Poseo todas las llaves que controlan las entradas y salidas de la estación (ahora inútiles).

Entre palada y palada a veces me pregunto por qué sigo en la estación, pero no sé si afuera estaría mejor porque probablemente debe de haber tantos escombros y tantas otras montañas que terminaría trabajando el doble y la paga sería cada vez más exigua. Por otra parte, aún sigo obligado con el jefe, ya que él se ocupó de mí después del desastre, me asignó este trabajo.

– ¿Cree que usted solo podrá con todo esto?

– Sí, señor.

– La ciudad le estará agradecida. La semana entrante debe­ríamos restablecer el servicio de trenes, aunque más no sea precariamente. Aún no sabemos si el resto del país también está bajo el cemento y derrumbado, pero ¿qué piensa que dirían de nosotros si los trenes empezasen a marchar y tanto usted como yo estuviéramos llorando sobre las vías obstruídas?

– No lo sé, señor.

– Bien, aquí tiene una pala. Puede comenzar cuando quiera.

– Señor…

– ¿Sí?

– Querría trabajar con guantes; mis manos… por la pala.

– No tenemos guantes en este lugar, pero si lo desea yo podría ir hasta mi casa a buscar un par. Queda sólo a unas cuadras de aquí, mas no le garantizo que allí los encuentre y, de todas formas, si así ocurriera, aún debería llegar hasta la estación nuevamente, entre todos los escombros, las ratas y los saqueadores.

– Hágalo, por favor.

– Bien.

– Gracias.

Hace dos días que llueve en forma intermitente, y es por eso que en toda la extensión que mi pala dejó libre de los restos del destrozo ha comenzado a ascender el nivel del agua. «Si tan sólo pudiera encontrar la alcantarilla para destaparla, tal vez evitaría mojarme tanto los pies», pensé. Ayer vi a un grupo de personas que buscaban la misma alcantarilla, pero no creí que la pudieran encontrar porque toda la estación mantiene un desnivel hacia el extremo en donde yo trabajo. Aquí, precisamente, es donde se acumula más el agua, y es a causa de ese maldito resumidero. No puedo encontrarlo. Hoy aquellos hombres no están, y me tienta ir a excavar allá.

Sé que cada palada que remuevo me acerca un poco más al exterior, pero, en el fondo, mi conciencia siente que esto es solamente un corrimiento de las montañas de escombros. A menudo tengo la impresión de que no estoy tan solo; cuando clavo con horizontal firmeza la pala, oigo llegar voces desde algún lugar más allá de los rieles; cuando me detengo para escuchar mejor, callan, y comienza a escucharse el ruido conocido a fricción entre cascotes y herramientas. Tal vez ellos corran sus ruinas hacia aquí, la estación.

Todavía no me acostumbré al agua, a la mojadura, a no encontrar el tan ansiado desagote. Mojo las llagas en la laguna, pero no es tanta la sangre ni el dolor porque cada vez trabajo menos. Los guantes no han llegado, pero estoy seguro de que el jefe me los traerá pronto. De todas maneras, la laguna está menos profunda (acaso esté lloviendo poco). Si me quedo en este alto puede ocurrir que no me levante más, pero hoy ya no sé qué es mejor. Arriba o abajo, cualquier camino lleva hacia la libertad.

 

Este cuento, basado sobre una historia original de H. Feather y F. Teller, fue leído el sábado 10 de septiembre durante la Fiesta Psicofango, en el Espacio Cultural La Bicicleta.


Versión imprimible -> La historia del Timor (III)

10 comentarios en “La estación del ferrocarril

  1. me gustó mucho, mucho. es uno de los géneros que más disfruto y me gustaría leer más de éste género porque se te da muy bien.
    abrazo psicofanguista.

  2. Hola g. Tengo alguna cosa más de este estilo, algo más larga también. Ya verán la luz algún día. Cosas viejas como esta, eh. Este cuento siempre me gustó pero nunca tuvo mayor suerte. Se ve que le llegó la hora. Psicofángicas gracias!

  3. Que bueno. Desconocía ésta parte de tu «escribir», no había leído otras cosas tuyas con esta atmósfera que, a mí, me encanta. Ojalá el señor encuentre la libertad que necesita, y cure sus llagas.
    Abrazo

  4. Hola Vivianachapa! Esta parte del escribir es la de los cuentos más largos que no ‘pegan’ con la idea del blog. El problema es que la idea del blog ya no es la que era. Nada es lo que es ni lo que tenía que ser. Pero así se avanza, correntada turbulenta. No sé si tengo otras cosas así de oscuras, pero sí tengo más ‘otras’ cosas que nunca llegarán a este blog. El señor no alcanzará la libertad y sus llagas no se curarán nunca. Es así.
    Gracias por leer!

  5. Hola micromios! Algo diferente, no? Sin demasiado detalle, influencias del Agrimensor K, claramente. Lo escribí en épocas de El Castillo, allá lejos y hace tiempo. Es la primera vez que ve la luz. Lo leí el sábado pasado en un encuentro de escritores, artistas y músicos en Mar del Plata (una ciudad en la costa de la provincia de Buenos Aires a 400 km de la Ciudad de Bs. As.). La ‘Fiesta Psicofango’, donde también leyeron MX, g. y otros amigos blogueros. Estuvo genial y después cada cual publicó en su blog algo de lo que leyó.

    El tema con las obras más largas es que no se llevan bien con la web. Pero sí, hay alternativas. Una, la más lenta e improbable es el papel. Otra es poner en el blog el post megalítico y también un PDF para bajar e imnprimir. La otra que estoy encarando muy de a poquito es una radio digital para subir podcasts con lo que escribimos. Ya te tendré al tanto (cuando pueda contar algo más concreto).

    Salud!

  6. Los escombros aplastan y el agua sube, y en medio de eso el hombre. El hombre que deja aparecer el tono más dramático y humano de él mismo. El trabajador que sabe que tal vez nada tenga sentido pero que una misión encomendada (palear, desagotar, escribir, construir…) debe ser cumplida.
    Cuando lo leíste me causó la misma impresión, e incluso (quizás por los efluvios de algún brebaje espirituoso, pero me inclino más por el clima generado) me imaginaba claramente a este hombre de manos llagadas y esperanza en baja, como así también la estación y cada uno de los restos de mampostería. Me pareció muy bueno en ese momento, y ahora al releerlo, sigo manteniendo mi opinión. Queremos más de estas perlas que tenías encanutadas!!

  7. Compadre literario. Gracias por el comment. Si fuera un chanta te diría que en el fondo el cuento está barnizado de una desesperanza optimista. Todo roto, pero se trabaja para solucionar las cosas porque, en principio, se van a arreglar. El jefe de la estación piensa que el servicio de trenes se va a restablecer y que no importa cómo esté el resto del país, él quiere su estación arreglada y funcional. Qué pasa después con él, no lo sabemos. Tal vez se lo hayan cargado las hordas de chicos malos. El hombre tiene llagas que no lo frenan en su búsqueda del resumidero. Es verdad, la tarea debe ser cumplida, pero su fuerza interna va más allá del mandato (eso sería fácil de romper yéndose, efectivamente, a la mierda). No, él siente la obligación moral de solucionar el problema. Tiene expectativas, tiene un optimismo a prueba de catástrofes. Pero aun más allá de eso, está en juego algo más elevado que simplemente restablecer el orden. Hay una idea de libertad que trasciende al sufrimiento, sin importar su magnitud. Ya lo dice él al final, bastante calmado, reflexivo «…cualquier camino lleva a la libertad.»

    No obstante, si en vez de chanta fuera un mentiroso, te podría decir que lo pensé y redacté como una gran metáfora de la tarea del escritor.

    Pero como no soy ni chanta ni mentiroso, te voy a decir que simplemente me salió de casualidad. Con el resultado puesto juega cualquiera.

    Abrazo grande!

  8. Santa María, de Onetti. Me recordó al ambiente hermético, aún estando en mitad del páramo, de los prisioneros de sus propias vidas.

    Un hombre, una herramienta y una misión, suficiente para invertir en un buen relato. Bueno para el autor, bueno para el hombre.
    Las manos llagadas, quién no las tiene (Los ricos, claro. Ellos las tienen en el alma)

    Una labor que a fin de cuentas convierte al hombre en un ser util, un chute de autoestima en medio de tanta ruina.

    Una Abraçada

  9. Jah, sabes que no leí nada de Onetti? Acabo de contestarle a micromios en otro post que la lista de deudas literarias es tan grande que ya no me entra en la mesita de luz. Hay tanta cantidad de libros que quisiera leer que me abruma la idea de que voy a pasar a mejor vida y me van a quedar tantas obras sin leer. Tal vez sería mejor no pensar en eso y sí mirar todo lo que he leído. Pero eso no funciona; cada día la idea vuelve, vuelve, vuelve. Micromios me recomendaba a Conrad, por ejemplo. En este caso, un páramo, prisioneros… Aquí, la estación destruida, el hombre de las manos llagadas con su misión impostergable. Aun cuando no tuviera las manos llagadas, el buen señor realizaría su misión, porque es verdad que el trabajo es lo único que le queda después de que las bombas destruyeron todo, o casi todo. Su trabajo es él, es su identidad. ¿Hasta qué punto no termina de descubrir esa alcantarilla esquiva para no quedarse sin trabajo? Obviamente, incluso cuando la encontrara y se aliviara el tema del agua, nadie se lo reclamaría ¿a quién iba a rendirle cuentas? La autoestima alta probablemente sea condición necesaria y suficiente para el suicidio o el abandono.
    Salut, maestro!

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