El regreso de Smorthian (parte I)

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A continuación transcribo de la mejor manera posible (aunque ya sabemos cuán traicionera es la memoria en ciertos casos) el relato que Daisy me hizo acerca de la fantástica historia que Micaela le contara durante la cena en Manhattan, y en la caminata de regreso a sus hoteles.

En el ambiente más bucólico imaginable, rodeada por colinas de cimas curvas y llanos en donde se entremezclaban cultivos, bosques y pastizales, la comarca estaba a punto de sufrir los días más trágicos de su historia. Desde tiempos muy lejanos, tan antiguos que ni los pobladores más viejos podían recordar, y mucho menos precisar, esa campiña había estado habitada por pastores y agricultores que cuidaban sus animales y labraban la tierra. La mejor vista de toda la comarca la ofrecían las rocas más altas de las colinas, y por eso –siempre y cuando el trabajo lo permitiera– la gente trepaba por las laderas rocosas para admirar el mosaico marrón-verdoso de las tierras labradas, los pastos y los bosques. Desde lo alto siempre se podía ver a algún labrador arrodillado sobre los terrones, o rebaños de ovejas pastando, o percherones y bueyes que tiraban en yunta de herramientas de labranza muy pesadas. Pero si algo había caracterizado a la comarca por siglos y siglos era el pacífico discurrir de los días; y esa, tal vez, fuera una buena explicación para la longevidad de la mayoría de los habitantes y para la baja densidad de tumbas alrededor de las casas.

Friederick era un joven fuerte y justo que habitaba uno de los predios del norte, cerca de la colina que hacía las veces de límite con las tierras que descendían hacia el Mar de Agar. No había formado familia aún, y se dedicaba a labrar sus tierras todo el día hasta el comienzo del crepúsculo. Su alma poseía tanta nobleza como buenas intenciones. Al final de cada jornada, después de las tareas agotadoras del campo, solía escalar la colina para, en la cima, sentarse en una roca inmensa a mirar el horizonte y el mar, un mar muy lejano, y a dejar que las ráfagas heladas del polo calmaran el calor de su frente. Pasaba largos ratos en la misma posición, tocando la flauta que su padre le había obsequiado antes de morir, labrada en una sección de colmillo de narval. En ocasiones, y sin que Friederick lo percibiera, algunos niños subían por detrás de él para espiarlo. Luego, las mujeres menos pudorosas seguían a sus hijos para, so pretexto de hacerlos bajar de esas rocas peligrosas, apreciar la dulzura con la que Friederick ejecutaba aquel llamativo instrumento. Ellas decían que su música era seductora, aunque más lo eran sus músculos y la apretada trenza de cabellos castaños. Los hombres, por su parte, se mofaban de sus esposas, aunque estaban seguros de que el espíritu de Friederick, al nacer, había sido agraciado con alguna forma de divinidad, y que él usaba su flauta para comunicarse con los dioses. Además, los niños lo admiraban porque sabían que el solitario Friederick era capaz de hacer magia buena para proteger a todos los habitantes de la comunidad, al igual que a sus cultivos y animales.

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8 comentarios en “El regreso de Smorthian (parte I)

  1. Sergio Mauri

    Cierto ambiente semejante a la Tierra Media, es decir, relato tolkeniano, en el mejor sentido.
    Continuaré leyendo, si no es molestia.

  2. Marina

    A pesar de mi sordera puedo sentir, al leer, esa musica celta que logra sacar de su narval. Quiero más…

  3. Sí, algo muy distinto a lo que suelo escribir. Veremos cómo sale… Van a ser unas cuantas partes hasta llegar al final. Encantado de tenerte como lectora :)
    Saludos

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